El Presidente de Brasil Lula da Silva está inmerso en un interminable escándalo de corrupción; su reputación, que alguna vez fue enorme, está hecha jirones. No es un hecho insignificante: Lula se ha convertido en un emblema de la izquierda de la post-Guerra Fría con su combinación de políticas fiscales y monetarias conservadoras y vastos programas de asistencia social dirigidos a los pobres.

Una impresionante secuencia de revelaciones que involucran al gobierno y al Partido de los Trabajadores de Lula—comenzando con la confesión por parte del legislador de la oposición Roberto Jefferson de que había recibido sobornos por sus votos en el Congreso—ha sacado a la superficie todo un esquema de sobornos a legisladores y de métodos irregulares de financiamiento del partido.

La opinión internacional sostenía que, no obstante sus radicales raíces marxistas y las ocasionales concesiones a su base política, Lula representaba un saludable alejamiento de la vieja izquierda y el surgimiento de un nuevo modelo para las naciones subdesarrolladas, emparentado con la socialdemocracia europea. Muchos pensaron que este modelo tendría un efecto moderador sobre la izquierda a lo largo del continente y mantendría a raya a Hugo Chávez.

Sin embargo, la capacidad de Lula para reinventar a la izquierda dependió siempre de algo más que del mantenimiento de unas altas tasas de interés a fin de contener a la inflación, del sustento de una moneda fuerte, del precio internacional de ciertos productos básicos, y del otorgamiento de dinero en efectivo a las familias pobres. Tenía dos opciones: administrar a la crisis perpetua o intentar modificar íntegramente un sistema político laberíntico que beneficia a ciertos bolsillos de la producción industrial y agrícola pero que mantiene a millones de personas fuera del ámbito de las oportunidades. Escogió el primero de los senderos.

Mientras que los tecnócratas hablan de una tasa de crecimiento económico para Brasil del tres por ciento en este año y de un auge exportador que se ha traducido en un “superávit” comercial de $40 mil millones, los electores de Lula están indignados ante el escándalo de corrupción. Pero el tema realmente importante es que la corrupción se ha desarrollado de manera natural en un ambiente de oportunidades limitadas debido a la asfixiante interferencia gubernamental. Y la ausencia de límites adecuados a las facultades de la burocracia política es a su vez un incentivo para la corrupción en los niveles más altos. Por lo tanto, la corrupción del gobierno de Lula debería ser vista más como un síntoma que como una causa. El vociferar contra la corrupción sin remover sus causas tan sólo generará más frustración. Los brasileños llevaron a cabo un juicio político contra el Presidente Collor de Mello en los años 90 pero no modificaron un sistema que garantizó que un partido como el de Lula cayera en la misma trampa años después.

Brasil ha sido a menudo un adalid de las corrientes políticas latinoamericanas. Ejemplificó al positivismo autoritario de estilo francés a comienzos del siglo 20, la industrialización centralmente planificada en los años 60 y 70, y la democracia en la década de los 80 (no obstante ello, no fue una de las naciones líderes de la llamada ola de reformas de libre mercado de los años 90.) El eclipse de Lula está ahora fortaleciendo a la izquierda más radical, la cual se ha precipitado a señalar la “traición” del Presidente contra sus orígenes marxistas por lo ocurrido. El resto de la izquierda latinoamericana se encuentra observando esto con atención.

La corrupción general en los países subdesarrollados es un síntoma del costo de la ley y de la debilidad del marco legal. Si las leyes y normas son enredadas y costosas de seguir, y no existe ningún sistema confiable para hacer cumplir los contratos, la corrupción se vuelve una especie de póliza de seguro. Tal como lo ha escrito el jurista Richard Posner, “el nepotismo, el clientelismo, y el cohecho se vuelven sustitutos del contrato cuando la ejecución del contrato es poco confiable”. Si esto se prolonga durante un largo periodo, la corrupción se vuelve una cultura.

El más reciente informe del Banco Mundial sobre diversos climas de negocios, “Doing Business 2006”, muestra que, en Brasil, una empresa local promedio con menos de 100 empleados tendría que pagar el 148 por ciento de sus ganancias anuales a fin de cumplir con todos sus impuestos. A una empresa mediana le insume 2.600 horas solamente abonarlos.

No resulta sorprendente que las reglamentaciones y los impuestos hayan cobrado vida propia en Brasil, donde la estructura de gobierno incluye a más de 5.500 municipios autónomos, 10 millones de servidores civiles y una multitud de capas burocráticas (supuestamente descentralizadas pero en verdad superpuestas) que compiten por una parte de la torta. Pese a que este laberinto tiene su lado positivo ya que dificulta la implementación de las decisiones del gobierno federal, es totalmente impráctico para individuos de mentalidad reformista.

Lula pensó que mientras mantuviese la estabilidad macroeconómica y continuase con su programa “Bolsa Familia”—una transferencia de efectivo condicional que otorga 50 dólares a 7 millones de familias a cambio de que envíen a sus hijos a la escuela—,la “justicia social” fluiría. A juzgar por la falta de inversión en todos los niveles de la economía, está claro que la mayoría de los brasileños no pensó lo mismo. La prosperidad exige un masiva despolitización del sistema prevaleciente de modo tal que pueda florecer el espíritu emprendedor. En la ausencia de ello, no es difícil ver por qué el gobierno de Lula se tornó tan corrupto.

Olavo de Carvalho, un escritor brasileño, destacaba recientemente en una conferencia que dio en Washington DC que “la corrupción se encuentra profundamente arraigada en el Partido de los Trabajadores no como un vehículo vulgar de enriquecimiento personal sino como un instrumento técnico para erosionar el fundamento moral de la sociedad capitalista y financiar la estrategia revolucionaria”. Que irónico que el hombre que se suponía venía a salvar a América Latina del socialismo a la vieja usanza esté ayudando a revivirlo.


Alvaro Vargas Llosa es Asociado Senior en el Independent Institute.