La última vez que tuve la oportunidad de hablar con Salman Rushdie (hace cuatro años en el Hay Festival de Literatura y Arte en Arequipa, Perú), sonaba como si los días de la fatua -la sentencia de muerte dictada por el ayatola Jomeini de Irán en 1989 tras la publicación de la novela de Rushdie, "Los versos satánicos"- hubieran quedado atrás.
Hablaba como un hombre liberado, una condición que en las anteriores ocasiones en las que nos encontramos parecía imposible; después de todo, algunas de las conversaciones previas tuvieron lugar cuando Rushdie se escondía bajo la protección de Scotland Yard de Gran Bretaña y yo trabajaba como corresponsal en Londres.
Ahora sabemos que no estaba libre de la condena a muerte impuesta por Jomeini y que, sea cual sea su estado físico, nunca lo estará. Siempre habrá un asesino desquiciado cuya interpretación fanática del Islam le haga creer que irá al paraíso si finaliza el trabajo que Hadi Matar no terminó en la Chautauqua Institution, al norte del estado de Nueva York, el 12 de agosto.
El cruel ataque debería recordarnos algunas verdades importantes. En primer lugar, que el curso de la civilización es tortuoso: El progreso nunca ha tenido lugar en línea recta, ni se ha producido de manera uniforme en todas las geografías, culturas y políticas, ni en todos los grupos e individuos dentro de un espacio común.
El tribalismo bárbaro puede coexistir con el estado de derecho y los derechos individuales en cualquier país, y el oscurantismo religioso puede prosperar junto a la civilización secular incluso cuando la globalización difunde las noticias y los beneficios materiales de la modernidad.
Cuando la fatua de Jomeini fue decretada, Hadi Matar, el acusado de la agresión contra Rushdie, ni siquiera había nacido. Matar nació y siempre ha vivido en los Estados Unidos, no en una comunidad aislada alimentada por el fanatismo y el tribalismo, independientemente de lo que le hayan enseñado sus padres, nacidos en el Líbano.
En sus 24 años, Matar ha tenido amplias oportunidades de apreciar y abrazar los valores e instituciones que han hecho de los Estados Unidos una de las sociedades más avanzadas del mundo, a pesar de sus problemas políticos y económicos. Y, sin embargo, aparentemente rechazó esos valores e instituciones.
El país de sus antepasados es en sí mismo un buen ejemplo de la coexistencia del laicismo y el oscurantismo religioso, de la civilización y la sofisticación cultural, por un lado, y la cerrazón y la insularidad, por otro. Considerado alguna vez como la joya de Oriente Medio, y con razón, el Estado libanés se encuentra hoy parcialmente controlado por Hezbolá, la organización terrorista chiíta, haciendo que el progreso sea casi imposible.
Otra lección que podemos extraer de la tragedia de Rushdie es que la literatura importa, un pensamiento reconfortante en el mundo actual, en el que las redes sociales y muchas otras formas de contar historias han relegado a los libros a un lugar secundario, dada la escasa capacidad de atención a la que se han visto reducidas generaciones enteras de jóvenes.
Por supuesto, la literatura importa más a los fanáticos islamistas al acecho de ofensas blasfemas que a la mayoría de la gente, pero no olvidemos que los ataques colectivistas basados en la raza, el género y otras identidades contra la libertad de expresión en el mundo académico, la industria editorial, los medios de comunicación y la sociedad en general también suponen una amenaza para las artes y la civilización en el mundo occidental.
Irónicamente, "Los versos satánicos" es quizás la peor de las novelas de Rushdie (incluso los grandes escritores escriben ocasionalmente una pobre literatura). Lleva la combinación de realidad y fantasía a extremos inverosímiles que restan credibilidad al relato de Rushdie; sus personajes parecen más inventados que genuinos, e incluso los elementos satíricos, incluida la narración ficticia de la fundación del Islam a través de los sueños de uno de los dos personajes principales, un inmigrante indio en Londres, no logran generar una suspensión de la incredulidad en el lector.
Jomeini, y antes de él las hordas de fanáticos que a finales de la década de 1980 crearon el clima de intolerancia contra el libro que acabó desembocando en la fatua, no trataban la literatura como un mero entretenimiento, sino como algo más profundo, como hacen todas las sociedades totalitarias y como hizo en su día la Iglesia católica medieval.
En última instancia, el asunto Rushdie nos recuerda que nadie que se atreva a escribir y hablar públicamente está libre de la ira de quienes odian la libertad. Es el precio que siempre han pagado los escritores y los intelectuales públicos, y que seguirán pagando.
Traducido por Gabriel Gasave
Salman Rushdie y el precio de la libertad de expresión
Asia Society / Flickr
La última vez que tuve la oportunidad de hablar con Salman Rushdie (hace cuatro años en el Hay Festival de Literatura y Arte en Arequipa, Perú), sonaba como si los días de la fatua -la sentencia de muerte dictada por el ayatola Jomeini de Irán en 1989 tras la publicación de la novela de Rushdie, "Los versos satánicos"- hubieran quedado atrás.
Hablaba como un hombre liberado, una condición que en las anteriores ocasiones en las que nos encontramos parecía imposible; después de todo, algunas de las conversaciones previas tuvieron lugar cuando Rushdie se escondía bajo la protección de Scotland Yard de Gran Bretaña y yo trabajaba como corresponsal en Londres.
Ahora sabemos que no estaba libre de la condena a muerte impuesta por Jomeini y que, sea cual sea su estado físico, nunca lo estará. Siempre habrá un asesino desquiciado cuya interpretación fanática del Islam le haga creer que irá al paraíso si finaliza el trabajo que Hadi Matar no terminó en la Chautauqua Institution, al norte del estado de Nueva York, el 12 de agosto.
El cruel ataque debería recordarnos algunas verdades importantes. En primer lugar, que el curso de la civilización es tortuoso: El progreso nunca ha tenido lugar en línea recta, ni se ha producido de manera uniforme en todas las geografías, culturas y políticas, ni en todos los grupos e individuos dentro de un espacio común.
El tribalismo bárbaro puede coexistir con el estado de derecho y los derechos individuales en cualquier país, y el oscurantismo religioso puede prosperar junto a la civilización secular incluso cuando la globalización difunde las noticias y los beneficios materiales de la modernidad.
Cuando la fatua de Jomeini fue decretada, Hadi Matar, el acusado de la agresión contra Rushdie, ni siquiera había nacido. Matar nació y siempre ha vivido en los Estados Unidos, no en una comunidad aislada alimentada por el fanatismo y el tribalismo, independientemente de lo que le hayan enseñado sus padres, nacidos en el Líbano.
En sus 24 años, Matar ha tenido amplias oportunidades de apreciar y abrazar los valores e instituciones que han hecho de los Estados Unidos una de las sociedades más avanzadas del mundo, a pesar de sus problemas políticos y económicos. Y, sin embargo, aparentemente rechazó esos valores e instituciones.
El país de sus antepasados es en sí mismo un buen ejemplo de la coexistencia del laicismo y el oscurantismo religioso, de la civilización y la sofisticación cultural, por un lado, y la cerrazón y la insularidad, por otro. Considerado alguna vez como la joya de Oriente Medio, y con razón, el Estado libanés se encuentra hoy parcialmente controlado por Hezbolá, la organización terrorista chiíta, haciendo que el progreso sea casi imposible.
Otra lección que podemos extraer de la tragedia de Rushdie es que la literatura importa, un pensamiento reconfortante en el mundo actual, en el que las redes sociales y muchas otras formas de contar historias han relegado a los libros a un lugar secundario, dada la escasa capacidad de atención a la que se han visto reducidas generaciones enteras de jóvenes.
Por supuesto, la literatura importa más a los fanáticos islamistas al acecho de ofensas blasfemas que a la mayoría de la gente, pero no olvidemos que los ataques colectivistas basados en la raza, el género y otras identidades contra la libertad de expresión en el mundo académico, la industria editorial, los medios de comunicación y la sociedad en general también suponen una amenaza para las artes y la civilización en el mundo occidental.
Irónicamente, "Los versos satánicos" es quizás la peor de las novelas de Rushdie (incluso los grandes escritores escriben ocasionalmente una pobre literatura). Lleva la combinación de realidad y fantasía a extremos inverosímiles que restan credibilidad al relato de Rushdie; sus personajes parecen más inventados que genuinos, e incluso los elementos satíricos, incluida la narración ficticia de la fundación del Islam a través de los sueños de uno de los dos personajes principales, un inmigrante indio en Londres, no logran generar una suspensión de la incredulidad en el lector.
Jomeini, y antes de él las hordas de fanáticos que a finales de la década de 1980 crearon el clima de intolerancia contra el libro que acabó desembocando en la fatua, no trataban la literatura como un mero entretenimiento, sino como algo más profundo, como hacen todas las sociedades totalitarias y como hizo en su día la Iglesia católica medieval.
En última instancia, el asunto Rushdie nos recuerda que nadie que se atreva a escribir y hablar públicamente está libre de la ira de quienes odian la libertad. Es el precio que siempre han pagado los escritores y los intelectuales públicos, y que seguirán pagando.
Traducido por Gabriel Gasave
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