Entre las narrativas colectivistas, ninguna es más poderosa que el nacionalismo, y entre las reivindicaciones imperiales, ninguna es más devastadora para la coexistencia pacífica que la idea de que un país vecino pertenece a un depredador imperialista, basada en un mito fundacional. Hasta que Occidente no entienda esto, el presidente ruso Vladimir Putin y cualquier nacionalista que le suceda serán un peligro tanto para la estabilidad regional como para la paz mundial.
Winston Churchill definió sucintamente a Rusia como «un acertijo, envuelto en un misterio, dentro de un enigma», es decir, una fuerza fuera del alcance de la comprensión racional. La manera más sencilla de caracterizar a Putin es decir que, habiendo sido entrenado como espía del KGB y apostado en Alemania Oriental, cuyo servicio secreto Stasi era el más brutalmente eficiente del imperio soviético, está tratando de revivir el imperio ruso, impulsado por un ansia megalómana de satisfacer su sed de poder y sus instintos imperiales.
Pero este análisis se queda corto en captar la esencia del problema.
Esto no significa que no estemos en presencia de un megalómano, un autócrata dispuesto a infligir dolor a amigos y enemigos por igual para alcanzar sus fines y cuya mentalidad de estado policial y nostalgia por la gloria imperial se remonta a sus antecedentes soviéticos.
Lo estamos, pero también estamos en presencia de un sofisticado nacionalista que entiende perfectamente el poder del mito étnico y cultural. Lo cree. Y lo que es más importante, intuye que millones de sus compatriotas también lo creen. También intuye que la construcción de un discurso nacionalista basado en ese mito es la clave para mantenerse en el poder en virtud de que muchos rusos se relacionan consciente o inconscientemente con el mito.
Como siempre, el mito fundacional es una mezcla de verdades, medias verdades y mentiras escandalosas; una manipulación de la historia; una excesiva simplificación, alimentada por la propaganda, de complejos procesos históricos. Sí, Kiev fue el centro que aglutinó bajo el dominio nacional a muchos eslavos orientales en el siglo IX. Pero la mezcla étnica y cultural fue tal que los pueblos bálticos y finlandeses podrían hacer un reclamo tan legitimo sobre partes de Ucrania como puede Putin. El hecho de que Moscú, entre las muchas entidades y puestos de avanzada en los que se dividió la Rus de Kiev en los siglos XI y XII, surgiera como un principado fuerte con eslavos orientales no disminuye en absoluto la estrecha conexión entre el desintegrado estado de la Rus, incluida Polonia y especialmente Lituania, y el Occidente europeo. Galicia, la región occidental de Ucrania, permaneció bajo control e influencia lituana durante mucho tiempo. (Lituania, recordemos, fue uno de los mayores imperios europeos).
La legitimidad de Moscú bajo el mito nacional es muy dudosa, ya que el crecimiento inicial del Ducado de Moscú se produjo al precio de ser un vasallo de los mongoles y, más tarde, mediante la conquista de entidades políticas vecinas contra la voluntad de los esclavizados en lo que finalmente se convirtió en la Rusia zarista. No eran eslavos agradecidos que veían en Moscú el renacimiento de la Rus de Kiev, sino víctimas agraviadas.
Sostener el mito nacional sobre la idea de que Donbas, la provincia oriental de Ucrania, es étnicamente rusa es una grotesca parodia de la verdad histórica, ya que incluso a finales del siglo XX, no más de una cuarta parte de sus habitantes eran de etnia rusa. También podríamos mencionar que una gran parte de Ucrania, a pesar de siglos de imperialismo zarista, y luego soviético, nunca renunció a su fuerte inclinación hacia los países occidentales. Por eso, la región de Galicia se orientó políticamente hacia Austria tan pronto como el imperio soviético se derrumbó en 1991.
Nada de esto importa en el mito nacional fundacional de Putin. Millones de rusos ven a Rusia, Ucrania y Bielorrusia como un solo país derivado del estado de la Rus, y por lo tanto a cualquier cosa que amenace la zona de influencia de Moscú en las regiones que una vez formaron parte de la Rus de Kiev como una amenaza existencial, sin importar el hecho de que millones de ucranianos, incluso muchos que son eslavos, crean que el mito nacional no puede ser la base para destruir su libertad y su elección de asociarse, política, económica y culturalmente, con quien deseen.
Traducido por Gabriel Gasave
La peligrosa razón detrás de la agresión de Putin contra Ucrania
The Presidential Press and Information Office / Wikimedia Commons
Entre las narrativas colectivistas, ninguna es más poderosa que el nacionalismo, y entre las reivindicaciones imperiales, ninguna es más devastadora para la coexistencia pacífica que la idea de que un país vecino pertenece a un depredador imperialista, basada en un mito fundacional. Hasta que Occidente no entienda esto, el presidente ruso Vladimir Putin y cualquier nacionalista que le suceda serán un peligro tanto para la estabilidad regional como para la paz mundial.
Winston Churchill definió sucintamente a Rusia como «un acertijo, envuelto en un misterio, dentro de un enigma», es decir, una fuerza fuera del alcance de la comprensión racional. La manera más sencilla de caracterizar a Putin es decir que, habiendo sido entrenado como espía del KGB y apostado en Alemania Oriental, cuyo servicio secreto Stasi era el más brutalmente eficiente del imperio soviético, está tratando de revivir el imperio ruso, impulsado por un ansia megalómana de satisfacer su sed de poder y sus instintos imperiales.
Pero este análisis se queda corto en captar la esencia del problema.
Esto no significa que no estemos en presencia de un megalómano, un autócrata dispuesto a infligir dolor a amigos y enemigos por igual para alcanzar sus fines y cuya mentalidad de estado policial y nostalgia por la gloria imperial se remonta a sus antecedentes soviéticos.
Lo estamos, pero también estamos en presencia de un sofisticado nacionalista que entiende perfectamente el poder del mito étnico y cultural. Lo cree. Y lo que es más importante, intuye que millones de sus compatriotas también lo creen. También intuye que la construcción de un discurso nacionalista basado en ese mito es la clave para mantenerse en el poder en virtud de que muchos rusos se relacionan consciente o inconscientemente con el mito.
Como siempre, el mito fundacional es una mezcla de verdades, medias verdades y mentiras escandalosas; una manipulación de la historia; una excesiva simplificación, alimentada por la propaganda, de complejos procesos históricos. Sí, Kiev fue el centro que aglutinó bajo el dominio nacional a muchos eslavos orientales en el siglo IX. Pero la mezcla étnica y cultural fue tal que los pueblos bálticos y finlandeses podrían hacer un reclamo tan legitimo sobre partes de Ucrania como puede Putin. El hecho de que Moscú, entre las muchas entidades y puestos de avanzada en los que se dividió la Rus de Kiev en los siglos XI y XII, surgiera como un principado fuerte con eslavos orientales no disminuye en absoluto la estrecha conexión entre el desintegrado estado de la Rus, incluida Polonia y especialmente Lituania, y el Occidente europeo. Galicia, la región occidental de Ucrania, permaneció bajo control e influencia lituana durante mucho tiempo. (Lituania, recordemos, fue uno de los mayores imperios europeos).
La legitimidad de Moscú bajo el mito nacional es muy dudosa, ya que el crecimiento inicial del Ducado de Moscú se produjo al precio de ser un vasallo de los mongoles y, más tarde, mediante la conquista de entidades políticas vecinas contra la voluntad de los esclavizados en lo que finalmente se convirtió en la Rusia zarista. No eran eslavos agradecidos que veían en Moscú el renacimiento de la Rus de Kiev, sino víctimas agraviadas.
Sostener el mito nacional sobre la idea de que Donbas, la provincia oriental de Ucrania, es étnicamente rusa es una grotesca parodia de la verdad histórica, ya que incluso a finales del siglo XX, no más de una cuarta parte de sus habitantes eran de etnia rusa. También podríamos mencionar que una gran parte de Ucrania, a pesar de siglos de imperialismo zarista, y luego soviético, nunca renunció a su fuerte inclinación hacia los países occidentales. Por eso, la región de Galicia se orientó políticamente hacia Austria tan pronto como el imperio soviético se derrumbó en 1991.
Nada de esto importa en el mito nacional fundacional de Putin. Millones de rusos ven a Rusia, Ucrania y Bielorrusia como un solo país derivado del estado de la Rus, y por lo tanto a cualquier cosa que amenace la zona de influencia de Moscú en las regiones que una vez formaron parte de la Rus de Kiev como una amenaza existencial, sin importar el hecho de que millones de ucranianos, incluso muchos que son eslavos, crean que el mito nacional no puede ser la base para destruir su libertad y su elección de asociarse, política, económica y culturalmente, con quien deseen.
Traducido por Gabriel Gasave
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