La semana pasada hubo gran indignación ante la noticia de que el presidente Obama firmó discretamente la Orden Ejecutiva 13618, que otorga al Departamento de Seguridad Nacional poderes de emergencia sobre las telecomunicaciones civiles, incluidas las redes de teléfonos privados, celulares e inalámbricas. Los defensores de la orden puntualizan que ella simplemente prorroga anteriores órdenes ejecutivas suscriptas por el presidente Reagan en 1984 y renovadas por el presidente George W. Bush en 2003, concediendo a las agencias gubernamentales la facultad de establecer sistemas de comunicaciones de emergencia a fin de utilizarlos en caso de un ataque nuclear o acto de terrorismo.
Los críticos de la prórroga de Obama de estos poderes de emergencia sobre las redes de comunicaciones privadas son remitidos a la Ley de Comunicaciones de 1934, que autoriza al presidente a “provocar el cierre de cualquier instalación o estación de comunicaciones por cable” y le otorga “el control de cualquiera de esas instalaciones o estaciones” si un estado de guerra — o la amenaza de uno — existiese.
Sin embargo, el presidente Obama también enfrentó una oposición similar a su promulgación de la Orden Ejecutiva para la Preparación de Recursos para la Defensa Nacional a principios de esta primavera (boreal), que otorga al presidente un control virtualmente completo sobre toda la economía de los EE.UU. — incluida la energía, el transporte, los recursos humanos, las materias primas — basado en su declaración de que la “defensa nacional” requiere hacerlo. Esta movida, como los defensores de Obama se apresuraron a señalar, fue simplemente una extensión de la Ley de Defensa de la Producción de 1950, que ha sido reautorizada y enmendada para permanecer continuamente en vigor desde entonces. De manera tal que mientras ella también otorga al presidente poderes absolutos y totalitarios sobre el sector privado, hay poco de nuevo en esta última versión.
De hecho, cuando nos detenemos a considerar cada prórroga “sin precedentes” del poder ejecutivo, nos encontramos con una abundancia de precedentes. La tantas veces condenada Ley Patriota de los EE.UU., que el propio presidente Obama había prometido abolir pero que en cambio optó por prorrogar, se encontraba ella misma enraizada en la legislación “antiterrorista” de la época de Clinton que debilitaba las protecciones a la privacidad individual y relajaba la supervisión judicial de las actividades de espionaje doméstico.
¿Entonces por qué tanto alboroto actualmente sobre lo que esencialmente son meros ejemplos de un incremento en las facultades del Ejecutivo?
Por un lado, se están emitiendo muchas más órdenes ejecutivas. Durante toda la Segunda Guerra Mundial, los presidentes Roosevelt y Truman emitieron sólo siete, e incluso Richard Nixon emitió tan sólo una. Avanzando rápidamente treinta años hasta el gobierno de George W. Bush, vemos que emitió 62 durante sus ocho años en la Casa Blanca. El presidente Obama es probable que supere este número solamente en su primer mandato, habiendo emitido ya 61.
Y tal vez es nuestra creciente conciencia de que la franja de lo que constituye una “emergencia nacional” ha sido reducida considerablemente. Estas zonas grises, ejemplificadas por el reconocimiento del Consejo de Seguridad de la ONU de que es incapaz de definir claramente al “terrorismo”, hacen que sea mucho más probable que un presidente realmente invoque estos poderes con menos provocación que en épocas anteriores cuando existía una mayor comprensión compartida de lo que debería precipitar medidas tan extremas. La mayor parte de estos poderes puede ser ubicada en la época de la Guerra Fría, cuando todo el mundo sabía qué amenaza daría lugar a la transformación de los EE.UU. en una economía fascista y activaría el Sistema de Transmisión de Emergencia: un ataque nuclear.
Hoy en día, bajo el pretexto de la “Guerra contra el Terror”, las libertades civiles han sido despojadas de manera preventiva a un ritmo galopante ante la más débil de las supuestas amenazas. Si un presidente ganador del Premio Nobel de la Paz suscribe — en ausencia de una amenaza inmediata — la Ley de Autorización de la Defensa Nacional para 2012 que prevé la detención indefinida de cualquier ciudadano estadounidense sin cargos ni juicio, entonces no se necesita mucha imaginación para suponer que él o un futuro Comandante en Jefe no dudará en cerrar el acceso civil a Internet o a un servicio de telefonía celular privado en el nombre de prevenir las comunicaciones entre terroristas, o en contra de la amenaza de disturbios civiles.
Para que no piense que estoy exagerando, tenga en cuenta el precedente establecido el año pasado en San Francisco, posiblemente la ciudad más liberal y consciente de los derechos civiles del país. Sin embargo, en agosto pasado, el director interino del sistema de transporte conocido como Bay Area Rapid Transit (BART) de forma preventiva bloqueó todos los accesos a las comunicaciones privadas por teléfono celular para cualquiera que se encontraba en cuatro estaciones publicas del BART porque creía que los manifestantes planeaban utilizar las comunicaciones celulares para coordinar sus protestas. Fue capaz de interrumpir el acceso a la telefonía celular exclusivamente por su propia autoridad. Al ser interrogado, el director defendió sus acciones citando un fallo judicial de 1969, según el cual “se puede poner a la seguridad pública por encima de la libertad de expresión”. Incluso en esta supuesta cuna de las libertades civiles, el debate posterior a los incidentes se concentró en la definición de las condiciones que permitirían que estas medidas se adoptasen nuevamente en el futuro, en lugar de poner en duda si una acción preventiva así debería ser tomada alguna vez.
Irónicamente, esos poderes de emergencia, aparentemente necesarios para preservar nuestra seguridad, en la práctica pueden en realidad volvernos menos seguros. Como la historia de la guerra — desde la experiencia británica en la revolución estadounidense a la reciente experiencia soviética y estadounidense en Afganistán — ha demostrado, no hay lucha más difícil de ganar que aquella contra una activa resistencia civil. Pero una población aislada de otras informaciones que no sea las que se brindan a través de los canales oficiales — y que por lo tanto fluye menos libre — estará mucho menos preparada para responder rápidamente y resistir el ataque; cualquier enemigo tendría probablemente un modo más fácil de prevalecer.
Como un ejemplo de ello, el 11 de septiembre de 2001 la diferencia crítica entre la imposibilidad del Vuelo 93 de alcanzar su objetivo y los ataques exitosos de los otros tres vuelos fue el acceso de los pasajeros del Vuelo 93 a la comunicación de telefonía celular. Informados a través de estas llamadas de lo que estaba sucediendo en Nueva York y el Pentágono, los pasajeros a bordo del Vuelo 93 optaron por no seguir el procedimiento estándar de operación de cooperar con sus secuestradores. En su lugar, los pasajeros organizaron y llevaron a cabo el exitoso ataque contra la cabina del piloto que llevó al avión a estrellarse contra un campo en Pennsylvania, evitando un número incalculable de muertes adicionales si el vuelo hubiese llegado a su destino.
Si la Orden Ejecutiva 13618 hubiese sido emitida con anterioridad al 11 de septiembre, y el presidente la hubiese invocado para tomar el control de las comunicaciones móviles privadas en un intento por restringir las comunicaciones de los terroristas entre sí, el Vuelo 93 bien podría haber sido el cuarto avión en impactar contra su objetivo previsto: probablemente, la Casa Blanca o el edificio del Capitolio de los EE.UU.. Por lo tanto, la pregunta es: ¿Hacen los poderes de emergencia que todos estemos menos seguros?
Los partidarios de George W. Bush que protestan por la prórroga del presidente Obama de las órdenes ejecutivas deben recordar que ellos establecieron el precedente de concentrar el poder dentro de la rama ejecutiva bajo el pretexto de la “emergencia”. Del mismo modo, los partidarios del presidente Obama podrían desear tener en cuenta también que los poderes conferidos a un titular del Ejecutivo estarán disponibles para, e invariablemente serán prorrogados por, el siguiente. ¿Realmente desean que cualquier presidente sea capaz de detener indefinidamente a los vagamente definidos como “sospechosos” bajo su exclusiva discreción?
Por encima de todo, nadie puede anticipar la mano de quién estará a cargo del interruptor en el futuro, para qué imprevistos fines tales poderes puedan ser utilizados, o qué consecuencias imprevistas puedan resultar. Por lo tanto, tal vez sea el momento de que reconsideremos seriamente toda la tendencia a gobernar por decreto.
Traducido por Gabriel Gasave
Los poderes de emergencia auguran la corrosión de la libertad y la seguridad
La semana pasada hubo gran indignación ante la noticia de que el presidente Obama firmó discretamente la Orden Ejecutiva 13618, que otorga al Departamento de Seguridad Nacional poderes de emergencia sobre las telecomunicaciones civiles, incluidas las redes de teléfonos privados, celulares e inalámbricas. Los defensores de la orden puntualizan que ella simplemente prorroga anteriores órdenes ejecutivas suscriptas por el presidente Reagan en 1984 y renovadas por el presidente George W. Bush en 2003, concediendo a las agencias gubernamentales la facultad de establecer sistemas de comunicaciones de emergencia a fin de utilizarlos en caso de un ataque nuclear o acto de terrorismo.
Los críticos de la prórroga de Obama de estos poderes de emergencia sobre las redes de comunicaciones privadas son remitidos a la Ley de Comunicaciones de 1934, que autoriza al presidente a “provocar el cierre de cualquier instalación o estación de comunicaciones por cable” y le otorga “el control de cualquiera de esas instalaciones o estaciones” si un estado de guerra — o la amenaza de uno — existiese.
Sin embargo, el presidente Obama también enfrentó una oposición similar a su promulgación de la Orden Ejecutiva para la Preparación de Recursos para la Defensa Nacional a principios de esta primavera (boreal), que otorga al presidente un control virtualmente completo sobre toda la economía de los EE.UU. — incluida la energía, el transporte, los recursos humanos, las materias primas — basado en su declaración de que la “defensa nacional” requiere hacerlo. Esta movida, como los defensores de Obama se apresuraron a señalar, fue simplemente una extensión de la Ley de Defensa de la Producción de 1950, que ha sido reautorizada y enmendada para permanecer continuamente en vigor desde entonces. De manera tal que mientras ella también otorga al presidente poderes absolutos y totalitarios sobre el sector privado, hay poco de nuevo en esta última versión.
De hecho, cuando nos detenemos a considerar cada prórroga “sin precedentes” del poder ejecutivo, nos encontramos con una abundancia de precedentes. La tantas veces condenada Ley Patriota de los EE.UU., que el propio presidente Obama había prometido abolir pero que en cambio optó por prorrogar, se encontraba ella misma enraizada en la legislación “antiterrorista” de la época de Clinton que debilitaba las protecciones a la privacidad individual y relajaba la supervisión judicial de las actividades de espionaje doméstico.
¿Entonces por qué tanto alboroto actualmente sobre lo que esencialmente son meros ejemplos de un incremento en las facultades del Ejecutivo?
Por un lado, se están emitiendo muchas más órdenes ejecutivas. Durante toda la Segunda Guerra Mundial, los presidentes Roosevelt y Truman emitieron sólo siete, e incluso Richard Nixon emitió tan sólo una. Avanzando rápidamente treinta años hasta el gobierno de George W. Bush, vemos que emitió 62 durante sus ocho años en la Casa Blanca. El presidente Obama es probable que supere este número solamente en su primer mandato, habiendo emitido ya 61.
Y tal vez es nuestra creciente conciencia de que la franja de lo que constituye una “emergencia nacional” ha sido reducida considerablemente. Estas zonas grises, ejemplificadas por el reconocimiento del Consejo de Seguridad de la ONU de que es incapaz de definir claramente al “terrorismo”, hacen que sea mucho más probable que un presidente realmente invoque estos poderes con menos provocación que en épocas anteriores cuando existía una mayor comprensión compartida de lo que debería precipitar medidas tan extremas. La mayor parte de estos poderes puede ser ubicada en la época de la Guerra Fría, cuando todo el mundo sabía qué amenaza daría lugar a la transformación de los EE.UU. en una economía fascista y activaría el Sistema de Transmisión de Emergencia: un ataque nuclear.
Hoy en día, bajo el pretexto de la “Guerra contra el Terror”, las libertades civiles han sido despojadas de manera preventiva a un ritmo galopante ante la más débil de las supuestas amenazas. Si un presidente ganador del Premio Nobel de la Paz suscribe — en ausencia de una amenaza inmediata — la Ley de Autorización de la Defensa Nacional para 2012 que prevé la detención indefinida de cualquier ciudadano estadounidense sin cargos ni juicio, entonces no se necesita mucha imaginación para suponer que él o un futuro Comandante en Jefe no dudará en cerrar el acceso civil a Internet o a un servicio de telefonía celular privado en el nombre de prevenir las comunicaciones entre terroristas, o en contra de la amenaza de disturbios civiles.
Para que no piense que estoy exagerando, tenga en cuenta el precedente establecido el año pasado en San Francisco, posiblemente la ciudad más liberal y consciente de los derechos civiles del país. Sin embargo, en agosto pasado, el director interino del sistema de transporte conocido como Bay Area Rapid Transit (BART) de forma preventiva bloqueó todos los accesos a las comunicaciones privadas por teléfono celular para cualquiera que se encontraba en cuatro estaciones publicas del BART porque creía que los manifestantes planeaban utilizar las comunicaciones celulares para coordinar sus protestas. Fue capaz de interrumpir el acceso a la telefonía celular exclusivamente por su propia autoridad. Al ser interrogado, el director defendió sus acciones citando un fallo judicial de 1969, según el cual “se puede poner a la seguridad pública por encima de la libertad de expresión”. Incluso en esta supuesta cuna de las libertades civiles, el debate posterior a los incidentes se concentró en la definición de las condiciones que permitirían que estas medidas se adoptasen nuevamente en el futuro, en lugar de poner en duda si una acción preventiva así debería ser tomada alguna vez.
Irónicamente, esos poderes de emergencia, aparentemente necesarios para preservar nuestra seguridad, en la práctica pueden en realidad volvernos menos seguros. Como la historia de la guerra — desde la experiencia británica en la revolución estadounidense a la reciente experiencia soviética y estadounidense en Afganistán — ha demostrado, no hay lucha más difícil de ganar que aquella contra una activa resistencia civil. Pero una población aislada de otras informaciones que no sea las que se brindan a través de los canales oficiales — y que por lo tanto fluye menos libre — estará mucho menos preparada para responder rápidamente y resistir el ataque; cualquier enemigo tendría probablemente un modo más fácil de prevalecer.
Como un ejemplo de ello, el 11 de septiembre de 2001 la diferencia crítica entre la imposibilidad del Vuelo 93 de alcanzar su objetivo y los ataques exitosos de los otros tres vuelos fue el acceso de los pasajeros del Vuelo 93 a la comunicación de telefonía celular. Informados a través de estas llamadas de lo que estaba sucediendo en Nueva York y el Pentágono, los pasajeros a bordo del Vuelo 93 optaron por no seguir el procedimiento estándar de operación de cooperar con sus secuestradores. En su lugar, los pasajeros organizaron y llevaron a cabo el exitoso ataque contra la cabina del piloto que llevó al avión a estrellarse contra un campo en Pennsylvania, evitando un número incalculable de muertes adicionales si el vuelo hubiese llegado a su destino.
Si la Orden Ejecutiva 13618 hubiese sido emitida con anterioridad al 11 de septiembre, y el presidente la hubiese invocado para tomar el control de las comunicaciones móviles privadas en un intento por restringir las comunicaciones de los terroristas entre sí, el Vuelo 93 bien podría haber sido el cuarto avión en impactar contra su objetivo previsto: probablemente, la Casa Blanca o el edificio del Capitolio de los EE.UU.. Por lo tanto, la pregunta es: ¿Hacen los poderes de emergencia que todos estemos menos seguros?
Los partidarios de George W. Bush que protestan por la prórroga del presidente Obama de las órdenes ejecutivas deben recordar que ellos establecieron el precedente de concentrar el poder dentro de la rama ejecutiva bajo el pretexto de la “emergencia”. Del mismo modo, los partidarios del presidente Obama podrían desear tener en cuenta también que los poderes conferidos a un titular del Ejecutivo estarán disponibles para, e invariablemente serán prorrogados por, el siguiente. ¿Realmente desean que cualquier presidente sea capaz de detener indefinidamente a los vagamente definidos como “sospechosos” bajo su exclusiva discreción?
Por encima de todo, nadie puede anticipar la mano de quién estará a cargo del interruptor en el futuro, para qué imprevistos fines tales poderes puedan ser utilizados, o qué consecuencias imprevistas puedan resultar. Por lo tanto, tal vez sea el momento de que reconsideremos seriamente toda la tendencia a gobernar por decreto.
Traducido por Gabriel Gasave
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