La reciente “desapacibilidad” en Afganistán—el frenesí de asesinatos de un soldado de los EE.UU., la quema de ejemplares del Corán y la profanación de cadáveres talibanes—ha tornado a la ciénaga allí aún más impopular entre la opinión pública estadounidense, provocando así que incluso superhalcones, como Rick Santorum y Newt Gingrich, cuestionen la misión militar estadounidense en ese país.
Santorum, anteriormente uno de los republicanos de la línea más dura respecto de Afganistán, está ahora defendiendo indirectamente en realidad abandonar Afganistán antes de lo que el “pacifista” presidente Obama desearía. Según Santorum, “tenemos que o bien tomar la decisión de asumir un compromiso pleno, que es lo que este presidente no ha hecho, o tenemos que decidir marcharnos, y probablemente hacerlo pronto”.
Gingrich parece estar orquestando el mismo cambio de timón. “Tenemos que entender que nuestra presencia en medio de países como Afganistán probablemente sea contraproducente. No estamos preparados para ser lo suficientemente despiadados como para obligarlos a cambiar. Y aún somos claramente una presencia extraña”. Y agregó luego que temía que la misión se tratase de una respecto de la cual “fuésemos a descubrir que no es factible”.
Usted sabe que el telón está cayendo rápidamente en Afganistán cuando los patrioteros empiezan a entonar la misma melodía que aquellos de nosotros que hemos estado diciendo estas cosas por más de una década, incluso advirtiendo de ellas con anterioridad a la invasión de ese país.
En diciembre de 1998, escribí un artículo advirtiendo que el continuo entremetimiento de los EE.UU. en el extranjero podría traer aparejado represalias catastróficas de parte de los terroristas. Después de que lo hicieron el 11 de septiembre, yo y unos pocos advertimos que la acometida para contrarrestar a los terroristas tenía que hacerse empleando una pisada ligera o el problema podría empeorar. Pero en lugar de utilizar una pisada ligera—la aplicación de la ley, las Fuerzas Especiales, y los aviones no tripulados—que finalmente paralizase a al-Qaeda, los Estados Unidos utilizaron la invasión y ocupación no solo de un país (Afganistán), sino de una segunda nación no relacionada (Irak). Predeciblemente, la guerra de Irak provocó una estampida del terrorismo mundial. Los EE.UU. atacaron entonces a varios otros países musulmanes—Yemen, Somalia y Libia.
Los responsables de diseñar directrices y los políticos estadounidenses tardaron en comprender el simple principio de que la ocupación no musulmana de tierras musulmanas saca de quicio a los militantes islamistas y genera más de ellos para combatir, a pesar de la ocurrencia de muchos ejemplos de este fenómeno en el pasado—en Afganistán ocupado por los soviéticos, en Palestina ocupada por los israelíes, en Chechenia ocupada por los rusos y en Cachemira ocupada por los indios. El auge de al-Qaeda en Irak durante la ocupación estadounidense y el resurgimiento de los talibanes en Afganistán son sólo los más recientes—y muy predecibles—episodios.
Un corolario a este principio también se ha perdido en el estilo wilsoniano de Bush, Obama, Santorum, y Gingrich: los EE.UU. no precisan remodelar a punta de pistola a los países a su imagen y semejanza para combatir el terrorismo. De hecho, hacerlo incuba una mayor inestabilidad y terrorismo. Por ejemplo, la guerra por la edificación de una nación en Afganistán desestabilizó a Pakistán y creó a los talibanes paquistaníes, que desde entonces han tratado de atacar el territorio de los EE.UU..
Sin embargo, aunque Gingrich está empezando a darse cuenta, todavía no entiende que la fuerza bruta rara vez provoca que la gente se democratice, especialmente cuando saben que el ocupante extranjero con el tiempo se marchará. Incluso los expertos en contrainsurgencia, que a menudo exageran la posibilidad de tener éxito en este tipo de esfuerzos de edificación de una nación, enfatizan que competir con la guerrilla por “los corazones y las mentes” de la población es el elemento más importante y necesario para “ganar”. El uso de la fuerza bruta sobre los lugareños es una forma de perder esa competencia rápidamente.
Incluso la balacera de un soldado o incidentes como la quema de los coranes o la profanación de cadáveres de guerrilleros puede resultar catastrófico al volcar a la población local hacia los insurgentes. Muchos estadounidenses, incluidos los principales medios noticiosos, no pueden llegar a comprender, incluso frente a estos incidentes, porqué los afganos no aprecian que las tropas estadounidenses están dando sus vidas para defender a ese país. Eso se debe a que en la guerra de contrainsurgencia, al ocupante extranjero rara vez se le concede el beneficio de la duda; los talibanes pueden ser brutales, pero tienen una enorme ventaja por ser afganos.
La ola más reciente de tiroteos en Afganistán puede tener repercusiones aún mayores, dado que puede aniquilar cualquier acuerdo a largo plazo después del retiro de la mayor parte de los efectivos estadounidenses en 2014. En Irak, el asesinato de inocentes civiles iraquíes por parte de mercenarios de la firma Blackwater trabajando para los EE.UU. y otras atrocidades de las fuerzas estadounidenses durante la guerra obligó al gobierno iraquí, bajo la presión popular, a exigir que las fuerzas militares de los Estados Unidos se sujetasen a las leyes y a la justicia iraquíes. Pero el imperio estadounidense no contempla estas limitaciones para sus fuerzas; por lo que las fuerzas estadounidenses tuvieron que retirarse a regañadientes por completo. Después de la última balacera, el gobierno afgano, en un gesto similar ante la indignación pública nacional, puede hacer una demanda igualmente inaceptable, frustrando por lo tanto cualquier presencia militar estadounidense a largo plazo.
El resquicio de esperanza entre tantos nubarrones por el incidente del tiroteo es que el pueblo estadounidense e incluso los políticos normalmente belicistas puedan compeler a la administración Obama a una retirada más rápida de Afganistán. Así, el final largamente esperado de este atolladero sin sentido por fin puede que esté a la vista. Las vidas tanto de afganos como de estadounidenses serán salvadas. Pero el interrogante persiste: ¿Por qué los gobiernos parecen alcanzar la claridad sólo cuando son sacudidos por el fracaso antes que por prestarle atención a la cautela del sentido común desde un comienzo?
Traducido por Gabriel Gasave
El telón afgano cae más rápido
La reciente “desapacibilidad” en Afganistán—el frenesí de asesinatos de un soldado de los EE.UU., la quema de ejemplares del Corán y la profanación de cadáveres talibanes—ha tornado a la ciénaga allí aún más impopular entre la opinión pública estadounidense, provocando así que incluso superhalcones, como Rick Santorum y Newt Gingrich, cuestionen la misión militar estadounidense en ese país.
Santorum, anteriormente uno de los republicanos de la línea más dura respecto de Afganistán, está ahora defendiendo indirectamente en realidad abandonar Afganistán antes de lo que el “pacifista” presidente Obama desearía. Según Santorum, “tenemos que o bien tomar la decisión de asumir un compromiso pleno, que es lo que este presidente no ha hecho, o tenemos que decidir marcharnos, y probablemente hacerlo pronto”.
Gingrich parece estar orquestando el mismo cambio de timón. “Tenemos que entender que nuestra presencia en medio de países como Afganistán probablemente sea contraproducente. No estamos preparados para ser lo suficientemente despiadados como para obligarlos a cambiar. Y aún somos claramente una presencia extraña”. Y agregó luego que temía que la misión se tratase de una respecto de la cual “fuésemos a descubrir que no es factible”.
Usted sabe que el telón está cayendo rápidamente en Afganistán cuando los patrioteros empiezan a entonar la misma melodía que aquellos de nosotros que hemos estado diciendo estas cosas por más de una década, incluso advirtiendo de ellas con anterioridad a la invasión de ese país.
En diciembre de 1998, escribí un artículo advirtiendo que el continuo entremetimiento de los EE.UU. en el extranjero podría traer aparejado represalias catastróficas de parte de los terroristas. Después de que lo hicieron el 11 de septiembre, yo y unos pocos advertimos que la acometida para contrarrestar a los terroristas tenía que hacerse empleando una pisada ligera o el problema podría empeorar. Pero en lugar de utilizar una pisada ligera—la aplicación de la ley, las Fuerzas Especiales, y los aviones no tripulados—que finalmente paralizase a al-Qaeda, los Estados Unidos utilizaron la invasión y ocupación no solo de un país (Afganistán), sino de una segunda nación no relacionada (Irak). Predeciblemente, la guerra de Irak provocó una estampida del terrorismo mundial. Los EE.UU. atacaron entonces a varios otros países musulmanes—Yemen, Somalia y Libia.
Los responsables de diseñar directrices y los políticos estadounidenses tardaron en comprender el simple principio de que la ocupación no musulmana de tierras musulmanas saca de quicio a los militantes islamistas y genera más de ellos para combatir, a pesar de la ocurrencia de muchos ejemplos de este fenómeno en el pasado—en Afganistán ocupado por los soviéticos, en Palestina ocupada por los israelíes, en Chechenia ocupada por los rusos y en Cachemira ocupada por los indios. El auge de al-Qaeda en Irak durante la ocupación estadounidense y el resurgimiento de los talibanes en Afganistán son sólo los más recientes—y muy predecibles—episodios.
Un corolario a este principio también se ha perdido en el estilo wilsoniano de Bush, Obama, Santorum, y Gingrich: los EE.UU. no precisan remodelar a punta de pistola a los países a su imagen y semejanza para combatir el terrorismo. De hecho, hacerlo incuba una mayor inestabilidad y terrorismo. Por ejemplo, la guerra por la edificación de una nación en Afganistán desestabilizó a Pakistán y creó a los talibanes paquistaníes, que desde entonces han tratado de atacar el territorio de los EE.UU..
Sin embargo, aunque Gingrich está empezando a darse cuenta, todavía no entiende que la fuerza bruta rara vez provoca que la gente se democratice, especialmente cuando saben que el ocupante extranjero con el tiempo se marchará. Incluso los expertos en contrainsurgencia, que a menudo exageran la posibilidad de tener éxito en este tipo de esfuerzos de edificación de una nación, enfatizan que competir con la guerrilla por “los corazones y las mentes” de la población es el elemento más importante y necesario para “ganar”. El uso de la fuerza bruta sobre los lugareños es una forma de perder esa competencia rápidamente.
Incluso la balacera de un soldado o incidentes como la quema de los coranes o la profanación de cadáveres de guerrilleros puede resultar catastrófico al volcar a la población local hacia los insurgentes. Muchos estadounidenses, incluidos los principales medios noticiosos, no pueden llegar a comprender, incluso frente a estos incidentes, porqué los afganos no aprecian que las tropas estadounidenses están dando sus vidas para defender a ese país. Eso se debe a que en la guerra de contrainsurgencia, al ocupante extranjero rara vez se le concede el beneficio de la duda; los talibanes pueden ser brutales, pero tienen una enorme ventaja por ser afganos.
La ola más reciente de tiroteos en Afganistán puede tener repercusiones aún mayores, dado que puede aniquilar cualquier acuerdo a largo plazo después del retiro de la mayor parte de los efectivos estadounidenses en 2014. En Irak, el asesinato de inocentes civiles iraquíes por parte de mercenarios de la firma Blackwater trabajando para los EE.UU. y otras atrocidades de las fuerzas estadounidenses durante la guerra obligó al gobierno iraquí, bajo la presión popular, a exigir que las fuerzas militares de los Estados Unidos se sujetasen a las leyes y a la justicia iraquíes. Pero el imperio estadounidense no contempla estas limitaciones para sus fuerzas; por lo que las fuerzas estadounidenses tuvieron que retirarse a regañadientes por completo. Después de la última balacera, el gobierno afgano, en un gesto similar ante la indignación pública nacional, puede hacer una demanda igualmente inaceptable, frustrando por lo tanto cualquier presencia militar estadounidense a largo plazo.
El resquicio de esperanza entre tantos nubarrones por el incidente del tiroteo es que el pueblo estadounidense e incluso los políticos normalmente belicistas puedan compeler a la administración Obama a una retirada más rápida de Afganistán. Así, el final largamente esperado de este atolladero sin sentido por fin puede que esté a la vista. Las vidas tanto de afganos como de estadounidenses serán salvadas. Pero el interrogante persiste: ¿Por qué los gobiernos parecen alcanzar la claridad sólo cuando son sacudidos por el fracaso antes que por prestarle atención a la cautela del sentido común desde un comienzo?
Traducido por Gabriel Gasave
AfganistánDefensa y política exteriorTerrorismo y seguridad nacional
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