Washington, DC—Como muchas personas, el oro y la plata ocupan un buen lugar entre mis inversiones para protegerme contra la “latinoamericanización” de los Estados Unidos: emisión de dinero, déficits, endeudamiento. Las conjeturas sobre el fin de la era del dólar deberían ser música para los oídos los millones de personas que hemos pedido asilo a los metales preciosos. Pero estamos en una trampa de la que no hay salida inmediata. En ausencia de un nuevo patrón oro, las alternativas al dólar son aún peores.
Recordemos cómo llegamos aquí. Después de la Segunda Guerra Mundial, países como Inglaterra y Francia, en parte por su propia debilidad y en parte por asombro ante la potencia norteamericana, proclamaron la era del dólar. Con sus grandes reservas de oro, se suponía que Estados Unidos mantendría lo que quedaba del patrón oro, remitiendo el metal a los bancos centrales extranjeros que lo pidieran a 35 dólares la onza (este precio de risa da una idea del destino sufrido por el «billete verde”). En la década de 1970, por carecer de la disciplina para mantenerlo funcionando, Richard Nixon abandonó el sistema. No hubo quejas: el mundo confiaba tanto en el dólar, que hasta decidió establecer el precio del petróleo en esa moneda.
Durante un tiempo, todo parecía a pedir de boca. Gracias a una demanda garantizada de sus dólares en el mundo, Estados Unidos podía amortiguar el impacto de sus déficits y políticas inflacionarias —el «quantitative easing» según el eufemismo de origen británico— en su moneda. Pero las realidades económicas siempre le dan a uno el alcance. Ahora, la erosión sufrida por el dólar en años recientes se está acelerando a ritmo de vértigo porque el Estado, tanto con los republicanos como con los demócratas, ha duplicado la oferta de dinero, incurrido en un déficit fiscal de $ 1,4 billones (trillones en inglés) y elevado la deuda a más de $12 billones de dólares. No sorprende que el dólar haya perdido más de un 10,3 por ciento de su valor en los últimos seis meses y que, en el segundo trimestre del año, los bancos centrales extranjeros colocasen sólo 37 por ciento de sus nuevas reservas en dólares.
La guinda del pastel es que, a pesar de la retórica a favor de un dólar fuerte, el gobierno norteamericano está obviamente frotándose las manos ante la perspectiva de que la devaluación de su moneda impulse las exportaciones y licúe su deuda externa. A largo plazo, claro, la delicuescencia del dólar no beneficiará a Estados Unidos en nada.
Todo esto es para decir: los que claman por la sustitución internacional del dólar –desde el gobernador del Banco Central chino hasta el Presidente brasileño Lula da Silva— están en lo cierto. Pero, ¿dónde está la alternativa?
Las economías de la zona del euro se encuentran en estado cataléptico y sus gobiernos parecen deudores “subprime”. Se espera que en 2010 la economía europea crezca a la mitad de la tasa estadounidense. Alemania, que depende de las exportaciones, seguirá golpeada. La deuda pública de Italia supera el tamaño de su PIB. De España, cuyos desequilibrios llevan hoy a mucha gente a preguntarse si a mediano plazo seguirá en Eurolandia, no se puede esperar que sostenga una moneda dominante, en este caso el Euro.
¿Es el yen japonés una mejor opción? Le está yendo mejor, pero con una deuda que, como porcentaje del PIB, supera a la de cualquier otro país desarrollado y una economía que boquea intermitentemente desde hace dos décadas, la moneda japonesa posee un dudoso sex appeal. En cuanto al yuan chino, uno pensaría que, antes de su melancólico pedido en favor de una nueva moneda internacional, el gobernador Zhou Xiaochuan habría tenido la delicadeza de hacer que la moneda de la República Popular China se volviera totalmente convertible y sus controles de capital fuesen eliminados. Como inversionista extranjero individual, yo puedo adquirir acciones en Hong Kong, pero no en Shanghái o Shenzhen.
Sólo las monedas australiana y canadiense inspiran confianza hoy. Pero habrá que ver lo que sucede cuando sus exportadores comiencen a quejarse. Por otro lado, la sugerencia de que los Derechos Especiales de Giro (DEG) del Fondo Monetario Internacional se conviertan en sustitutos del dólar es enternecedora. Los DEG no son ni siquiera una moneda, sino un derecho de reclamo, vía el FMI, sobre los dólares, euros, libras o yenes proporcionados por los países que emiten esas (saturninas) monedas.
John Connally, el Secretario del Tesoro de Nixon, lo expresó de forma impecable cuando le dijo al mundo: «El dólar es nuestra moneda, pero vuestro problema». Sólo que ahora se ha convertido también en el problema de Estados Unidos. Mientras tanto, no tenemos otra alternativa monetaria, así que sigamos comprando oro y plata; eso sí, más plata que oro porque los bancos centrales, esos manipuladores consumados, poseen el 20 por ciento del oro del mundo y por tanto el poder para frenar su ascenso en el corto plazo.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
¿Estamos condenados al dólar?
Washington, DC—Como muchas personas, el oro y la plata ocupan un buen lugar entre mis inversiones para protegerme contra la “latinoamericanización” de los Estados Unidos: emisión de dinero, déficits, endeudamiento. Las conjeturas sobre el fin de la era del dólar deberían ser música para los oídos los millones de personas que hemos pedido asilo a los metales preciosos. Pero estamos en una trampa de la que no hay salida inmediata. En ausencia de un nuevo patrón oro, las alternativas al dólar son aún peores.
Recordemos cómo llegamos aquí. Después de la Segunda Guerra Mundial, países como Inglaterra y Francia, en parte por su propia debilidad y en parte por asombro ante la potencia norteamericana, proclamaron la era del dólar. Con sus grandes reservas de oro, se suponía que Estados Unidos mantendría lo que quedaba del patrón oro, remitiendo el metal a los bancos centrales extranjeros que lo pidieran a 35 dólares la onza (este precio de risa da una idea del destino sufrido por el «billete verde”). En la década de 1970, por carecer de la disciplina para mantenerlo funcionando, Richard Nixon abandonó el sistema. No hubo quejas: el mundo confiaba tanto en el dólar, que hasta decidió establecer el precio del petróleo en esa moneda.
Durante un tiempo, todo parecía a pedir de boca. Gracias a una demanda garantizada de sus dólares en el mundo, Estados Unidos podía amortiguar el impacto de sus déficits y políticas inflacionarias —el «quantitative easing» según el eufemismo de origen británico— en su moneda. Pero las realidades económicas siempre le dan a uno el alcance. Ahora, la erosión sufrida por el dólar en años recientes se está acelerando a ritmo de vértigo porque el Estado, tanto con los republicanos como con los demócratas, ha duplicado la oferta de dinero, incurrido en un déficit fiscal de $ 1,4 billones (trillones en inglés) y elevado la deuda a más de $12 billones de dólares. No sorprende que el dólar haya perdido más de un 10,3 por ciento de su valor en los últimos seis meses y que, en el segundo trimestre del año, los bancos centrales extranjeros colocasen sólo 37 por ciento de sus nuevas reservas en dólares.
La guinda del pastel es que, a pesar de la retórica a favor de un dólar fuerte, el gobierno norteamericano está obviamente frotándose las manos ante la perspectiva de que la devaluación de su moneda impulse las exportaciones y licúe su deuda externa. A largo plazo, claro, la delicuescencia del dólar no beneficiará a Estados Unidos en nada.
Todo esto es para decir: los que claman por la sustitución internacional del dólar –desde el gobernador del Banco Central chino hasta el Presidente brasileño Lula da Silva— están en lo cierto. Pero, ¿dónde está la alternativa?
Las economías de la zona del euro se encuentran en estado cataléptico y sus gobiernos parecen deudores “subprime”. Se espera que en 2010 la economía europea crezca a la mitad de la tasa estadounidense. Alemania, que depende de las exportaciones, seguirá golpeada. La deuda pública de Italia supera el tamaño de su PIB. De España, cuyos desequilibrios llevan hoy a mucha gente a preguntarse si a mediano plazo seguirá en Eurolandia, no se puede esperar que sostenga una moneda dominante, en este caso el Euro.
¿Es el yen japonés una mejor opción? Le está yendo mejor, pero con una deuda que, como porcentaje del PIB, supera a la de cualquier otro país desarrollado y una economía que boquea intermitentemente desde hace dos décadas, la moneda japonesa posee un dudoso sex appeal. En cuanto al yuan chino, uno pensaría que, antes de su melancólico pedido en favor de una nueva moneda internacional, el gobernador Zhou Xiaochuan habría tenido la delicadeza de hacer que la moneda de la República Popular China se volviera totalmente convertible y sus controles de capital fuesen eliminados. Como inversionista extranjero individual, yo puedo adquirir acciones en Hong Kong, pero no en Shanghái o Shenzhen.
Sólo las monedas australiana y canadiense inspiran confianza hoy. Pero habrá que ver lo que sucede cuando sus exportadores comiencen a quejarse. Por otro lado, la sugerencia de que los Derechos Especiales de Giro (DEG) del Fondo Monetario Internacional se conviertan en sustitutos del dólar es enternecedora. Los DEG no son ni siquiera una moneda, sino un derecho de reclamo, vía el FMI, sobre los dólares, euros, libras o yenes proporcionados por los países que emiten esas (saturninas) monedas.
John Connally, el Secretario del Tesoro de Nixon, lo expresó de forma impecable cuando le dijo al mundo: «El dólar es nuestra moneda, pero vuestro problema». Sólo que ahora se ha convertido también en el problema de Estados Unidos. Mientras tanto, no tenemos otra alternativa monetaria, así que sigamos comprando oro y plata; eso sí, más plata que oro porque los bancos centrales, esos manipuladores consumados, poseen el 20 por ciento del oro del mundo y por tanto el poder para frenar su ascenso en el corto plazo.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
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