Washington, DC—Esta semana, el ex dictador peruano Alberto Fujimori fue sentenciado a 25 años de cárcel por la Corte Suprema del Perú por dos masacres cometidas por un escuadrón de la muerte conocido como “Colina”, así como por el secuestro de un periodista y un empresario. El juicio, que según observadores internacionales serios cumplió con altos estándares de debido proceso, sienta un precedente al establecer la responsabilidad de los gobernantes en las guerras clandestinas que llevan a cabo sin dar órdenes escritas.
Entre 1991 y 1992, el grupo Colina, un destacamento del ejército al que le fue encomendado combatir a Sendero Luminoso, una organización terrorista, asesinó al menos a cincuenta personas en nueve acciones separadas. El juicio a Fujimori se concentró en dos de ellas: la matanza de quince personas, en noviembre de 1991, durante una “pollada” en el vecindario pobre de Barrios Altos, y el secuestro y asesinato, en julio de 1992, de nueve estudiantes y un profesor de la universidad conocida como La Cantuta. El acusado alegó que la ausencia de una prueba escrita o audiovisual que mostrara que él impartió las ordenes exigía su absolución.
Pero los fiscales y los abogados de la parte civil presentaron una acusación demoledora, demostrando la responsabilidad de Fujimori en la estrategia, la estructura operativa y el encubrimiento político de las actividades relacionadas con el grupo Colina. La clave es Vladimiro Montesinos, un capitán retirado con un historial de traición a la patria que jamás hubiese contado con el poder colosal que tuvo sin la única persona que podía delegárselo: el propio Fujimori.
Diversos militares testificaron que, poco después de llegar al poder, Fujimori ordenó la ejecución de una nueva estrategia antiterrorista basada en la utilización del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN) y en la designación de Montesinos como su jefe de facto mientras un general actuaba como jefe nominal. Fujimori puso dos fondos secretos, Reserva 1 y Reserva 2, bajo su control y lo autorizó a coordinar las actividades de todos los servicios militares de inteligencia. Diversos testimonios confirmaron la autenticidad de dos manuales del ejército que describían la necesidad de crear equipos de “operaciones especiales” autorizados para matar. Ocho miembros del grupo Colina confesaron que mataban sospechosos; hubo testimonios que confirmaron que Montesinos estuvo directamente involucrado en los crímenes de Barrios Altos y La Cantuta: en un caso dio una orden verbal y en el otro discutió los asesinatos con el comandante general del ejército poco después de que acontecieran.
En 1991, antes de la creación del grupo Colina, Fujimori recomendó por escrito que sus futuros miembros, comisionados por Montesinos en ese momento para infiltrar y robar información a la policía, fuesen promovidos. Ese mismo año, Fujimori ingresó a La Cantuta acompañado por efectivos militares para establecer una base del ejército: un año después, esa base colaboraría con el grupo Colina en el secuestro de los nueve estudiantes y el profesor.
Meses después de la formación del escuadrón de la muerte, el jefe del ejército, nombrado por Fujimori a solicitud de Montesinos, celebró un homenaje al grupo Colina y les dijo a sus miembros que constituían “la parte invisible” de la estrategia antiterrorista. En una entrevista, años después,, el jefe del grupo Colina explicó así la cadena de mando: “Hubo una decisión de parte de quienes gobernaban el país. A partir de allí, todo lo que sucedió debe interpretarse como parte de las decisiones políticas del Presidente”.
Cuando los crímenes se hicieron públicos, Fujimori negó que hubieran ocurrido. Cuando las pruebas salieron a la luz, negó que Montesinos y el comandante general del ejército tuviesen algo que ver con ellos. Bajo presión internacional, el régimen juzgó a algunos miembros del grupo Colina en un tribunal militar secreto. Permanecieron a sus anchas en una dependencia del ejército durante algunos meses hasta que se les concedió una amnistía.
Para colmo, la derrota de Sendero Luminoso no tuvo nada que ver con el grupo Colina, cuyas víctimas no eran terroristas de Sendero Luminoso, sino con las actividades de un grupo de inteligencia policial, el GEIN, que capturó al líder de los maoístas en 1992.
Qué notable –y qué raro- que, a pesar de las acciones violentas llevadas a cabo por la organización política de Fujimori desde que su líder fue extraditado para ser juzgado por violaciones a los derechos humanos y corrupción, y de la campaña de intimidación contra los fiscales, las familias de las víctimas y los jueces, el tribunal presidido por César San Martín se haya atrevido a imponerle la larga condena.
El fallo establecerá un precedente para futuros juicios en los que dirigentes políticos responsables de la destrucción de las instituciones y el Estado de Derecho en sus países procuren evadir su responsabilidad escondiéndose detrás de la ausencia de pruebas materiales de su participación en guerras clandestinas. En gran medida, la historia de América Latina ha sido una sucesión de caudillos que hicieron justamente eso. La sentencia de Fujimori envía el mensaje de que esa tradición no tiene que ser honrada para siempre.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
Crímenes de Estado
Washington, DC—Esta semana, el ex dictador peruano Alberto Fujimori fue sentenciado a 25 años de cárcel por la Corte Suprema del Perú por dos masacres cometidas por un escuadrón de la muerte conocido como “Colina”, así como por el secuestro de un periodista y un empresario. El juicio, que según observadores internacionales serios cumplió con altos estándares de debido proceso, sienta un precedente al establecer la responsabilidad de los gobernantes en las guerras clandestinas que llevan a cabo sin dar órdenes escritas.
Entre 1991 y 1992, el grupo Colina, un destacamento del ejército al que le fue encomendado combatir a Sendero Luminoso, una organización terrorista, asesinó al menos a cincuenta personas en nueve acciones separadas. El juicio a Fujimori se concentró en dos de ellas: la matanza de quince personas, en noviembre de 1991, durante una “pollada” en el vecindario pobre de Barrios Altos, y el secuestro y asesinato, en julio de 1992, de nueve estudiantes y un profesor de la universidad conocida como La Cantuta. El acusado alegó que la ausencia de una prueba escrita o audiovisual que mostrara que él impartió las ordenes exigía su absolución.
Pero los fiscales y los abogados de la parte civil presentaron una acusación demoledora, demostrando la responsabilidad de Fujimori en la estrategia, la estructura operativa y el encubrimiento político de las actividades relacionadas con el grupo Colina. La clave es Vladimiro Montesinos, un capitán retirado con un historial de traición a la patria que jamás hubiese contado con el poder colosal que tuvo sin la única persona que podía delegárselo: el propio Fujimori.
Diversos militares testificaron que, poco después de llegar al poder, Fujimori ordenó la ejecución de una nueva estrategia antiterrorista basada en la utilización del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN) y en la designación de Montesinos como su jefe de facto mientras un general actuaba como jefe nominal. Fujimori puso dos fondos secretos, Reserva 1 y Reserva 2, bajo su control y lo autorizó a coordinar las actividades de todos los servicios militares de inteligencia. Diversos testimonios confirmaron la autenticidad de dos manuales del ejército que describían la necesidad de crear equipos de “operaciones especiales” autorizados para matar. Ocho miembros del grupo Colina confesaron que mataban sospechosos; hubo testimonios que confirmaron que Montesinos estuvo directamente involucrado en los crímenes de Barrios Altos y La Cantuta: en un caso dio una orden verbal y en el otro discutió los asesinatos con el comandante general del ejército poco después de que acontecieran.
En 1991, antes de la creación del grupo Colina, Fujimori recomendó por escrito que sus futuros miembros, comisionados por Montesinos en ese momento para infiltrar y robar información a la policía, fuesen promovidos. Ese mismo año, Fujimori ingresó a La Cantuta acompañado por efectivos militares para establecer una base del ejército: un año después, esa base colaboraría con el grupo Colina en el secuestro de los nueve estudiantes y el profesor.
Meses después de la formación del escuadrón de la muerte, el jefe del ejército, nombrado por Fujimori a solicitud de Montesinos, celebró un homenaje al grupo Colina y les dijo a sus miembros que constituían “la parte invisible” de la estrategia antiterrorista. En una entrevista, años después,, el jefe del grupo Colina explicó así la cadena de mando: “Hubo una decisión de parte de quienes gobernaban el país. A partir de allí, todo lo que sucedió debe interpretarse como parte de las decisiones políticas del Presidente”.
Cuando los crímenes se hicieron públicos, Fujimori negó que hubieran ocurrido. Cuando las pruebas salieron a la luz, negó que Montesinos y el comandante general del ejército tuviesen algo que ver con ellos. Bajo presión internacional, el régimen juzgó a algunos miembros del grupo Colina en un tribunal militar secreto. Permanecieron a sus anchas en una dependencia del ejército durante algunos meses hasta que se les concedió una amnistía.
Para colmo, la derrota de Sendero Luminoso no tuvo nada que ver con el grupo Colina, cuyas víctimas no eran terroristas de Sendero Luminoso, sino con las actividades de un grupo de inteligencia policial, el GEIN, que capturó al líder de los maoístas en 1992.
Qué notable –y qué raro- que, a pesar de las acciones violentas llevadas a cabo por la organización política de Fujimori desde que su líder fue extraditado para ser juzgado por violaciones a los derechos humanos y corrupción, y de la campaña de intimidación contra los fiscales, las familias de las víctimas y los jueces, el tribunal presidido por César San Martín se haya atrevido a imponerle la larga condena.
El fallo establecerá un precedente para futuros juicios en los que dirigentes políticos responsables de la destrucción de las instituciones y el Estado de Derecho en sus países procuren evadir su responsabilidad escondiéndose detrás de la ausencia de pruebas materiales de su participación en guerras clandestinas. En gran medida, la historia de América Latina ha sido una sucesión de caudillos que hicieron justamente eso. La sentencia de Fujimori envía el mensaje de que esa tradición no tiene que ser honrada para siempre.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
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