Washington, DC—Podría decirse que los latinoamericanos alcanzarán la mayoría de edad, políticamente hablando, el día que Pemex, el mastodonte petrolero mexicano, deje de ser un monopolio estatal. Mientras eso no ocurra, la mente de muchos ciudadanos seguirá poblada por una superchería: que los recursos naturales en manos del Estado son los custodios de la identidad nacional. Por ello, el empeño del Presidente Felipe Calderón por abrir el sector petrolero a la inversión privada en México tiene una significación cultural.
El proyecto de ley que permitiría a los inversores extranjeros celebrar contratos con Pemex para explorar, distribuir y refinar petróleo es tímido. Pero en vista del tabú que rodea a PEMEX y la situación minoritaria del partido del gobierno en el Congreso, la iniciativa de Calderón es notable.
Como era previsible, los intereses que medran con el monopolio estatal —proveedores que le cobran a PEMEX precios superiores a los del mercado, empleados cuyos salarios no paran de aumentar mientras que la producción no para de caer, políticos que rutinariamente ubican a sus amigotes en la nómina— defienden sus privilegios con uñas y dientes. La frase “si coloco a mi hija lo llaman nepotismo, si coloco a mi sobrina lo llaman solidaridad”, acuñada por un ex Presidente panameño para explicar el clientelismo latinoamericano, les calza como un guante.
Los argumentos económicos para permitir el capital privado en la industria petrolera son obvios. México, tercer proveedor extranjero de los Estados Unidos, ha visto caer su producción un 20 por ciento en tres años; salvo una intervención petrolera de último minuto de la Virgen de Guadalupe, las exportaciones se detendrán dentro de siete años. La mayor empresa latinoamericana está tan descapitalizada que ha cesado sus exploraciones en aguas profundas, única fuente potencial de nuevo crudo. El gobierno que tanto aman los estatistas mexicanos depende de Pemex para casi el 40 por ciento de sus ingresos, o sea que cuando los populistas regresen al poder ¡no habrá fondos para sus extravagancias populistas!
Pero el argumento no es económico. Es esencialmente cultural: urge que los mexicanos se alejen de la idea de que la nacionalización petrolera, que tuvo lugar en 1938 bajo la Presidencia de Lázaro Cárdenas, fue un acto de independencia. El tiempo ha demostrado que se trató de un acto de capitulación civil ante el poder autoritario. Si México hubiese seguido un camino distinto, sus ciudadanos probablemente no tendrían que arriesgar sus vidas ni negociar su dignidad con mafias de “coyotes” para ingresar furtivamente a los Estados Unidos, país del cual se suponía que la nacionalización de 1938 los había independizado.
Tras su elección, le pregunté al Presidente Felipe Calderón acerca de la privatización de PEMEX. Aunque dijo que respetaría el mandato constitucional de mantener a PEMEX en manos del Estado, dejó entrever que haría lo posible para abrir el sector a la inversión privada. él primer año de su Presidencia estuvo tan consumido cuestiones de orden público que parecía haber abandonado la idea.
Tal vez debería haberlo hecho antes. Y una vez tomada la decisión de soltar al tigre de su jaula, debería haber atendido lo que muchos de sus seguidores pedían: distribuir la mayoría de las acciones de PEMEX entre el público en general.
Incluso aquellos mexicanos que hoy braman contra el proyecto de ley se habrían comportado responsablemente una vez que se hubiesen percatado de que tenían, como accionistas, la oportunidad de prosperar. Convertir a los ciudadanos en socios durante la transición al nuevo sistema hubiese hecho costosa la causa populista. En la actualidad, debido a que los mexicanos equiparan a la empresa privada con los monopolios privados, la corrupción y los precios elevados propios del mercantilismo, no esperan beneficio alguno del fin del monopolio estatal.
Hubo una época en la que la propiedad colectiva de la tierra era vista como expresión de la identidad mexicana—y México se deshizo de esa ley. Hubo una época en la que el PRI, hijo de la Revolución Mexicana, era indisociable de la identidad nacional—y los mexicanos se deshicieron de él en las urnas. Un día se desharán también del petróleo estatal como expresión de la identidad nacional.
La decisión de Calderón lo convierte en un líder clave de la corriente modernizadora en la región. Mientras el gobierno mexicano promovía la apertura de la industria petrolera, un émulo de Hugo Chávez, el boliviano Evo Morales, estatizaba dos petroleras en su país. Lo que está en juego en México es nada menos que la lucha entre dos modelos de sociedad que se disputan la imaginación del continente.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
México: la hora de la verdad
Washington, DC—Podría decirse que los latinoamericanos alcanzarán la mayoría de edad, políticamente hablando, el día que Pemex, el mastodonte petrolero mexicano, deje de ser un monopolio estatal. Mientras eso no ocurra, la mente de muchos ciudadanos seguirá poblada por una superchería: que los recursos naturales en manos del Estado son los custodios de la identidad nacional. Por ello, el empeño del Presidente Felipe Calderón por abrir el sector petrolero a la inversión privada en México tiene una significación cultural.
El proyecto de ley que permitiría a los inversores extranjeros celebrar contratos con Pemex para explorar, distribuir y refinar petróleo es tímido. Pero en vista del tabú que rodea a PEMEX y la situación minoritaria del partido del gobierno en el Congreso, la iniciativa de Calderón es notable.
Como era previsible, los intereses que medran con el monopolio estatal —proveedores que le cobran a PEMEX precios superiores a los del mercado, empleados cuyos salarios no paran de aumentar mientras que la producción no para de caer, políticos que rutinariamente ubican a sus amigotes en la nómina— defienden sus privilegios con uñas y dientes. La frase “si coloco a mi hija lo llaman nepotismo, si coloco a mi sobrina lo llaman solidaridad”, acuñada por un ex Presidente panameño para explicar el clientelismo latinoamericano, les calza como un guante.
Los argumentos económicos para permitir el capital privado en la industria petrolera son obvios. México, tercer proveedor extranjero de los Estados Unidos, ha visto caer su producción un 20 por ciento en tres años; salvo una intervención petrolera de último minuto de la Virgen de Guadalupe, las exportaciones se detendrán dentro de siete años. La mayor empresa latinoamericana está tan descapitalizada que ha cesado sus exploraciones en aguas profundas, única fuente potencial de nuevo crudo. El gobierno que tanto aman los estatistas mexicanos depende de Pemex para casi el 40 por ciento de sus ingresos, o sea que cuando los populistas regresen al poder ¡no habrá fondos para sus extravagancias populistas!
Pero el argumento no es económico. Es esencialmente cultural: urge que los mexicanos se alejen de la idea de que la nacionalización petrolera, que tuvo lugar en 1938 bajo la Presidencia de Lázaro Cárdenas, fue un acto de independencia. El tiempo ha demostrado que se trató de un acto de capitulación civil ante el poder autoritario. Si México hubiese seguido un camino distinto, sus ciudadanos probablemente no tendrían que arriesgar sus vidas ni negociar su dignidad con mafias de “coyotes” para ingresar furtivamente a los Estados Unidos, país del cual se suponía que la nacionalización de 1938 los había independizado.
Tras su elección, le pregunté al Presidente Felipe Calderón acerca de la privatización de PEMEX. Aunque dijo que respetaría el mandato constitucional de mantener a PEMEX en manos del Estado, dejó entrever que haría lo posible para abrir el sector a la inversión privada. él primer año de su Presidencia estuvo tan consumido cuestiones de orden público que parecía haber abandonado la idea.
Tal vez debería haberlo hecho antes. Y una vez tomada la decisión de soltar al tigre de su jaula, debería haber atendido lo que muchos de sus seguidores pedían: distribuir la mayoría de las acciones de PEMEX entre el público en general.
Incluso aquellos mexicanos que hoy braman contra el proyecto de ley se habrían comportado responsablemente una vez que se hubiesen percatado de que tenían, como accionistas, la oportunidad de prosperar. Convertir a los ciudadanos en socios durante la transición al nuevo sistema hubiese hecho costosa la causa populista. En la actualidad, debido a que los mexicanos equiparan a la empresa privada con los monopolios privados, la corrupción y los precios elevados propios del mercantilismo, no esperan beneficio alguno del fin del monopolio estatal.
Hubo una época en la que la propiedad colectiva de la tierra era vista como expresión de la identidad mexicana—y México se deshizo de esa ley. Hubo una época en la que el PRI, hijo de la Revolución Mexicana, era indisociable de la identidad nacional—y los mexicanos se deshicieron de él en las urnas. Un día se desharán también del petróleo estatal como expresión de la identidad nacional.
La decisión de Calderón lo convierte en un líder clave de la corriente modernizadora en la región. Mientras el gobierno mexicano promovía la apertura de la industria petrolera, un émulo de Hugo Chávez, el boliviano Evo Morales, estatizaba dos petroleras en su país. Lo que está en juego en México es nada menos que la lucha entre dos modelos de sociedad que se disputan la imaginación del continente.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
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