El hombre que piloteaba el avión que arrojó la bomba atómica sobre Hiroshima falleció la semana pasada a la edad de 92 años. Paul Warfield Tibbets, Jr. no murió por las heridas de guerra ni violentamente en manos de otra gente, años antes de que llegara su hora. Murió en un hospicio, en una cama debido a problemas cardíacos y un derrame cerebral.
En un sombrío contraste, los más de 100.000 civiles que fueron asesinados en Hiroshima hace 62 años fueron carbonizados, derretidos, vaporizados, en un apocalíptico acto de guerra. Muchos tuvieron muertes dolorosas durante un periodo de días o semanas. Otros vieron a miembros de su familia ser consumidos por las llamas. En su gran mayoría eran mucho más jóvenes que lo que era Tibbets cuando finalmente murió. Miles eran niños.
¿Es ahora el momento equivocado para discutir esto? Tibbets la denominó un “maldito gran insulto” cuando una exhibición en el Museo Smithsoniano en conmemoración del quincuagésimo aniversario de Hiroshima intentó capturar algo del sufrimiento. Sí él no consideraba que ese era el momento oportuno para dicha reflexión, entonces quizás ahora sea de los mejores.
A pesar de que se ofendió al ver que las víctimas eran recordadas, había dicho que él mismo no pretendía agraviar cuando en 1976 reconstruyó el bombardeo en Texas, con la nube con forma de hongo incluida. Sostuvo que durmió bien cada noche. Consistentemente afirmaba que lo volvería a hacer una y otra vez.
La gente disiente respecto de sí el ataque con armas nucleares fue un crimen de guerra. El Informe Sobre Bombardeos Estratégicos de 1946 determinó que había sido innecesario para ganar la guerra. Sabemos que Japón, desmoralizado por tener docenas de ciudades eliminadas con bombas de fuego, estaba haciendo tanteos a favor de la paz. “Los japoneses estaban prestos a rendirse”, dijo Dwight Eisenhower, quien como general durante esa guerra consideraba que la bomba atómica era “completamente innecesaria”. El Almirante William D. Leahy, el General Douglas MacArthur y muchos otros altos oficiales en ese entonces concordaban con él.
Japón deseaba tan solo conservar a su emperador. Comprensiblemente, la nación le temía a las consecuencias de la rendición incondicional que exigían Truman y los aliados. Tenían razón de temer brutalidades que excediesen el propio tratamiento severo que recibió Alemania bajo el Tratado de Versalles después de la Primera Guerra Mundial, el cual había seguido a una mera rendición condicional.
Algunos han tratado de reescribir la historia y han afirmado que para ganar la guerra sin emplear armas nucleares, los Estados Unidos tendrían que haber invadido y padecido pérdidas intolerables, que la bomba atómica “salvó un millón de vidas”. Pero no hay razón alguna para dudar de que la causa de Japón estuviera perdida para mediados de 1945—incluso sin una invasión. Prácticamente toda ciudad importante fue destruida. La gente se encontraba sitiada y muriendo de hambre. Entonces, quizás como una exhibición de fuerza ante Stalin, el gobierno estadounidense atacó con armas nucleares a las dos ciudades japonesas que quedaban, introduciendo al mundo la guerra nuclear, y finalmente, permitiendo a los japoneses mantener de todos modos a su emperador.
Robert McNamara, que trabajó con Curtis LeMay en la planificación de las bombardeos de fuego de Japón antes de Hiroshima, admitió en años recientes que él y LeMay estaban actuando como “criminales de guerra”. ¿Se aplica este término a Tibbets?
Sabemos que Tibbets no eludió la responsabilidad personal. Orgullosamente se atribuyó el mérito por la planificación del ataque nuclear.
Esto plantea dos preguntas incómodas: Sí su gobierno le ordena masacrar a decenas de miles de hombres, mujeres y niños indefensos, ¿a quién y a qué le debe usted su lealtad? Sí está deseoso de atribuirse el mérito por sus supuestos actos de heroísmo en épocas de guerra, ¿debería usted también estar preparado para aceptar la culpa sí resulta que cometió una atrocidad?
Algunos podrían decir que resulta inapropiado preguntar ahora sí Tibbets fue o no un criminal de guerra. En verdad, no hay ninguna necesidad de condenar a este hombre tras su muerte. Aún si fue culpable de un crimen de guerra, se encuentra ahora fuera de los alcances de la justicia humana.
Pero sigue siendo crucial para nosotros considerar las implicancias de lo que él hizo. Es importante para nuestro sentido de responsabilidad individual en un mundo en el cual, especialmente en épocas de guerra, la gente piensa principalmente en términos de lo colectivo. Es esta falacia en el razonamiento moral la que lleva a gente de otro modo decente a cometer barbaridades inenarrables contra sus semejantes.
No debemos perder el rastro del rol del individuo, incluso en el caos de la guerra. Lo que sea que pensemos de Tibbets, es la negativa a ver a la gente como individuos, la estigmatización de todo el mundo como una parte meramente fungible de un grupo más grande, lo que produjo los bombardeos atómicos y muchos otros horrores de la Segunda Guerra Mundial.
Traducido por Gabriel Gasave
El hombre que bombardeó Hiroshima
Times of India
El hombre que piloteaba el avión que arrojó la bomba atómica sobre Hiroshima falleció la semana pasada a la edad de 92 años. Paul Warfield Tibbets, Jr. no murió por las heridas de guerra ni violentamente en manos de otra gente, años antes de que llegara su hora. Murió en un hospicio, en una cama debido a problemas cardíacos y un derrame cerebral.
En un sombrío contraste, los más de 100.000 civiles que fueron asesinados en Hiroshima hace 62 años fueron carbonizados, derretidos, vaporizados, en un apocalíptico acto de guerra. Muchos tuvieron muertes dolorosas durante un periodo de días o semanas. Otros vieron a miembros de su familia ser consumidos por las llamas. En su gran mayoría eran mucho más jóvenes que lo que era Tibbets cuando finalmente murió. Miles eran niños.
¿Es ahora el momento equivocado para discutir esto? Tibbets la denominó un “maldito gran insulto” cuando una exhibición en el Museo Smithsoniano en conmemoración del quincuagésimo aniversario de Hiroshima intentó capturar algo del sufrimiento. Sí él no consideraba que ese era el momento oportuno para dicha reflexión, entonces quizás ahora sea de los mejores.
A pesar de que se ofendió al ver que las víctimas eran recordadas, había dicho que él mismo no pretendía agraviar cuando en 1976 reconstruyó el bombardeo en Texas, con la nube con forma de hongo incluida. Sostuvo que durmió bien cada noche. Consistentemente afirmaba que lo volvería a hacer una y otra vez.
La gente disiente respecto de sí el ataque con armas nucleares fue un crimen de guerra. El Informe Sobre Bombardeos Estratégicos de 1946 determinó que había sido innecesario para ganar la guerra. Sabemos que Japón, desmoralizado por tener docenas de ciudades eliminadas con bombas de fuego, estaba haciendo tanteos a favor de la paz. “Los japoneses estaban prestos a rendirse”, dijo Dwight Eisenhower, quien como general durante esa guerra consideraba que la bomba atómica era “completamente innecesaria”. El Almirante William D. Leahy, el General Douglas MacArthur y muchos otros altos oficiales en ese entonces concordaban con él.
Japón deseaba tan solo conservar a su emperador. Comprensiblemente, la nación le temía a las consecuencias de la rendición incondicional que exigían Truman y los aliados. Tenían razón de temer brutalidades que excediesen el propio tratamiento severo que recibió Alemania bajo el Tratado de Versalles después de la Primera Guerra Mundial, el cual había seguido a una mera rendición condicional.
Algunos han tratado de reescribir la historia y han afirmado que para ganar la guerra sin emplear armas nucleares, los Estados Unidos tendrían que haber invadido y padecido pérdidas intolerables, que la bomba atómica “salvó un millón de vidas”. Pero no hay razón alguna para dudar de que la causa de Japón estuviera perdida para mediados de 1945—incluso sin una invasión. Prácticamente toda ciudad importante fue destruida. La gente se encontraba sitiada y muriendo de hambre. Entonces, quizás como una exhibición de fuerza ante Stalin, el gobierno estadounidense atacó con armas nucleares a las dos ciudades japonesas que quedaban, introduciendo al mundo la guerra nuclear, y finalmente, permitiendo a los japoneses mantener de todos modos a su emperador.
Robert McNamara, que trabajó con Curtis LeMay en la planificación de las bombardeos de fuego de Japón antes de Hiroshima, admitió en años recientes que él y LeMay estaban actuando como “criminales de guerra”. ¿Se aplica este término a Tibbets?
Sabemos que Tibbets no eludió la responsabilidad personal. Orgullosamente se atribuyó el mérito por la planificación del ataque nuclear.
Esto plantea dos preguntas incómodas: Sí su gobierno le ordena masacrar a decenas de miles de hombres, mujeres y niños indefensos, ¿a quién y a qué le debe usted su lealtad? Sí está deseoso de atribuirse el mérito por sus supuestos actos de heroísmo en épocas de guerra, ¿debería usted también estar preparado para aceptar la culpa sí resulta que cometió una atrocidad?
Algunos podrían decir que resulta inapropiado preguntar ahora sí Tibbets fue o no un criminal de guerra. En verdad, no hay ninguna necesidad de condenar a este hombre tras su muerte. Aún si fue culpable de un crimen de guerra, se encuentra ahora fuera de los alcances de la justicia humana.
Pero sigue siendo crucial para nosotros considerar las implicancias de lo que él hizo. Es importante para nuestro sentido de responsabilidad individual en un mundo en el cual, especialmente en épocas de guerra, la gente piensa principalmente en términos de lo colectivo. Es esta falacia en el razonamiento moral la que lleva a gente de otro modo decente a cometer barbaridades inenarrables contra sus semejantes.
No debemos perder el rastro del rol del individuo, incluso en el caos de la guerra. Lo que sea que pensemos de Tibbets, es la negativa a ver a la gente como individuos, la estigmatización de todo el mundo como una parte meramente fungible de un grupo más grande, lo que produjo los bombardeos atómicos y muchos otros horrores de la Segunda Guerra Mundial.
Traducido por Gabriel Gasave
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