El 11 de septiembre de 2001, se ha vuelto una fecha excepcionalmente memorable, y algo más, para los estadounidenses. No simplemente es la fecha en la que tuvieron lugar los infames ataques terroristas y colapsaron las enormes torres del World Trade Center con la horripilante pérdida de vidas inocentes, sino que el 11/09 se ha tornado un fascinante símbolo ideológico como solamente se han convertido otras pocas fechas en nuestra historia, tal como el 4 de julio de 1776 y el 7 de diciembre de 1941. Una representación visual de los rascacielos en llamas trae instantáneamente a la mente una plétora de asociaciones con el 11/09 y da lugar a un conjunto de emociones fuertes.
Cualquier símbolo de una potencia evocativa así invita a la explotación, y cada aniversario de ese terrible día nos trae una abundancia de esfuerzos por colocar su poder simbólico al servicio de distintos explotadores. Los medios noticiosos, por supuesto, utilizan la remembranza del 11/09 para atraer consumidores a sus transmisiones y materiales impresos, y de ese modo obtener ingresos por publicidad. En los Estados Unidos, todo lo memorable se convierte de alguna manera en un artículo comercial, y el 11/09 no es ninguna excepción. Sin duda, muchos de estos productos comerciales son sensibleros o en cierto sentido de mal gusto, pero en este país nadie se horroriza cuando los vendedores comercializan productos desabridos de manera exitosa, y cualquiera al que no le agraden los bienes puede simplemente negarse a consumirlos. Ciertamente, uno sospecha que para esta época, la demanda por extravagancias de los medios sobre el 11/09 puede estar siendo bastante escasa aún entre aquellos de empalagosas sensibilidades.
Mucho más preocupante y mucho más peligrosa, sin embargo, es la explotación estatal del 11/09. Durante los pasados seis años, el 11/09 ha servido a menudo como un instrumento para todo propósito en el conjunto de la propaganda estatal. Para la administración Bush, ha proporcionado la respuesta para cada cuestión crítica acerca de la política exterior y de defensa, entre otras cosas. Si cuestionamos el sentido común, la legalidad o la moralidad de las invasiones y ocupaciones estadounidenses de Afganistán e Irak, los voceros y simpatizantes del gobierno nos arrojarán el 11/09 en la cara. Si criticamos el enorme incremento en el gasto para fines militares y para la “seguridad interior”, en gran medida obvios negociados políticos que en nada contribuyen a la seguridad del público, la respuesta a nuestra crítica es que el pueblo no se atreve a arriesgarse a otro 11/09. Si expresamos dudas acerca de la salvajemente ambiciosa y moralmente presuntuosa política exterior de hegemonía global de los Estados Unidos, la cual, en su hinchada forma actual, siguió inmediatamente después de la adopción de George W. Bush de una política exterior humilde carente de toda edificación de naciones durante la campaña presidencial de 2000 (“No deseo ser el policía del mundo”), se nos dice que el 11/09 cambió todo. Si objetamos el multifacético asalto gubernamental contra nuestras libertades civiles, el presidente declara con estridencia que todo lo que se ha hecho resulta necesario para evitar otro 11/09. Si agitamos nuestra copia de la Constitución y expresamos dudas acerca del reclamo del presidente de poder absoluto como un “ejecutivo unitario”, los abogados del gobierno sostienen que desde el 11/09 la nación ha estado “en guerra”, y de ese modo el poder constitucional del presidente como comandante en jefe supera a todo lo demás.
A pesar de que el 11/09 ha servido como un “ábrete sésamo” para las arrebatos gubernamentales de poder, ingresos y libertades durante los últimos seis años, su potencia está menguando con el paso del tiempo, y eventualmente ya no sirve más como un “especial del día” en el menú gubernamental de platos irresistibles. No muchos estadounidenses sienten hoy día una furia emocional ante la mención del 7 de diciembre, e incluso los medios noticiosos han más o menos abandonado su ritual remembranza del aniversario del infame “ataque sorpresivo” que provocó que una vasta mayoría del populacho pasase instantáneamente de oponerse a favorecer la guerra en 1941. En la actualidad, por supuesto, esta atenuación de la potencia simbólica de la fecha difícilmente importe, en virtud de que el 7 de diciembre sirvió a sus propósitos previstos extremadamente bien hace más de sesenta años, y las consecuencias, para bien o para mal, se han incorporado de manera irremediable al curso de la historia mundial.
La rememoración del 7 de diciembre, sin embargo, nos recuerda que eventualmente podemos tomar conciencia para descubrir que el 11/09, al igual que Pearl Harbor, no fue exactamente tal como el gobierno lo representó. Desde el mismo comienzo, la administración Roosevelt describió a los ataques japoneses contra las bases militares de los EE.UU. en Hawái y otras partes en la región del Pacífico como “ataques furtivos” lanzados por un enemigo astuto y deshonesto sin provocación—“esta forma de traición . . . un ataque no provocado y cobarde”—atrapó a los somnolientos comandantes completamente desprevenidos en Honolulu y las Filipinas. Cualquiera que haya leído la literatura seria sobre la Segunda Guerra Mundial, no obstante, comprende que esta línea oficial es una farsa total. Desde el inmediato revisionismo de la posguerra de Charles Beard, Harry Elmer Barnes y muchos otros hasta los recientes libros escritos por Robert Stinnett y George Victor, los hechos han sido lo suficientemente revelados para cualquiera que se preocupe por transcender el mito. Los académicos imparciales destacan, por ejemplo, que el gobierno de los Estados Unidos sistemáticamente acicateó al imperio japonés con una serie de medidas de guerra económica crecientemente rigurosas, colocando eventualmente a los japoneses en una restricción de recursos naturales de la cual sus únicos medios de escape, además de la guerra, eran la aceptación de un ultimátum estadounidense que impactó en el corazón mismo de sus compromisos en materia de política exterior y su sentido del honor.
Además, en virtud de que los criptógrafos estadounidenses, británicos y holandeses, que compartían la información entre sí, habían roto los códigos diplomáticos y navales japoneses, los funcionarios en Washington tenían una amplia advertencia de que los japoneses se estaban encaminando hacia un ataque en el Pacífico que incluía a Pearl Harbor. El general Walter Short y el almirante Husband Kimmel, los comandantes en Hawaii, fueron engañados conscientemente y convertidos en chivos expiatorios de un devastador ataque que el gobierno de los Estados Unidos provocó de manera deliberada y sabía que se estaba aproximando—un precio aceptable, consideraban Roosevelt y sus principales consejeros, para ganar la aprobación del público respecto de un ingreso de los EE.UU. en la guerra en Europa, para asistir a los británicos—y el subsecuentemente gobierno condujo una maniobra de encubrimiento de largo alcance de lo que sus líderes sabían y de lo que habían hecho con anterioridad al ataque.
Cualquiera con un sentido crítico comprende que al igual que el ataque contra Pearl Harbor en sus consecuencias inmediatas, los ataques del 11/09 han dejado así muchos interrogantes sin responder. Nadie debería sorprenderse sí dentro de veinte o treinta años, apareciese información que controvierta completamente a la actual historia del gobierno de lo que sabía y lo que desconocía, y de lo que hizo y no hizo, antes de los ataques. Ciertamente cualquiera con un serio interés no partidista en el asunto ya sabe que los atacantes no llevaron a cabo su plan asesino simplemente debido a que “odian nuestras libertades” . Más de cincuenta años de significativas intervenciones del gobierno estadounidense en los asuntos políticos y económicos del Oriente Medio hicieron mucho para sembrar las semillas del 11/09, incluso sí esas intervenciones no predeterminaron a los ataques de 2001 en cada detalle. Como concluye acertadamente Stephen Kinzer en su libro de reciente publicación Overthrow, “Los fatales juicios erróneos de cinco presidentes han sentado las bases no simplemente para los ataques del 11 de septiembre sino para el surgimiento de una red de terror mundial de la cual derivan”.
No obstante, nadie precisa aguardar veinte o treinta años para comprender cómo el gobierno ha explotado en toda ocasión al 11/09 a fin de proporcionar una poderosa justificación para sus irresponsables (y a veces criminales) acciones políticas, legales, militares y fiscales. Para la administración Bush, ninguna equivocación es cometida, porque no importa lo que el gobierno elija hacer y no importa cuán desastrosa resulte esa acción en la práctica, se supone que siempre descansa en la misma justificación supuestamente irreprochable—el 11 de septiembre.
Traducido por Gabriel Gasave
Otro 11 de septiembrede una larga serie
El 11 de septiembre de 2001, se ha vuelto una fecha excepcionalmente memorable, y algo más, para los estadounidenses. No simplemente es la fecha en la que tuvieron lugar los infames ataques terroristas y colapsaron las enormes torres del World Trade Center con la horripilante pérdida de vidas inocentes, sino que el 11/09 se ha tornado un fascinante símbolo ideológico como solamente se han convertido otras pocas fechas en nuestra historia, tal como el 4 de julio de 1776 y el 7 de diciembre de 1941. Una representación visual de los rascacielos en llamas trae instantáneamente a la mente una plétora de asociaciones con el 11/09 y da lugar a un conjunto de emociones fuertes.
Cualquier símbolo de una potencia evocativa así invita a la explotación, y cada aniversario de ese terrible día nos trae una abundancia de esfuerzos por colocar su poder simbólico al servicio de distintos explotadores. Los medios noticiosos, por supuesto, utilizan la remembranza del 11/09 para atraer consumidores a sus transmisiones y materiales impresos, y de ese modo obtener ingresos por publicidad. En los Estados Unidos, todo lo memorable se convierte de alguna manera en un artículo comercial, y el 11/09 no es ninguna excepción. Sin duda, muchos de estos productos comerciales son sensibleros o en cierto sentido de mal gusto, pero en este país nadie se horroriza cuando los vendedores comercializan productos desabridos de manera exitosa, y cualquiera al que no le agraden los bienes puede simplemente negarse a consumirlos. Ciertamente, uno sospecha que para esta época, la demanda por extravagancias de los medios sobre el 11/09 puede estar siendo bastante escasa aún entre aquellos de empalagosas sensibilidades.
Mucho más preocupante y mucho más peligrosa, sin embargo, es la explotación estatal del 11/09. Durante los pasados seis años, el 11/09 ha servido a menudo como un instrumento para todo propósito en el conjunto de la propaganda estatal. Para la administración Bush, ha proporcionado la respuesta para cada cuestión crítica acerca de la política exterior y de defensa, entre otras cosas. Si cuestionamos el sentido común, la legalidad o la moralidad de las invasiones y ocupaciones estadounidenses de Afganistán e Irak, los voceros y simpatizantes del gobierno nos arrojarán el 11/09 en la cara. Si criticamos el enorme incremento en el gasto para fines militares y para la “seguridad interior”, en gran medida obvios negociados políticos que en nada contribuyen a la seguridad del público, la respuesta a nuestra crítica es que el pueblo no se atreve a arriesgarse a otro 11/09. Si expresamos dudas acerca de la salvajemente ambiciosa y moralmente presuntuosa política exterior de hegemonía global de los Estados Unidos, la cual, en su hinchada forma actual, siguió inmediatamente después de la adopción de George W. Bush de una política exterior humilde carente de toda edificación de naciones durante la campaña presidencial de 2000 (“No deseo ser el policía del mundo”), se nos dice que el 11/09 cambió todo. Si objetamos el multifacético asalto gubernamental contra nuestras libertades civiles, el presidente declara con estridencia que todo lo que se ha hecho resulta necesario para evitar otro 11/09. Si agitamos nuestra copia de la Constitución y expresamos dudas acerca del reclamo del presidente de poder absoluto como un “ejecutivo unitario”, los abogados del gobierno sostienen que desde el 11/09 la nación ha estado “en guerra”, y de ese modo el poder constitucional del presidente como comandante en jefe supera a todo lo demás.
A pesar de que el 11/09 ha servido como un “ábrete sésamo” para las arrebatos gubernamentales de poder, ingresos y libertades durante los últimos seis años, su potencia está menguando con el paso del tiempo, y eventualmente ya no sirve más como un “especial del día” en el menú gubernamental de platos irresistibles. No muchos estadounidenses sienten hoy día una furia emocional ante la mención del 7 de diciembre, e incluso los medios noticiosos han más o menos abandonado su ritual remembranza del aniversario del infame “ataque sorpresivo” que provocó que una vasta mayoría del populacho pasase instantáneamente de oponerse a favorecer la guerra en 1941. En la actualidad, por supuesto, esta atenuación de la potencia simbólica de la fecha difícilmente importe, en virtud de que el 7 de diciembre sirvió a sus propósitos previstos extremadamente bien hace más de sesenta años, y las consecuencias, para bien o para mal, se han incorporado de manera irremediable al curso de la historia mundial.
La rememoración del 7 de diciembre, sin embargo, nos recuerda que eventualmente podemos tomar conciencia para descubrir que el 11/09, al igual que Pearl Harbor, no fue exactamente tal como el gobierno lo representó. Desde el mismo comienzo, la administración Roosevelt describió a los ataques japoneses contra las bases militares de los EE.UU. en Hawái y otras partes en la región del Pacífico como “ataques furtivos” lanzados por un enemigo astuto y deshonesto sin provocación—“esta forma de traición . . . un ataque no provocado y cobarde”—atrapó a los somnolientos comandantes completamente desprevenidos en Honolulu y las Filipinas. Cualquiera que haya leído la literatura seria sobre la Segunda Guerra Mundial, no obstante, comprende que esta línea oficial es una farsa total. Desde el inmediato revisionismo de la posguerra de Charles Beard, Harry Elmer Barnes y muchos otros hasta los recientes libros escritos por Robert Stinnett y George Victor, los hechos han sido lo suficientemente revelados para cualquiera que se preocupe por transcender el mito. Los académicos imparciales destacan, por ejemplo, que el gobierno de los Estados Unidos sistemáticamente acicateó al imperio japonés con una serie de medidas de guerra económica crecientemente rigurosas, colocando eventualmente a los japoneses en una restricción de recursos naturales de la cual sus únicos medios de escape, además de la guerra, eran la aceptación de un ultimátum estadounidense que impactó en el corazón mismo de sus compromisos en materia de política exterior y su sentido del honor.
Además, en virtud de que los criptógrafos estadounidenses, británicos y holandeses, que compartían la información entre sí, habían roto los códigos diplomáticos y navales japoneses, los funcionarios en Washington tenían una amplia advertencia de que los japoneses se estaban encaminando hacia un ataque en el Pacífico que incluía a Pearl Harbor. El general Walter Short y el almirante Husband Kimmel, los comandantes en Hawaii, fueron engañados conscientemente y convertidos en chivos expiatorios de un devastador ataque que el gobierno de los Estados Unidos provocó de manera deliberada y sabía que se estaba aproximando—un precio aceptable, consideraban Roosevelt y sus principales consejeros, para ganar la aprobación del público respecto de un ingreso de los EE.UU. en la guerra en Europa, para asistir a los británicos—y el subsecuentemente gobierno condujo una maniobra de encubrimiento de largo alcance de lo que sus líderes sabían y de lo que habían hecho con anterioridad al ataque.
Cualquiera con un sentido crítico comprende que al igual que el ataque contra Pearl Harbor en sus consecuencias inmediatas, los ataques del 11/09 han dejado así muchos interrogantes sin responder. Nadie debería sorprenderse sí dentro de veinte o treinta años, apareciese información que controvierta completamente a la actual historia del gobierno de lo que sabía y lo que desconocía, y de lo que hizo y no hizo, antes de los ataques. Ciertamente cualquiera con un serio interés no partidista en el asunto ya sabe que los atacantes no llevaron a cabo su plan asesino simplemente debido a que “odian nuestras libertades” . Más de cincuenta años de significativas intervenciones del gobierno estadounidense en los asuntos políticos y económicos del Oriente Medio hicieron mucho para sembrar las semillas del 11/09, incluso sí esas intervenciones no predeterminaron a los ataques de 2001 en cada detalle. Como concluye acertadamente Stephen Kinzer en su libro de reciente publicación Overthrow, “Los fatales juicios erróneos de cinco presidentes han sentado las bases no simplemente para los ataques del 11 de septiembre sino para el surgimiento de una red de terror mundial de la cual derivan”.
No obstante, nadie precisa aguardar veinte o treinta años para comprender cómo el gobierno ha explotado en toda ocasión al 11/09 a fin de proporcionar una poderosa justificación para sus irresponsables (y a veces criminales) acciones políticas, legales, militares y fiscales. Para la administración Bush, ninguna equivocación es cometida, porque no importa lo que el gobierno elija hacer y no importa cuán desastrosa resulte esa acción en la práctica, se supone que siempre descansa en la misma justificación supuestamente irreprochable—el 11 de septiembre.
Traducido por Gabriel Gasave
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