Cuando funcionarios del gobierno de los EE.UU. y expertos en política exterior discuten sobre terrorismo, por lo general se concentran en las características, personal, historia, tácticas, objetivos y efectos de las organizaciones terroristas. Rara vez hablan de los motivos.
Para entender plenamente al terrorismo islámico, uno precisa comprender qué es lo que inicia esta extraordinaria furia. Y a lo largo de la historia un factor se distingue por encima de todos los demás: la ocupación de territorio musulmán por fuerzas no musulmanas.
Desde la época de las Cruzadas, el patrón ha sido consistente. La Unión Soviética aprendió esta difícil lección luego de su invasión y ocupación de Afganistán a fines de la década del 70. Los rusos la aprendieron nuevamente cuando ocuparon Chechenia en los años 90. La ocupación de Israel de Cisjordania y Gaza tras la Guerra de los Seis Días en 1967 y sus intervenciones militares en el Líbano provocaron reacciones similares, tal como lo hizo la presencia estadounidense en el Líbano a comienzos de la década de 1980. En verdad, es justo afirmar que la propia existencia de Israel—un Estado no-islámico en un territorio reclamado por los musulmanes—es parte del mismo patrón, así como lo es la ocupación estadounidense de Irak y Afganistán.
Es mucho lo que los Estados Unidos podrían hacer para desactivar el problema, y un buen lugar para comenzar sería la remoción de las fuerzas de los Estados Unidos de las bases terrestres del Golfo Pérsico.
Incluso Osama bin Laden afirma que ataca a los Estados Unidos primariamente porque su presencia militar en la región. Otros motivos, sostiene, son secundarios.
Recordemos que bin Laden primero fue a la guerra no contra los Estados Unidos, sino contra los soviéticos en Afganistán. Cuando regresó a su tierra natal Arabia Saudita después de combatir a los soviéticos, encontró una enorme—e inaceptable para él—presencia militar estadounidense en el reino del desierto, la cual permaneció después de desalojar a Saddam Hussein de Kuwait. Fue entonces que los Estados Unidos se convirtieron en blanco.
Durante la Guerra Fría, uno podría hacer un argumento plausible a favor de alguna participación estadounidense en el exterior para contrarrestar a la expansionista superpotencia soviética. Cuando la Unión Soviética colapsó, esa justificación desapareció.
Incluso si los Estados Unidos consideran que el mercado global del petróleo fallará en abastecer con el petróleo del Golfo Pérsico a las costas de los EE.UU. sin fuerzas militares estadounidenses protegiéndolo (una proposición dudosa), las fuerzas armadas de los EE.UU. podrían proteger nuestra vital arteria petrolera desde fuera del territorio, sin efectivos estacionados en los países musulmanes.
Los Estados Unidos lo han hecho antes. En 1991, cuando la administración de George H.W. Bush creía que los suministros estadounidenses de petróleo estaban en peligro por la invasión de Saddam Hussein de Kuwait, fuerzas de tierra y aire con base en los EE.UU. fueron enviadas al Golfo para expulsar a Saddam de Kuwait. Una vez que el trabajo concluyó, esas fuerzas deberían haber regresado a casa. En cambio, los Estados Unidos dejaron una enorme pisada militar en la región, la cual, en retrospectiva, fue exactamente la jugada equivocada.
Ahora es el momento de deshacerse de esa innecesaria presencia terrestre, no de incrementarla al hablar de bases permanentes de los EE.UU. en Irak.
Tan solo véanse los inconvenientes que los Estados Unidos han causado en Afganistán. Allí, la permanente ocupación estadounidense—que ha modificado su foco principal de matar o capturar a Laden a la edificación de una nación, la contrainsurgencia y la interdicción de drogas—está fomentando un resurgimiento del movimiento taliban.
Solamente mediante la minimización de la presencia militar permanente de los EE.UU. en los territorios árabes e islámicos podemos esperar detener al terrorismo anti-estadounidense. Los Estados Unidos deberían retirar sus fuerzas de Afganistán, informar a los afganos que las fuerzas estadounidenses regresarán si algún gobierno afgano da refugio a al Qaeda y utilizar a las Fuerzas Especiales para capturar a los líderes de al Qaeda. Este proceso precisa ser repetido en Irak y el Golfo Pérsico.
La lección aprendida es que el imperio no mejora la seguridad–la socava. El poder de los EE.UU. en el suelo islámico es especialmente problemático.
Traducido por Gabriel Gasave
El papel de los Estados Unidos en el terrorismo islamista
Cuando funcionarios del gobierno de los EE.UU. y expertos en política exterior discuten sobre terrorismo, por lo general se concentran en las características, personal, historia, tácticas, objetivos y efectos de las organizaciones terroristas. Rara vez hablan de los motivos.
Para entender plenamente al terrorismo islámico, uno precisa comprender qué es lo que inicia esta extraordinaria furia. Y a lo largo de la historia un factor se distingue por encima de todos los demás: la ocupación de territorio musulmán por fuerzas no musulmanas.
Desde la época de las Cruzadas, el patrón ha sido consistente. La Unión Soviética aprendió esta difícil lección luego de su invasión y ocupación de Afganistán a fines de la década del 70. Los rusos la aprendieron nuevamente cuando ocuparon Chechenia en los años 90. La ocupación de Israel de Cisjordania y Gaza tras la Guerra de los Seis Días en 1967 y sus intervenciones militares en el Líbano provocaron reacciones similares, tal como lo hizo la presencia estadounidense en el Líbano a comienzos de la década de 1980. En verdad, es justo afirmar que la propia existencia de Israel—un Estado no-islámico en un territorio reclamado por los musulmanes—es parte del mismo patrón, así como lo es la ocupación estadounidense de Irak y Afganistán.
Es mucho lo que los Estados Unidos podrían hacer para desactivar el problema, y un buen lugar para comenzar sería la remoción de las fuerzas de los Estados Unidos de las bases terrestres del Golfo Pérsico.
Incluso Osama bin Laden afirma que ataca a los Estados Unidos primariamente porque su presencia militar en la región. Otros motivos, sostiene, son secundarios.
Recordemos que bin Laden primero fue a la guerra no contra los Estados Unidos, sino contra los soviéticos en Afganistán. Cuando regresó a su tierra natal Arabia Saudita después de combatir a los soviéticos, encontró una enorme—e inaceptable para él—presencia militar estadounidense en el reino del desierto, la cual permaneció después de desalojar a Saddam Hussein de Kuwait. Fue entonces que los Estados Unidos se convirtieron en blanco.
Durante la Guerra Fría, uno podría hacer un argumento plausible a favor de alguna participación estadounidense en el exterior para contrarrestar a la expansionista superpotencia soviética. Cuando la Unión Soviética colapsó, esa justificación desapareció.
Incluso si los Estados Unidos consideran que el mercado global del petróleo fallará en abastecer con el petróleo del Golfo Pérsico a las costas de los EE.UU. sin fuerzas militares estadounidenses protegiéndolo (una proposición dudosa), las fuerzas armadas de los EE.UU. podrían proteger nuestra vital arteria petrolera desde fuera del territorio, sin efectivos estacionados en los países musulmanes.
Los Estados Unidos lo han hecho antes. En 1991, cuando la administración de George H.W. Bush creía que los suministros estadounidenses de petróleo estaban en peligro por la invasión de Saddam Hussein de Kuwait, fuerzas de tierra y aire con base en los EE.UU. fueron enviadas al Golfo para expulsar a Saddam de Kuwait. Una vez que el trabajo concluyó, esas fuerzas deberían haber regresado a casa. En cambio, los Estados Unidos dejaron una enorme pisada militar en la región, la cual, en retrospectiva, fue exactamente la jugada equivocada.
Ahora es el momento de deshacerse de esa innecesaria presencia terrestre, no de incrementarla al hablar de bases permanentes de los EE.UU. en Irak.
Tan solo véanse los inconvenientes que los Estados Unidos han causado en Afganistán. Allí, la permanente ocupación estadounidense—que ha modificado su foco principal de matar o capturar a Laden a la edificación de una nación, la contrainsurgencia y la interdicción de drogas—está fomentando un resurgimiento del movimiento taliban.
Solamente mediante la minimización de la presencia militar permanente de los EE.UU. en los territorios árabes e islámicos podemos esperar detener al terrorismo anti-estadounidense. Los Estados Unidos deberían retirar sus fuerzas de Afganistán, informar a los afganos que las fuerzas estadounidenses regresarán si algún gobierno afgano da refugio a al Qaeda y utilizar a las Fuerzas Especiales para capturar a los líderes de al Qaeda. Este proceso precisa ser repetido en Irak y el Golfo Pérsico.
La lección aprendida es que el imperio no mejora la seguridad–la socava. El poder de los EE.UU. en el suelo islámico es especialmente problemático.
Traducido por Gabriel Gasave
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