Caracas – Venezuela ha gastado en armamentos, en apenas dos años, la impresionante suma de 4.300 millones de dólares. Esta cifra es superior a la que países como Pakistán o Irán, que viven en un entorno mucho más conflictivo, han dedicado al mismo concepto. Entre las recientes compras se encuentran 24 aviones –de combate y entrenamiento- 50 helicópteros y nada menos que 100.000 Kalashnikovs, aproximadamente una por cada efectivo que tienen las fuerzas armadas venezolanas. Pero no se detiene en este punto la escalada armamentista de la petrolera nación caribeña. El presidente Chávez, ha viajado ahora a Rusia, que es su principal proveedor de material bélico, para gestionar nada menos que la compra de un lote de 9 submarinos, 4 de ellos del tipo Amur 677 y cinco que son de ataque, del tipo 636. La posible compra, que ya está en vías de concretarse, tendrá un costo de casi 2.000 millones de dólares, a los que hay que agregar la posible adquisición de baterías de defensa antiaérea y una buena cantidad de armas livianas.
Chávez se ha acercado a la antigua superpotencia con los bolsillos llenos del dinero petrolero, que recibe a través de la estatal PDVSA (propietaria de CITGO), como si le sobraran los recursos y no tuviese mejor cosa que hacer con ellos. Muchos venezolanos se preguntan, sin embargo, a qué viene tanto gasto en armamentos y en las diversas ayudas que presta a los gobiernos que le son afines en este continente, mientras los hospitales del país se encuentran en una situación calamitosa, la red de carreteras se deteriora a toda velocidad y en los comercios de Caracas ya no se puede encontrar carne, azúcar o los granos que forman parte del consumo básico de la población. ¿Por qué, entonces, un país que no está amenazado por nadie, gasta tan tremendas sumas en armas que no necesita y no dedica en cambio esos recursos a mejorar las condiciones de vida de su población?
Para entender esta política, que a primera vista resulta absurda y carente casi de sentido, es preciso conocer mejor el pensamiento y las actitudes del gobernante actual de Venezuela, un militar con sueños desmesurados de grandeza que no es sólo un demagogo populista, sino un hombre con ideas peligrosas y capaces de generar serios conflictos.
Chávez se ve a sí mismo como el líder de una “Revolución Bolivariana” que tiene por meta extenderse por el mundo y llevar a todas partes lo que él llama “el socialismo del siglo XXI”, un socialismo que, a pesar de su nombre, se aproxima demasiado al mismo modelo totalitario que fuera paradigma de los comunistas del siglo pasado. El presidente de Venezuela, claro está, desea tener apoyo popular y recibir el cálido aliento de las multitudes. Pero más que popularidad, más que realizar obras, lo que desea Chávez es convertirse en un líder mundial, comparable a Lenin o a Mao, en la cabeza visible de una gesta que se enfrente a los norteamericanos en todas partes del mundo. Por eso su alianza visible con un Irán que ahora está a punto de poseer armas nucleares, los cuantiosos gastos que realiza en comprar voluntades fuera y dentro del país, su armamentismo desembozado, provocativo, insólito en una región en la que de hecho no existen auténticos conflictos territoriales, étnicos o religiosos.
Chávez espera que, en algún momento, los Estados Unidos caigan en el juego de su provocación y se lancen a atacarlo. Se prepara para lo que llama una “guerra asimétrica”, una confrontación parecida a la que se desenvolvió en Irak hace cuatro años, y en la que aspira a triunfar de algún modo u otro. No le importa, aparentemente, la sangre que pueda correr o la destrucción que vaya a provocarse, sólo quiere desafiar al “imperio” y sobrevivir, de algún modo emulando lo que de otra manera hizo Fidel Castro, su arquetipo de revolucionario. Como no tiene sentido de lo que es administrar la economía de un país, y confía en que el petróleo le proporcionará siempre los recursos que necesita para sus planes, gasta a manos llenas sin prever lo que pueda ocurrir en el futuro, sin atender a los signos críticos que le está enviando ya una economía cada vez más controlada y más ineficiente.
No es posible pronosticar, ni siquiera de un modo aproximado, la forma en que terminará esta extraña aventura belicista. Tal vez este gobierno, acosado por el descontento creciente de una población que no quiere dictaduras, tenga que ceder y acabe por adoptar un curso menos belicoso; tal vez una crisis económica en ciernes le impida proseguir el camino que ha emprendido o, por el contrario, lo lleve a tratar de imponer formas más abiertas de totalitarismo. Lo único seguro es que el pueblo venezolano, que cada día vive peor, seguirá sufriendo el peso de sus desatinos económicos, políticos y militares, añorando el progreso que podría haber obtenido si las riquezas petroleras se gastasen de un modo más juicioso.
Socialismo y militarismo
Caracas – Venezuela ha gastado en armamentos, en apenas dos años, la impresionante suma de 4.300 millones de dólares. Esta cifra es superior a la que países como Pakistán o Irán, que viven en un entorno mucho más conflictivo, han dedicado al mismo concepto. Entre las recientes compras se encuentran 24 aviones –de combate y entrenamiento- 50 helicópteros y nada menos que 100.000 Kalashnikovs, aproximadamente una por cada efectivo que tienen las fuerzas armadas venezolanas. Pero no se detiene en este punto la escalada armamentista de la petrolera nación caribeña. El presidente Chávez, ha viajado ahora a Rusia, que es su principal proveedor de material bélico, para gestionar nada menos que la compra de un lote de 9 submarinos, 4 de ellos del tipo Amur 677 y cinco que son de ataque, del tipo 636. La posible compra, que ya está en vías de concretarse, tendrá un costo de casi 2.000 millones de dólares, a los que hay que agregar la posible adquisición de baterías de defensa antiaérea y una buena cantidad de armas livianas.
Chávez se ha acercado a la antigua superpotencia con los bolsillos llenos del dinero petrolero, que recibe a través de la estatal PDVSA (propietaria de CITGO), como si le sobraran los recursos y no tuviese mejor cosa que hacer con ellos. Muchos venezolanos se preguntan, sin embargo, a qué viene tanto gasto en armamentos y en las diversas ayudas que presta a los gobiernos que le son afines en este continente, mientras los hospitales del país se encuentran en una situación calamitosa, la red de carreteras se deteriora a toda velocidad y en los comercios de Caracas ya no se puede encontrar carne, azúcar o los granos que forman parte del consumo básico de la población. ¿Por qué, entonces, un país que no está amenazado por nadie, gasta tan tremendas sumas en armas que no necesita y no dedica en cambio esos recursos a mejorar las condiciones de vida de su población?
Para entender esta política, que a primera vista resulta absurda y carente casi de sentido, es preciso conocer mejor el pensamiento y las actitudes del gobernante actual de Venezuela, un militar con sueños desmesurados de grandeza que no es sólo un demagogo populista, sino un hombre con ideas peligrosas y capaces de generar serios conflictos.
Chávez se ve a sí mismo como el líder de una “Revolución Bolivariana” que tiene por meta extenderse por el mundo y llevar a todas partes lo que él llama “el socialismo del siglo XXI”, un socialismo que, a pesar de su nombre, se aproxima demasiado al mismo modelo totalitario que fuera paradigma de los comunistas del siglo pasado. El presidente de Venezuela, claro está, desea tener apoyo popular y recibir el cálido aliento de las multitudes. Pero más que popularidad, más que realizar obras, lo que desea Chávez es convertirse en un líder mundial, comparable a Lenin o a Mao, en la cabeza visible de una gesta que se enfrente a los norteamericanos en todas partes del mundo. Por eso su alianza visible con un Irán que ahora está a punto de poseer armas nucleares, los cuantiosos gastos que realiza en comprar voluntades fuera y dentro del país, su armamentismo desembozado, provocativo, insólito en una región en la que de hecho no existen auténticos conflictos territoriales, étnicos o religiosos.
Chávez espera que, en algún momento, los Estados Unidos caigan en el juego de su provocación y se lancen a atacarlo. Se prepara para lo que llama una “guerra asimétrica”, una confrontación parecida a la que se desenvolvió en Irak hace cuatro años, y en la que aspira a triunfar de algún modo u otro. No le importa, aparentemente, la sangre que pueda correr o la destrucción que vaya a provocarse, sólo quiere desafiar al “imperio” y sobrevivir, de algún modo emulando lo que de otra manera hizo Fidel Castro, su arquetipo de revolucionario. Como no tiene sentido de lo que es administrar la economía de un país, y confía en que el petróleo le proporcionará siempre los recursos que necesita para sus planes, gasta a manos llenas sin prever lo que pueda ocurrir en el futuro, sin atender a los signos críticos que le está enviando ya una economía cada vez más controlada y más ineficiente.
No es posible pronosticar, ni siquiera de un modo aproximado, la forma en que terminará esta extraña aventura belicista. Tal vez este gobierno, acosado por el descontento creciente de una población que no quiere dictaduras, tenga que ceder y acabe por adoptar un curso menos belicoso; tal vez una crisis económica en ciernes le impida proseguir el camino que ha emprendido o, por el contrario, lo lleve a tratar de imponer formas más abiertas de totalitarismo. Lo único seguro es que el pueblo venezolano, que cada día vive peor, seguirá sufriendo el peso de sus desatinos económicos, políticos y militares, añorando el progreso que podría haber obtenido si las riquezas petroleras se gastasen de un modo más juicioso.
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