Con sorprendente franqueza, la viceministra venezolana de relaciones exteriores, Mari Pili Hernández, expuso en estos días las líneas rectoras de lo que su gobierno sostiene en materia de libertades individuales. Ante el nuevo Consejo de Derechos Humanos que las Naciones Unidas han puesto en funcionamiento en reemplazo de la anterior Comisión que se encargaba del mismo tema, la funcionaria –muy directamente vinculada al propio presidente Hugo Chávez- ha manifestado: “Todos los derechos son importantes, pero es mucho más importante alimentarse que poder formar parte de un partido político, tener un trabajo digno que vivir en un sistema democrático, saber leer y escribir que tener libertad de expresión.” Por si quedaba alguna duda acerca del significado de sus palabras, la representante de Venezuela agregó que los derechos “económicos y sociales” debían tener un “papel predominante” sobre los derechos “civiles y políticos” en las evaluaciones del Consejo.
Las ideas de la vicecanciller, que representan la posición oficial de su gobierno, son las mismas que han defendido de un modo u otro los totalitarismos que tanto ensombrecieron la mayor parte del siglo XX. Imagínese el lector un país donde los habitantes saben leer y escribir, comen todos los días y tienen un trabajo “digno”, pero donde no pueden formar partidos políticos, no tienen libertad de expresión y no existe democracia. Una situación en la que se privilegian los derechos ‘económicos’ sobre los ‘políticos’, es decir, donde se garantiza a las personas algunos bienes y servicios como la educación, la salud o la vivienda, pero donde no se pueden realizar reuniones políticas, no se pueden enviar noticias al exterior, está prohibido conectarse al internet o criticar al gobierno. ¿Le gustaría vivir en un lugar así? Bueno, si su respuesta es afirmativa, puede conseguirlo sin mayor dificultad, sólo hay que pedir el visado correspondiente y viajar a la Cuba de Fidel Castro, donde a cambio de un sistema de salud obsoleto, primitivo y muy desigual, y a cambio de una educación que en su mayor es parte propaganda política a favor del gobierno, los ciudadanos no tienen el derecho de decidir cual habrá de ser su trabajo, no pueden dedicarse al comercio ni a la industria, no pueden viajar al exterior ni emigrar y se ven obligados a concurrir a todas las manifestaciones que organiza el régimen. Un país donde se condena a muerte a quienes se apropian de una embarcación para poder escapar de la tiranía o se es condenado a 25 años de severa prisión por el ‘delito’ de enviar noticias de prensa al exterior.
No es otro el modelo que Chávez y sus más íntimos seguidores tienen en mente cuando trazan las metas de la “revolución bolivariana” que con tanto empeño, y con las grandes sumas de dinero que les reporta el petróleo, están ahora tratando de imponer en toda América. Porque en Venezuela, a pesar de que todavía no han llegado a su meta, están a pocos pasos de alcanzarla: la libertad de prensa existe, pero muy condicionada por una ley que un congreso sumiso –e integrado ahora en su totalidad por partidarios del presidente- ha promulgado desde hace más de un año. Con esa ley mordaza, y con la amenaza constante de no renovar las licencias a las radios y emisoras de TV, Chávez ha logrado silenciar buena parte de la oposición, que se atreve aún a criticar al gobierno pero se cuida mucho de no rebasar ciertos límites o difundir algunas noticias.
Las elecciones existen, sin duda, pero manipuladas hasta el punto en que la oposición se retiró de la contienda del pasado diciembre por falta absoluta de garantías: un padrón electoral inflado –donde aparecían miles de ciudadanos ficticios con nombres como “Superman” o “XXXXX”, y en el que figuraban también cerca de 30.000 personas de más de 100 años de edad- y un sistema de conteo electrónico totalmente manipulado hicieron imposible que se pudiese hablar de una elección medianamente limpia. Todavía existe propiedad privada en Venezuela, claro está, pero el gobierno expropia fincas y empresas a discreción, controla los intercambios en moneda extranjera y domina por completo al poder judicial, que persigue selectivamente a los opositores que pueden constituirse en alguna remota amenaza para el gobierno.
Esta falsa democracia se sostiene además en otros dos pilares: un enorme ejército que se está rearmando a toda velocidad y que por ahora es totalmente fiel al mandatario y una serie de programas sociales que entregan dádivas a amplios grupos de la población, tratando de garantizar su apoyo al régimen mientras dura la bonanza petrolera.
Con una oposición dividida y en buena medida paralizada Chávez trata de exportar su modelo de revolución, como lo han hecho todos los totalitarismos, y ha logrado imponer un aliado suyo en Bolivia, aunque haya fracasado en Perú y despierte ahora los recelos de buena parte del continente. Pero Chávez seguirá imperturbable, tratando de exportar su peculiar visión de los derechos humanos hasta que al fin, en algún momento, se comprenda la amenaza que representa para la paz y se decida algún tipo de acción para detenerlo.
Venezuela y los derechos humanos
Con sorprendente franqueza, la viceministra venezolana de relaciones exteriores, Mari Pili Hernández, expuso en estos días las líneas rectoras de lo que su gobierno sostiene en materia de libertades individuales. Ante el nuevo Consejo de Derechos Humanos que las Naciones Unidas han puesto en funcionamiento en reemplazo de la anterior Comisión que se encargaba del mismo tema, la funcionaria –muy directamente vinculada al propio presidente Hugo Chávez- ha manifestado: “Todos los derechos son importantes, pero es mucho más importante alimentarse que poder formar parte de un partido político, tener un trabajo digno que vivir en un sistema democrático, saber leer y escribir que tener libertad de expresión.” Por si quedaba alguna duda acerca del significado de sus palabras, la representante de Venezuela agregó que los derechos “económicos y sociales” debían tener un “papel predominante” sobre los derechos “civiles y políticos” en las evaluaciones del Consejo.
Las ideas de la vicecanciller, que representan la posición oficial de su gobierno, son las mismas que han defendido de un modo u otro los totalitarismos que tanto ensombrecieron la mayor parte del siglo XX. Imagínese el lector un país donde los habitantes saben leer y escribir, comen todos los días y tienen un trabajo “digno”, pero donde no pueden formar partidos políticos, no tienen libertad de expresión y no existe democracia. Una situación en la que se privilegian los derechos ‘económicos’ sobre los ‘políticos’, es decir, donde se garantiza a las personas algunos bienes y servicios como la educación, la salud o la vivienda, pero donde no se pueden realizar reuniones políticas, no se pueden enviar noticias al exterior, está prohibido conectarse al internet o criticar al gobierno. ¿Le gustaría vivir en un lugar así? Bueno, si su respuesta es afirmativa, puede conseguirlo sin mayor dificultad, sólo hay que pedir el visado correspondiente y viajar a la Cuba de Fidel Castro, donde a cambio de un sistema de salud obsoleto, primitivo y muy desigual, y a cambio de una educación que en su mayor es parte propaganda política a favor del gobierno, los ciudadanos no tienen el derecho de decidir cual habrá de ser su trabajo, no pueden dedicarse al comercio ni a la industria, no pueden viajar al exterior ni emigrar y se ven obligados a concurrir a todas las manifestaciones que organiza el régimen. Un país donde se condena a muerte a quienes se apropian de una embarcación para poder escapar de la tiranía o se es condenado a 25 años de severa prisión por el ‘delito’ de enviar noticias de prensa al exterior.
No es otro el modelo que Chávez y sus más íntimos seguidores tienen en mente cuando trazan las metas de la “revolución bolivariana” que con tanto empeño, y con las grandes sumas de dinero que les reporta el petróleo, están ahora tratando de imponer en toda América. Porque en Venezuela, a pesar de que todavía no han llegado a su meta, están a pocos pasos de alcanzarla: la libertad de prensa existe, pero muy condicionada por una ley que un congreso sumiso –e integrado ahora en su totalidad por partidarios del presidente- ha promulgado desde hace más de un año. Con esa ley mordaza, y con la amenaza constante de no renovar las licencias a las radios y emisoras de TV, Chávez ha logrado silenciar buena parte de la oposición, que se atreve aún a criticar al gobierno pero se cuida mucho de no rebasar ciertos límites o difundir algunas noticias.
Las elecciones existen, sin duda, pero manipuladas hasta el punto en que la oposición se retiró de la contienda del pasado diciembre por falta absoluta de garantías: un padrón electoral inflado –donde aparecían miles de ciudadanos ficticios con nombres como “Superman” o “XXXXX”, y en el que figuraban también cerca de 30.000 personas de más de 100 años de edad- y un sistema de conteo electrónico totalmente manipulado hicieron imposible que se pudiese hablar de una elección medianamente limpia. Todavía existe propiedad privada en Venezuela, claro está, pero el gobierno expropia fincas y empresas a discreción, controla los intercambios en moneda extranjera y domina por completo al poder judicial, que persigue selectivamente a los opositores que pueden constituirse en alguna remota amenaza para el gobierno.
Esta falsa democracia se sostiene además en otros dos pilares: un enorme ejército que se está rearmando a toda velocidad y que por ahora es totalmente fiel al mandatario y una serie de programas sociales que entregan dádivas a amplios grupos de la población, tratando de garantizar su apoyo al régimen mientras dura la bonanza petrolera.
Con una oposición dividida y en buena medida paralizada Chávez trata de exportar su modelo de revolución, como lo han hecho todos los totalitarismos, y ha logrado imponer un aliado suyo en Bolivia, aunque haya fracasado en Perú y despierte ahora los recelos de buena parte del continente. Pero Chávez seguirá imperturbable, tratando de exportar su peculiar visión de los derechos humanos hasta que al fin, en algún momento, se comprenda la amenaza que representa para la paz y se decida algún tipo de acción para detenerlo.
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