WASHINGTON—No es del todo inoportuno que México tenga dos presidentes autoproclamados mientras se desarrolla el conteo final en los comicios presidenciales del domingo pasado: México no es uno, sino dos países. Aproximadamente un tercio de los votantes adhiere a la modernidad y la globalización, y dos tercios se aferran a una de las dos versiones de la política tradicional: el populismo de izquierda y el clientelismo político institucionalizado que representa el PRI. Eso no implica que Felipe Calderón, el candidato del PAN cuyos votos expresan la aspiración de colocar a México de una vez por todas en el firmamento global, garantice eso mismo. Ni que Andrés Manuel López Obrador, el populista que empata con Calderón en el primer puesto, será capaz de cumplir con cada uno de los sueños mesiánicos que se propone. Significa que lo más probable es que México seguirá atrapado en su actual sistema socio-económico durante los próximos años.
La división entre modernizadores y tradicionalistas no es nueva. Mientras el PRI tuvo el control del país, ella se produjo al interior de sus propias filas. Ahora que el PRI se ha convertido en la tercera fuerza, esa división enfrenta a partidos opuestos. El proceso de modernización se inició a mediados de los años 80 y continuó durante los 90, bajo tres presidentes sucesivos del PRI: Miguel de la Madrid, Carlos Salinas, y Ernesto Zedillo. Después de que Vicente Fox desbancara al PRI en 2000, el PAN pasó a aglutinar a los mexicanos que aspiran a la modernidad y el PRD, partido de izquierda que se había separado del PRI a fines de la década del 80, recogió el estandarte populista tradicional que habían enarbolado míticas figuras del PRI como Lázaro Cárdenas. El PRI, por su parte, quedó bajo el control de los “dinosaurios” y se negó a promover idea política alguna, comportándose como un grupo de intereses creados, contento con disfrutar del poder en los 17 estados que todavía controlaba y con bloquear cualquier intento de reforma económica y social en el Congreso, donde constituía la primera mayoría.
A pesar de que Vicente Fox merece consideración por la mayor apertura del sistema político y la libertad de prensa, hay que reprocharle el no haber impulsado reformas que desarrollaran su país y construyeran un consenso en favor de la aceleración del cambio estructural. Por no desatar los numerosos nudos que mantienen baja la productividad de la economía, la brecha entre el segmento minoritario de la sociedad que está plenamente globalizado y las masas que gravitan hacia la economía informal o hacia la frontera con los Estados Unidos no ha sido zanjada. Con un crecimiento anual promedio del 2 por ciento, la economía ha sido incapaz de sacar a la gente de la pobreza. La única reducción de la pobreza que Fox puede exhibir tiene que ver con transferencias de dinero en efectivo a modo de alivio temporal.
La ausencia de modernización explica, por ejemplo, que la producción de petróleo—fuente de casi 40 por ciento de los ingresos del gobierno—evidencie ya signos de deterioro. El complejo Cantarell, que representa aproximadamente dos terceras partes de la producción petrolera, perderá cerca de la mitad de su capacidad productiva en los próximos dos años. Como el sector está cerrado a la inversión privada, las posibilidades de compensar el declive expandiendo la producción en otros campos son inexistentes. Este es apenas un ejemplo de cómo el sistema constriñe la producción. Para no hablar de los altos costos de la energía o de los impuestos que explican la caída de México en los distintos “rankings” de competitividad.
Felipe Calderón es consciente de que urge abrir las puertas y ventanas del sistema socioeconómico mexicano de par en par, permitiendo el ingreso de aire fresco. “Estoy cansado de la vieja caricatura del mexicano sentado ociosamente al pie de un árbol con un sombrero en la cara”, me dijo hace pocas semanas (frase que ha repetido en muchas apariciones públicas en el tramo final de su campaña). Pero también Fox pensaba así y aquí estamos.
En cuanto a López Obrador, es cierto que enfrentará trabas si intenta regresar al pasado. Los compromisos internacionales—incluyendo el NAFTA, que ha ayudado a triplicar las exportaciones mexicanas, y la Organización Para la Cooperación y el Desarrollo Económico, a la que México pertenece—invitarán a la moderación. El hecho de que el Congreso esté dividido podría también contenerlo. Pero América Latina ya ha visto a muchos líderes populistas torcer las reglas una vez que obtuvieron una masa critica de apoyo. Y el PRI, alma mater de López Obrador, podría ser receptivo a los cantos de sirena de un ex militante desesperado por hacer las paces negociando algo de poder a cambio de apoyo parlamentario.
Pase lo que pase, podemos estar seguros de que en los años que vienen México no se convertirá en la próxima—y galopante—India.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
Los Dos Mèxicos
WASHINGTON—No es del todo inoportuno que México tenga dos presidentes autoproclamados mientras se desarrolla el conteo final en los comicios presidenciales del domingo pasado: México no es uno, sino dos países. Aproximadamente un tercio de los votantes adhiere a la modernidad y la globalización, y dos tercios se aferran a una de las dos versiones de la política tradicional: el populismo de izquierda y el clientelismo político institucionalizado que representa el PRI. Eso no implica que Felipe Calderón, el candidato del PAN cuyos votos expresan la aspiración de colocar a México de una vez por todas en el firmamento global, garantice eso mismo. Ni que Andrés Manuel López Obrador, el populista que empata con Calderón en el primer puesto, será capaz de cumplir con cada uno de los sueños mesiánicos que se propone. Significa que lo más probable es que México seguirá atrapado en su actual sistema socio-económico durante los próximos años.
La división entre modernizadores y tradicionalistas no es nueva. Mientras el PRI tuvo el control del país, ella se produjo al interior de sus propias filas. Ahora que el PRI se ha convertido en la tercera fuerza, esa división enfrenta a partidos opuestos. El proceso de modernización se inició a mediados de los años 80 y continuó durante los 90, bajo tres presidentes sucesivos del PRI: Miguel de la Madrid, Carlos Salinas, y Ernesto Zedillo. Después de que Vicente Fox desbancara al PRI en 2000, el PAN pasó a aglutinar a los mexicanos que aspiran a la modernidad y el PRD, partido de izquierda que se había separado del PRI a fines de la década del 80, recogió el estandarte populista tradicional que habían enarbolado míticas figuras del PRI como Lázaro Cárdenas. El PRI, por su parte, quedó bajo el control de los “dinosaurios” y se negó a promover idea política alguna, comportándose como un grupo de intereses creados, contento con disfrutar del poder en los 17 estados que todavía controlaba y con bloquear cualquier intento de reforma económica y social en el Congreso, donde constituía la primera mayoría.
A pesar de que Vicente Fox merece consideración por la mayor apertura del sistema político y la libertad de prensa, hay que reprocharle el no haber impulsado reformas que desarrollaran su país y construyeran un consenso en favor de la aceleración del cambio estructural. Por no desatar los numerosos nudos que mantienen baja la productividad de la economía, la brecha entre el segmento minoritario de la sociedad que está plenamente globalizado y las masas que gravitan hacia la economía informal o hacia la frontera con los Estados Unidos no ha sido zanjada. Con un crecimiento anual promedio del 2 por ciento, la economía ha sido incapaz de sacar a la gente de la pobreza. La única reducción de la pobreza que Fox puede exhibir tiene que ver con transferencias de dinero en efectivo a modo de alivio temporal.
La ausencia de modernización explica, por ejemplo, que la producción de petróleo—fuente de casi 40 por ciento de los ingresos del gobierno—evidencie ya signos de deterioro. El complejo Cantarell, que representa aproximadamente dos terceras partes de la producción petrolera, perderá cerca de la mitad de su capacidad productiva en los próximos dos años. Como el sector está cerrado a la inversión privada, las posibilidades de compensar el declive expandiendo la producción en otros campos son inexistentes. Este es apenas un ejemplo de cómo el sistema constriñe la producción. Para no hablar de los altos costos de la energía o de los impuestos que explican la caída de México en los distintos “rankings” de competitividad.
Felipe Calderón es consciente de que urge abrir las puertas y ventanas del sistema socioeconómico mexicano de par en par, permitiendo el ingreso de aire fresco. “Estoy cansado de la vieja caricatura del mexicano sentado ociosamente al pie de un árbol con un sombrero en la cara”, me dijo hace pocas semanas (frase que ha repetido en muchas apariciones públicas en el tramo final de su campaña). Pero también Fox pensaba así y aquí estamos.
En cuanto a López Obrador, es cierto que enfrentará trabas si intenta regresar al pasado. Los compromisos internacionales—incluyendo el NAFTA, que ha ayudado a triplicar las exportaciones mexicanas, y la Organización Para la Cooperación y el Desarrollo Económico, a la que México pertenece—invitarán a la moderación. El hecho de que el Congreso esté dividido podría también contenerlo. Pero América Latina ya ha visto a muchos líderes populistas torcer las reglas una vez que obtuvieron una masa critica de apoyo. Y el PRI, alma mater de López Obrador, podría ser receptivo a los cantos de sirena de un ex militante desesperado por hacer las paces negociando algo de poder a cambio de apoyo parlamentario.
Pase lo que pase, podemos estar seguros de que en los años que vienen México no se convertirá en la próxima—y galopante—India.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
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