Debido a la aparición de evidencia fotográfica y filmada en video difícil de desestimar, ciertos «incidentes», tales como la masacre en Haditha o la diversión y los juegos repulsivos en Abu Ghraib, logran llegar a los medios de comunicación estadounidenses de vez en cuando. El gobierno reacciona de modo predecible: primero, los funcionarios encubren o oscurecen la evidencia; luego, culpan «a unas pocas manzanas malas» entre las tropas enlistadas e insisten que nos tomemos un tiempo para «descubrir la información antes de arribar a conclusiones», especialmente a algunas conclusiones acerca de una conducta indebida por parte de oficiales senior; finalmente, sepultan todo el asunto en un prolongado procedimiento mediante el cual las fuerzas armadas investigan y, en la mayor parte de los casos, se exculpan, mientras el público en general desvía su atención hacia la historia más reciente de una estudiante desaparecida.
Es el método de comprobada eficacia mediante el cual el gobierno lidia con los molestos informes acerca de sus acciones: agacharse, pronunciar inanidades, y esperar. Los funcionarios superiores tienen batallones de melosos receptores de criticas y tiempo de sobra, los medios noticiosos están domesticados, y el público es inconstante.
En medio de los altibajos de los «incidentes» episódicos, sin embargo, lo que por lo general pasa sin ser destacado es el enorme grado en el cual, aparte de los hombres de la infantería enloqueciendo y de los guardias de las prisiones cumpliendo sus sádicas fantasías, se encuentran incorporadas las atrocidades a la forma despreocupadamente hiper-violenta en la que los estadounidenses están llevando las bendiciones de la democratización liberal a Irak. Están librando la guerra contra una población civil, escatimando cualquier intento serio por distinguir entre los «insurgentes» y otras personas en la vecindad. Tal como el Dr. Salam Ishmael, administrador de proyectos de la organización Médicos por Irak y ex jefe de médicos junior en el Medical City Hospital de Baghdad, le expresó al Inter Press Service, «Existen muchos, muchos, muchos casos como el de Haditha que aún permanecen encubiertos y precisan ser resaltados en Irak». Además de llevar a cabo masacres al estilo de la de Haditha, las fuerzas estadounidenses están recurriendo rutinariamente a los bombardeos aéreos con cohetes y bombas (ojivas de 500, 1.000, e incluso más libras de alta capacidad explosiva) altamente destructivas y a fusilamientos con armas gruesas (cañones tanque y ametralladoras calibre .50), a menudo en ciudades, pueblos, y barrios densamente poblados. Del lado de quienes reciben estas lecciones sobre democracia (una bomba, un voto), se encuentran incontables miles de personas inocentes—seres humanos colaterales, por así decirlo—que sufren entonces de modo inevitable la muerte, lesiones personales, o la destrucción de sus hogares y otro propiedad. Oops, no queríamos lastimarlos; solamente a los «chicos malos».
Todo este esfuerzo se encuentra tan perversamente impregnado por la más patente hipocresía moral que uno apenas sabe por dónde comenzar una crítica, excepto tal vez en el momento en que George W. Bush ordenó el inicio de la invasión. Todo el resto siguió naturalmente y bien podría haber sido anticipado—en verdad, fue previsto, por mí y por muchos otros. No obstante, en esta fecha avanzada, seguimos siendo convidados con informes falsamente escandalizados de los medios y fingidas discusiones de «manzanas malas» y todo el resto de la simulación de relaciones públicas sacada a relucir para encubrir la masiva matanza en curso.
Después de haber expresado los puntos de vista precedentes en público, comúnmente recibo objeciones o contra-argumentos de parte de individuos que están convencidos de que independientemente de lo malvado o mal aconsejado que pueda haber estado el presidente para iniciar la guerra, los soldados comunes que en verdad son quienes la están librando se encuentran abrumadoramente dedicados a conducirse de manera honorable. Mis desafiantes han sido llevados a creer, en la expresión que actualmente sirve como un tema de conversación oficial, que «el 99,9 por ciento de las tropas» es puro como la nieve. Así, mucha gente, disciplinada por los horrendos acontecimientos de los tres años pasados, declara ahora que «se opone a la guerra pero que apoya a las tropas». Guerra viciosa, soldados virtuosos.
No puedo digerir esta confección. A pesar de que Johnny puede haber sido, apenas unos pocos años atrás, simplemente ese agradable muchacho de la casa vecina, puede no obstante en la actualidad estar comprometido en acciones monstruosas. Además, ninguna guerra, sin importar lo vil que pueda ser su concepción, puede convertirse en una realidad a menos que alguien en verdad efectúe su diseño: alguien debe en verdad hacer la tarea.
Resumiendo, sugiero que todos los militares y otros agentes del gobierno de los Estados Unidos en Irak se encuentran comprometidos en una empresa malvada—una guerra de una agresión no provocada—y que de esa forma todos cargan con alguna culpabilidad moral por su participación. No pretendo sugerir que el hombre que le dispara a un bebé a quemarropa no es más culpable que el hombre que conduce un camión con provisiones o que lleva los recados de la oficina para el coronel, sino que todos son culpables en alguna medida.
No le doy importancia a «las leyes de la guerra » o a «lo que se les dijo a los soldados» en una rutinaria sesión de entrenamiento respecto de contenerse de asesinar y otra destrucción desenfrenada. Cometer una equivocación es cometer una equivocación, ya sea en Irak o en Indianapolis, ya sea que alguien agite la varita mágica verbal de la «guerra» sobre la escena del crimen o no. Enviar al Comandante de la Infantería de Marina a Irak para ofrecerle un discurso a las tropas sobre comportamiento moral resulta absurdo, especialmente después de todo el esfuerzo que el Cuerpo ha puesto en convertir a los muchachos en eficaces asesinos.
Si, George Bush les dijo a los soldados que vayan, pero ellos eligieron obedecer. Cuando los Nazis en Nuremberg sostenían que estaban «solamente obedeciendo órdenes», no recibieron piedad alguna, ni la merecían en modo alguno. Quizás los hombres y mujeres enrolados que meramente acompañan deberían ser vistos como menos culpables que el Gran Jefe—no estoy seguro, no soy Dios. Pero no veo que nadie involucrado en esta enorme tarea criminal tenga derecho a un cheque en blanco de salud moral.
El problema en Irak—y también en ese casi olvidado lugar atrasado aunque todavía destrozado por la violencia, que es Afganistán—no es que las fuerzas estadounidenses cobijen a unas pocas manzanas malas. El propio barril está podrido, e incluso una manzana buena colocada en él absorbe su podredumbre. Para permanecer moralmente respetables, los individuos precisan mantenerse limpios de la asociación voluntaria con criminales, y lo que más ciertamente necesitan es abstenerse de actuar como sus secuaces.
Las malas manzanas siguen apareciendo
Debido a la aparición de evidencia fotográfica y filmada en video difícil de desestimar, ciertos «incidentes», tales como la masacre en Haditha o la diversión y los juegos repulsivos en Abu Ghraib, logran llegar a los medios de comunicación estadounidenses de vez en cuando. El gobierno reacciona de modo predecible: primero, los funcionarios encubren o oscurecen la evidencia; luego, culpan «a unas pocas manzanas malas» entre las tropas enlistadas e insisten que nos tomemos un tiempo para «descubrir la información antes de arribar a conclusiones», especialmente a algunas conclusiones acerca de una conducta indebida por parte de oficiales senior; finalmente, sepultan todo el asunto en un prolongado procedimiento mediante el cual las fuerzas armadas investigan y, en la mayor parte de los casos, se exculpan, mientras el público en general desvía su atención hacia la historia más reciente de una estudiante desaparecida.
Es el método de comprobada eficacia mediante el cual el gobierno lidia con los molestos informes acerca de sus acciones: agacharse, pronunciar inanidades, y esperar. Los funcionarios superiores tienen batallones de melosos receptores de criticas y tiempo de sobra, los medios noticiosos están domesticados, y el público es inconstante.
En medio de los altibajos de los «incidentes» episódicos, sin embargo, lo que por lo general pasa sin ser destacado es el enorme grado en el cual, aparte de los hombres de la infantería enloqueciendo y de los guardias de las prisiones cumpliendo sus sádicas fantasías, se encuentran incorporadas las atrocidades a la forma despreocupadamente hiper-violenta en la que los estadounidenses están llevando las bendiciones de la democratización liberal a Irak. Están librando la guerra contra una población civil, escatimando cualquier intento serio por distinguir entre los «insurgentes» y otras personas en la vecindad. Tal como el Dr. Salam Ishmael, administrador de proyectos de la organización Médicos por Irak y ex jefe de médicos junior en el Medical City Hospital de Baghdad, le expresó al Inter Press Service, «Existen muchos, muchos, muchos casos como el de Haditha que aún permanecen encubiertos y precisan ser resaltados en Irak». Además de llevar a cabo masacres al estilo de la de Haditha, las fuerzas estadounidenses están recurriendo rutinariamente a los bombardeos aéreos con cohetes y bombas (ojivas de 500, 1.000, e incluso más libras de alta capacidad explosiva) altamente destructivas y a fusilamientos con armas gruesas (cañones tanque y ametralladoras calibre .50), a menudo en ciudades, pueblos, y barrios densamente poblados. Del lado de quienes reciben estas lecciones sobre democracia (una bomba, un voto), se encuentran incontables miles de personas inocentes—seres humanos colaterales, por así decirlo—que sufren entonces de modo inevitable la muerte, lesiones personales, o la destrucción de sus hogares y otro propiedad. Oops, no queríamos lastimarlos; solamente a los «chicos malos».
Todo este esfuerzo se encuentra tan perversamente impregnado por la más patente hipocresía moral que uno apenas sabe por dónde comenzar una crítica, excepto tal vez en el momento en que George W. Bush ordenó el inicio de la invasión. Todo el resto siguió naturalmente y bien podría haber sido anticipado—en verdad, fue previsto, por mí y por muchos otros. No obstante, en esta fecha avanzada, seguimos siendo convidados con informes falsamente escandalizados de los medios y fingidas discusiones de «manzanas malas» y todo el resto de la simulación de relaciones públicas sacada a relucir para encubrir la masiva matanza en curso.
Después de haber expresado los puntos de vista precedentes en público, comúnmente recibo objeciones o contra-argumentos de parte de individuos que están convencidos de que independientemente de lo malvado o mal aconsejado que pueda haber estado el presidente para iniciar la guerra, los soldados comunes que en verdad son quienes la están librando se encuentran abrumadoramente dedicados a conducirse de manera honorable. Mis desafiantes han sido llevados a creer, en la expresión que actualmente sirve como un tema de conversación oficial, que «el 99,9 por ciento de las tropas» es puro como la nieve. Así, mucha gente, disciplinada por los horrendos acontecimientos de los tres años pasados, declara ahora que «se opone a la guerra pero que apoya a las tropas». Guerra viciosa, soldados virtuosos.
No puedo digerir esta confección. A pesar de que Johnny puede haber sido, apenas unos pocos años atrás, simplemente ese agradable muchacho de la casa vecina, puede no obstante en la actualidad estar comprometido en acciones monstruosas. Además, ninguna guerra, sin importar lo vil que pueda ser su concepción, puede convertirse en una realidad a menos que alguien en verdad efectúe su diseño: alguien debe en verdad hacer la tarea.
Resumiendo, sugiero que todos los militares y otros agentes del gobierno de los Estados Unidos en Irak se encuentran comprometidos en una empresa malvada—una guerra de una agresión no provocada—y que de esa forma todos cargan con alguna culpabilidad moral por su participación. No pretendo sugerir que el hombre que le dispara a un bebé a quemarropa no es más culpable que el hombre que conduce un camión con provisiones o que lleva los recados de la oficina para el coronel, sino que todos son culpables en alguna medida.
No le doy importancia a «las leyes de la guerra » o a «lo que se les dijo a los soldados» en una rutinaria sesión de entrenamiento respecto de contenerse de asesinar y otra destrucción desenfrenada. Cometer una equivocación es cometer una equivocación, ya sea en Irak o en Indianapolis, ya sea que alguien agite la varita mágica verbal de la «guerra» sobre la escena del crimen o no. Enviar al Comandante de la Infantería de Marina a Irak para ofrecerle un discurso a las tropas sobre comportamiento moral resulta absurdo, especialmente después de todo el esfuerzo que el Cuerpo ha puesto en convertir a los muchachos en eficaces asesinos.
Si, George Bush les dijo a los soldados que vayan, pero ellos eligieron obedecer. Cuando los Nazis en Nuremberg sostenían que estaban «solamente obedeciendo órdenes», no recibieron piedad alguna, ni la merecían en modo alguno. Quizás los hombres y mujeres enrolados que meramente acompañan deberían ser vistos como menos culpables que el Gran Jefe—no estoy seguro, no soy Dios. Pero no veo que nadie involucrado en esta enorme tarea criminal tenga derecho a un cheque en blanco de salud moral.
El problema en Irak—y también en ese casi olvidado lugar atrasado aunque todavía destrozado por la violencia, que es Afganistán—no es que las fuerzas estadounidenses cobijen a unas pocas manzanas malas. El propio barril está podrido, e incluso una manzana buena colocada en él absorbe su podredumbre. Para permanecer moralmente respetables, los individuos precisan mantenerse limpios de la asociación voluntaria con criminales, y lo que más ciertamente necesitan es abstenerse de actuar como sus secuaces.
Defensa y política exteriorIrak
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