Desde la Guerra de Vietnam, en la que los conscriptos que regresaban eran evitados por gran parte de la sociedad estadounidense, los críticos de la política exterior de los Estados Unidos, incluida la Guerra de Irak, han hecho todo lo posible por no criticar a las fuerzas armadas estadounidenses y a veces han incluso elogiado la buena voluntad de los soldados de luchar por su país. Y, por supuesto, los periodistas y políticos en su gran mayoría no han hecho otra cosa que elogiar a los chicos y chicas estadounidenses en Irak. Pero esta zalamería no es buena para la república, y no es buena para las tropas.
El gobierno de una sociedad libre hipócritamente esclavizó a solamente un grupo específico de la población—los jóvenes—para luchar en una innecesaria guerra en Vietnam, un país atrasado que no era estratégico para los Estados Unidos. En vez de disculparse por el secuestro de su juventud por parte de su gobierno para este peligroso—y a veces fatal—servicio, varios segmentos de la sociedad estadounidense injustamente culparon a esas jóvenes victimas por la guerra.
Libre de culpa por este lamentable episodio en la historia de los Estados Unidos, la mayoría de los estadounidenses actualmente se sale de lo común para alabar a las tropas en Irak, incluso si son críticos de la invasión o de cómo está siendo conducida la guerra. Pero si bien existen muchas similitudes entre las guerras de Irak y Vietnam, hay una diferencia crítica. La conscripción fue eliminada después de la Guerra de Vietnam, y todos los efectivos que combaten en Irak son voluntarios. Afortunadamente el gobierno ya no obliga más a una estrecha porción de la sociedad a pelear y morir en combate.
Una de las principales razones por la que gran parte del pueblo estadounidense ha decidido oponerse pasivamente a la Guerra de Irak en lugar de adherirse a las activas manifestaciones en contra de la guerra, es la de que sus hijos ya no son más jalados de manera involuntaria de sus años productivos de universidad y trabajo y arrojados en los campos de la muerte de una guerra en una tierra remota.
¿Pero no deberían estar todavía preocupados los estadounidenses respecto de la muerte y el desmembramiento de los jóvenes que decidieron voluntariamente “pelear por todos nosotros”? La respuesta es sí; toda vida humana es valiosa. Pero la culpa del resto de la sociedad por gozar de vidas normales mientras los jóvenes se desangran en Irak no debería sofocar las críticas de las fuerzas armadas por su incompetente manejo de la guerra o disimulo de la opción que aquellos enlistados tomaron en primer lugar.
Cualquier visita al Pentágono entre el fin de la Guerra de Vietnam y el inicio de la Guerra de Irak—y yo realicé varias—podría al menos explicar parcialmente por qué los militares estadounidenses están perdiendo otra guerra de guerrillas. La obvia ineptitud de los políticos designados por la administración Bush, incluido el presidente, ha oscurecido la chapucería de las fuerzas armadas de los EE.UU. en librar la guerra. Después de la Guerra de Vietnam, el ejército estadounidense consideró que hubiese podido ganar la guerra si los políticos no hubiesen inmiscuido a la política en ella. Y la solución al problema de la guerra de guerrillas fue la de “no vamos a librarlas más”. Seguramente un laudable objetivo, pero los políticos no cooperaron—ellos han demostrado que involucrarán a los Estados Unidos en guerras de guerrilla, las que son inherentemente políticas.
Después de Vietnam, el ejército volvió a entrenarse para una gran guerra convencional en Europa. De manera predecible, cuando la invasión de Irak se volvió una guerra de guerrillas, el ejército cometió los mismos errores que en Vietnam. Por ejemplo, llevó a cabo incursiones de “búsqueda y destrucción” empleando un poder de fuego excesivo, tan solo para descubrir que el populacho local se encontraba en una actitud hostil después de que sus ciudades fueron destruidas y de que los guerrilleros se habían vuelto a infiltrar una vez que las fuerzas estadounidenses abandonaron el área. Debería ser impactante para los estadounidenses que aún después del trauma nacional en Vietnam, la burocracia de sus fuerzas armadas no fuera capaz de un aprendizaje institucional.
A nivel individual, los críticos de la guerra deben reconocer honestamente que los soldados cuyas vidas están en riesgo en Irak tomaron la decisión de enlistarse en las fuerzas armadas. Es cierto que muchos fueron convencidos por la publicidad militar de que estaban “sirviendo a su país”. En verdad, a menudo sirven a su gobierno—una distinción que es muy importante. Desde la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas armadas estadounidenses han sido empleadas menos en su rol tradicional de defender a la república y a sus ciudadanos contra las amenazas potenciales y más en el nuevo papel de vigilar el imperio global de los Estados Unidos. A efectos de vigilar el reino, las fuerzas armadas de los EE.UU. han sido configuradas ofensivamente—no defensivamente—para librar intensas guerras en naciones remotas. El Departamento de Defensa debería volverse a llamar el “Departamento de Ofensa”, el “Departamento de la Defensa Imperial”, o al menos el “Departamento para la Defensa de Otras Naciones”. Muchos jóvenes que se enlistan saben profundamente que los Estados Unidos conducen una política exterior agresiva en ultramar y están felices de participar en ella.
¿Significa eso que no deberíamos llorar sus muertes y desfiguramiento en una guerra inútil y contraproducente? No. La gente joven es impresionable y puede ser fácilmente convencida por las imágenes y la retórica patriótica de arriesgar sus vidas por objetivos que harían que George Washington, Thomas Jefferson, y el resto de los fundadores de la nación se encogieran. Son también persuadidos por los lucrativos pagos y beneficios (comparados a la mayoría de los civiles con la misma educación y experiencia laboral) que las fuerzas armadas le otorgan a su personal.
Sin embargo, muchos estadounidenses lloran las vidas de los 2.350 voluntarios estadounidenses que han fallecido en Irak, pero se preocupan poco respecto de los 25.000-100.000 iraquíes que no eligieron voluntariamente hacer el último de los sacrificios en una invasión de los Estados Unidos de su suelo. De hecho, el gobierno estadounidense ni siquiera se molesta en llevar el cómputo de cuántos iraquíes han muerto en la guerra.
Más importante aún, los fundadores de la nación se percataron de que una excesiva veneración de las fuerzas armadas no era algo bueno para una república. La república estadounidense fue imaginada como la antitesis de las sociedades militarizadas de la Europa del siglo 18. La glorificación de la militarizada política exterior de los EE.UU. de la segunda mitad del siglo 20 y comienzos del siglo 21 haría que la generación fundadora se revolcase en su tumba.
¿Es buena para la república la veneración de las fuerzas armadas?
Desde la Guerra de Vietnam, en la que los conscriptos que regresaban eran evitados por gran parte de la sociedad estadounidense, los críticos de la política exterior de los Estados Unidos, incluida la Guerra de Irak, han hecho todo lo posible por no criticar a las fuerzas armadas estadounidenses y a veces han incluso elogiado la buena voluntad de los soldados de luchar por su país. Y, por supuesto, los periodistas y políticos en su gran mayoría no han hecho otra cosa que elogiar a los chicos y chicas estadounidenses en Irak. Pero esta zalamería no es buena para la república, y no es buena para las tropas.
El gobierno de una sociedad libre hipócritamente esclavizó a solamente un grupo específico de la población—los jóvenes—para luchar en una innecesaria guerra en Vietnam, un país atrasado que no era estratégico para los Estados Unidos. En vez de disculparse por el secuestro de su juventud por parte de su gobierno para este peligroso—y a veces fatal—servicio, varios segmentos de la sociedad estadounidense injustamente culparon a esas jóvenes victimas por la guerra.
Libre de culpa por este lamentable episodio en la historia de los Estados Unidos, la mayoría de los estadounidenses actualmente se sale de lo común para alabar a las tropas en Irak, incluso si son críticos de la invasión o de cómo está siendo conducida la guerra. Pero si bien existen muchas similitudes entre las guerras de Irak y Vietnam, hay una diferencia crítica. La conscripción fue eliminada después de la Guerra de Vietnam, y todos los efectivos que combaten en Irak son voluntarios. Afortunadamente el gobierno ya no obliga más a una estrecha porción de la sociedad a pelear y morir en combate.
Una de las principales razones por la que gran parte del pueblo estadounidense ha decidido oponerse pasivamente a la Guerra de Irak en lugar de adherirse a las activas manifestaciones en contra de la guerra, es la de que sus hijos ya no son más jalados de manera involuntaria de sus años productivos de universidad y trabajo y arrojados en los campos de la muerte de una guerra en una tierra remota.
¿Pero no deberían estar todavía preocupados los estadounidenses respecto de la muerte y el desmembramiento de los jóvenes que decidieron voluntariamente “pelear por todos nosotros”? La respuesta es sí; toda vida humana es valiosa. Pero la culpa del resto de la sociedad por gozar de vidas normales mientras los jóvenes se desangran en Irak no debería sofocar las críticas de las fuerzas armadas por su incompetente manejo de la guerra o disimulo de la opción que aquellos enlistados tomaron en primer lugar.
Cualquier visita al Pentágono entre el fin de la Guerra de Vietnam y el inicio de la Guerra de Irak—y yo realicé varias—podría al menos explicar parcialmente por qué los militares estadounidenses están perdiendo otra guerra de guerrillas. La obvia ineptitud de los políticos designados por la administración Bush, incluido el presidente, ha oscurecido la chapucería de las fuerzas armadas de los EE.UU. en librar la guerra. Después de la Guerra de Vietnam, el ejército estadounidense consideró que hubiese podido ganar la guerra si los políticos no hubiesen inmiscuido a la política en ella. Y la solución al problema de la guerra de guerrillas fue la de “no vamos a librarlas más”. Seguramente un laudable objetivo, pero los políticos no cooperaron—ellos han demostrado que involucrarán a los Estados Unidos en guerras de guerrilla, las que son inherentemente políticas.
Después de Vietnam, el ejército volvió a entrenarse para una gran guerra convencional en Europa. De manera predecible, cuando la invasión de Irak se volvió una guerra de guerrillas, el ejército cometió los mismos errores que en Vietnam. Por ejemplo, llevó a cabo incursiones de “búsqueda y destrucción” empleando un poder de fuego excesivo, tan solo para descubrir que el populacho local se encontraba en una actitud hostil después de que sus ciudades fueron destruidas y de que los guerrilleros se habían vuelto a infiltrar una vez que las fuerzas estadounidenses abandonaron el área. Debería ser impactante para los estadounidenses que aún después del trauma nacional en Vietnam, la burocracia de sus fuerzas armadas no fuera capaz de un aprendizaje institucional.
A nivel individual, los críticos de la guerra deben reconocer honestamente que los soldados cuyas vidas están en riesgo en Irak tomaron la decisión de enlistarse en las fuerzas armadas. Es cierto que muchos fueron convencidos por la publicidad militar de que estaban “sirviendo a su país”. En verdad, a menudo sirven a su gobierno—una distinción que es muy importante. Desde la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas armadas estadounidenses han sido empleadas menos en su rol tradicional de defender a la república y a sus ciudadanos contra las amenazas potenciales y más en el nuevo papel de vigilar el imperio global de los Estados Unidos. A efectos de vigilar el reino, las fuerzas armadas de los EE.UU. han sido configuradas ofensivamente—no defensivamente—para librar intensas guerras en naciones remotas. El Departamento de Defensa debería volverse a llamar el “Departamento de Ofensa”, el “Departamento de la Defensa Imperial”, o al menos el “Departamento para la Defensa de Otras Naciones”. Muchos jóvenes que se enlistan saben profundamente que los Estados Unidos conducen una política exterior agresiva en ultramar y están felices de participar en ella.
¿Significa eso que no deberíamos llorar sus muertes y desfiguramiento en una guerra inútil y contraproducente? No. La gente joven es impresionable y puede ser fácilmente convencida por las imágenes y la retórica patriótica de arriesgar sus vidas por objetivos que harían que George Washington, Thomas Jefferson, y el resto de los fundadores de la nación se encogieran. Son también persuadidos por los lucrativos pagos y beneficios (comparados a la mayoría de los civiles con la misma educación y experiencia laboral) que las fuerzas armadas le otorgan a su personal.
Sin embargo, muchos estadounidenses lloran las vidas de los 2.350 voluntarios estadounidenses que han fallecido en Irak, pero se preocupan poco respecto de los 25.000-100.000 iraquíes que no eligieron voluntariamente hacer el último de los sacrificios en una invasión de los Estados Unidos de su suelo. De hecho, el gobierno estadounidense ni siquiera se molesta en llevar el cómputo de cuántos iraquíes han muerto en la guerra.
Más importante aún, los fundadores de la nación se percataron de que una excesiva veneración de las fuerzas armadas no era algo bueno para una república. La república estadounidense fue imaginada como la antitesis de las sociedades militarizadas de la Europa del siglo 18. La glorificación de la militarizada política exterior de los EE.UU. de la segunda mitad del siglo 20 y comienzos del siglo 21 haría que la generación fundadora se revolcase en su tumba.
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