Recientemente han visitado Guatemala dos expertos internacionales, funcionarios de esos organismos de las Naciones Unidas que tanto dicen preocuparse por la pobreza, y ambos han recomendado al gobierno aumentar los impuestos para mejorar el crecimiento económico del país, bastante escuálido en los últimos años. Uno de ellos, para ser más preciso, recomendó incrementar la carga impositiva total para que esta pueda llegar al 16% del PIB y dedicar una mayor proporción del gasto a la “educación, la salud y el desarrollo social.” Son palabras que suenan muy bonitas, que sugieren una gran sensibilidad social ante el espectáculo perturbador de la pobreza, pero que, lamentablemente, provienen de ideas por completo equivocadas acerca de sus causas y de la forma en que podemos superarla.
La pobreza, según nos explican, proviene ante todo de la desigualdad, de la forma muy poco equitativa en que se distribuyen los ingresos en la sociedad. Si el estado, cobrando más impuestos, puede realizar obras de inversión social, ampliar y mejorar la educación y dar una cobertura adecuada a la salud, los pobres –entonces- recibirán mayores salarios y podrán alcanzar, en general, mejores condiciones de vida. Pero, si atendemos a las lecciones de la historia y de la economía, comprenderemos que el mundo real no funciona de esta manera.
Para hacer esa obra social que nos recomiendan, como decíamos, el primer paso es cobrar mayores impuestos, exigir que una parte más amplia de la riqueza producida se destine al gobierno: éste, en tal caso, podría desarrollar una acción provechosa en favor de los pobres. Pero el dinero que se destina a los impuestos se resta, inevitablemente, del capital que podría usarse para adoptar nuevas tecnologías, hacer nuevas inversiones y, en definitiva, para generar más riqueza. Nuevos capitales podrían llegar a los países si los inversionistas percibieran que hay buenas oportunidades para hacer negocios, para crecer, para aumentar y hacer más productiva su actividad. Así planteado el problema se abre un interrogante fundamental: ¿produciremos menos riqueza, dándole al estado un mayor papel en el desarrollo, o dejaremos que éste gaste menos en lo social, pero aumentando el dinamismo de la economía?
El dilema debe ser colocado en una necesaria perspectiva histórica y resuelto, además, sobre la base de datos concretos. Los países que han alcanzado el desarrollo, y que en general tienen ahora una carga impositiva alta, han ido aumentando sus impuestos luego de alcanzar un crecimiento sostenido y un grado de desarrollo suficiente como para que esos tributos no pesasen demasiado en la inversión productiva de las empresas. Pero en Guatemala, para volver a nuestro ejemplo inicial, las empresas asumen hoy una carga del 35% y el estado se lleva un 12,4% del producto total del país, según datos del Indice de Libertad Económica, que además califica a esta carga como “alta”. Es más, según revisiones que está haciendo el Banco Central, el PIB del país sería algo menor al que se toma normalmente como cierto, por lo que la carga impositiva real estaría en realidad en el orden del 14% ó 15% del PIB.
No negamos que un país pobre, con escasa infraestructura y una población que lucha por la subsistencia, deba emprender inversiones públicas en servicios básicos y en educación. Pero lo que no nos parece lógico es que se reduzca aún más la poca inversión privada existente, que se ahuyente a los inversores, y que el estado crezca destinando grandes sumas a programas sociales que, en la práctica, no resultan efectivos para combatir la pobreza. Porque buena parte del gasto público social, que tanto entusiasma a los funcionarios internacionales, termina de hecho en manos de una burocracia que no cesa de crecer, se desvanece en el aire por obra de la corrupción y deriva en ‘gastos de funcionamiento’ que para nada llegan a los más necesitados. Mientras esto ocurre se descuidan otros temas, como el de la seguridad, en el que la acción del estado resulta cada vez menos efectiva.
El clima de inseguridad que viven casi todos los países de nuestra región afecta de un modo directo las condiciones de vida de los más pobres: son ellos los que viven en zonas marginales donde no entra la policía, donde las bandas de delincuentes imperan sin control, donde no es posible hacer respetar la ley y donde la propiedad –aún la más pequeña- está siempre amenazada. Sin seguridad, sin un entorno jurídico claro y sin un sistema de justicia eficiente la mayoría de las personas queda a merced del más fuerte y no puede dedicarse a progresar y a mejorar su condición: es función esencial del estado garantizar, antes que nada, estos servicios públicos esenciales a la vida civilizada.
El dilema planteado, en la realidad, es entonces mucho más claro y menos difícil de resolver: o se recarga de impuestos a una población ya bastante pobre y sufrida, aumentando la burocracia pública, o se estimula en cambio la inversión privada, el libre flujo de capitales y un ambiente de seguridad y orden que es indispensable para que, cada uno, se ocupe de su propia prosperidad.
Más impuestos o más inversión… ése es el dilema
Recientemente han visitado Guatemala dos expertos internacionales, funcionarios de esos organismos de las Naciones Unidas que tanto dicen preocuparse por la pobreza, y ambos han recomendado al gobierno aumentar los impuestos para mejorar el crecimiento económico del país, bastante escuálido en los últimos años. Uno de ellos, para ser más preciso, recomendó incrementar la carga impositiva total para que esta pueda llegar al 16% del PIB y dedicar una mayor proporción del gasto a la “educación, la salud y el desarrollo social.” Son palabras que suenan muy bonitas, que sugieren una gran sensibilidad social ante el espectáculo perturbador de la pobreza, pero que, lamentablemente, provienen de ideas por completo equivocadas acerca de sus causas y de la forma en que podemos superarla.
La pobreza, según nos explican, proviene ante todo de la desigualdad, de la forma muy poco equitativa en que se distribuyen los ingresos en la sociedad. Si el estado, cobrando más impuestos, puede realizar obras de inversión social, ampliar y mejorar la educación y dar una cobertura adecuada a la salud, los pobres –entonces- recibirán mayores salarios y podrán alcanzar, en general, mejores condiciones de vida. Pero, si atendemos a las lecciones de la historia y de la economía, comprenderemos que el mundo real no funciona de esta manera.
Para hacer esa obra social que nos recomiendan, como decíamos, el primer paso es cobrar mayores impuestos, exigir que una parte más amplia de la riqueza producida se destine al gobierno: éste, en tal caso, podría desarrollar una acción provechosa en favor de los pobres. Pero el dinero que se destina a los impuestos se resta, inevitablemente, del capital que podría usarse para adoptar nuevas tecnologías, hacer nuevas inversiones y, en definitiva, para generar más riqueza. Nuevos capitales podrían llegar a los países si los inversionistas percibieran que hay buenas oportunidades para hacer negocios, para crecer, para aumentar y hacer más productiva su actividad. Así planteado el problema se abre un interrogante fundamental: ¿produciremos menos riqueza, dándole al estado un mayor papel en el desarrollo, o dejaremos que éste gaste menos en lo social, pero aumentando el dinamismo de la economía?
El dilema debe ser colocado en una necesaria perspectiva histórica y resuelto, además, sobre la base de datos concretos. Los países que han alcanzado el desarrollo, y que en general tienen ahora una carga impositiva alta, han ido aumentando sus impuestos luego de alcanzar un crecimiento sostenido y un grado de desarrollo suficiente como para que esos tributos no pesasen demasiado en la inversión productiva de las empresas. Pero en Guatemala, para volver a nuestro ejemplo inicial, las empresas asumen hoy una carga del 35% y el estado se lleva un 12,4% del producto total del país, según datos del Indice de Libertad Económica, que además califica a esta carga como “alta”. Es más, según revisiones que está haciendo el Banco Central, el PIB del país sería algo menor al que se toma normalmente como cierto, por lo que la carga impositiva real estaría en realidad en el orden del 14% ó 15% del PIB.
No negamos que un país pobre, con escasa infraestructura y una población que lucha por la subsistencia, deba emprender inversiones públicas en servicios básicos y en educación. Pero lo que no nos parece lógico es que se reduzca aún más la poca inversión privada existente, que se ahuyente a los inversores, y que el estado crezca destinando grandes sumas a programas sociales que, en la práctica, no resultan efectivos para combatir la pobreza. Porque buena parte del gasto público social, que tanto entusiasma a los funcionarios internacionales, termina de hecho en manos de una burocracia que no cesa de crecer, se desvanece en el aire por obra de la corrupción y deriva en ‘gastos de funcionamiento’ que para nada llegan a los más necesitados. Mientras esto ocurre se descuidan otros temas, como el de la seguridad, en el que la acción del estado resulta cada vez menos efectiva.
El clima de inseguridad que viven casi todos los países de nuestra región afecta de un modo directo las condiciones de vida de los más pobres: son ellos los que viven en zonas marginales donde no entra la policía, donde las bandas de delincuentes imperan sin control, donde no es posible hacer respetar la ley y donde la propiedad –aún la más pequeña- está siempre amenazada. Sin seguridad, sin un entorno jurídico claro y sin un sistema de justicia eficiente la mayoría de las personas queda a merced del más fuerte y no puede dedicarse a progresar y a mejorar su condición: es función esencial del estado garantizar, antes que nada, estos servicios públicos esenciales a la vida civilizada.
El dilema planteado, en la realidad, es entonces mucho más claro y menos difícil de resolver: o se recarga de impuestos a una población ya bastante pobre y sufrida, aumentando la burocracia pública, o se estimula en cambio la inversión privada, el libre flujo de capitales y un ambiente de seguridad y orden que es indispensable para que, cada uno, se ocupe de su propia prosperidad.
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