Triunfante tras haber obtenido el “mandato” del pueblo, el Presidente Bush, ha anunciado, hasta la fecha, las desvinculación de ocho miembros de su gabinete. A pesar de que varios de estos funcionarios gubernamentales se encontraban en el mejor de los casos desprestigiados, el peor del gabinete se encuentra aún en su cargo. Donald Rumsfeld debería de haber sido el primer funcionario del gabinete despedido, pero al imperturbable Secretario de Defensa le ha sido pedido que regrese para seguir involucrado en el segundo mandato de Bush.
El “secreto” del éxito de Rumsfeld (en Washington, el principal objetivo de un burócrata es el de sobrevivir a la agitación)—como el de John F. Kennedy o el de Ronald Reagan—no es ni su capacidad ni sus aportes, sino su carisma.
Durante los siete primeros meses de la administración Bush, la especulación que se arremolinaba alrededor de Washington era la de que Rumsfeld sería el primer integrante del gabinete en ser expulsado. A pesar de que inicialmente, Rumsfeld había desarrollado un programa de transformación militar que tenía algún mérito, había evidenciado incompetencia en sus negociaciones con el Congreso e incluso con sus propios generales. Todos en la capital deseaban aparentemente la cabeza de Rumsfeld.
Entonces, el 11 de septiembre de 2001 vino a salvarle la vida política al secretario. Como lo dijo alguna vez el actor Jack Palance, “La confianza es sexy.” y Rumsfeld lo ha probado empleando su supremo auto-convencimiento para hacer desmayar a los medios durante esas horas de crisis nacional. La prensa ha perdonado incluso la ocasionalmente irritable disposición de Rumsfeld.
El aplomo de Rumsfeld ha continuado aún ante la evidencia de la desastrosa excursión estadounidense en Irak—una desventura que debería yacer a los pies del Pentágono. Rumsfeld y su subsecretario, Paul Wolfowitz—conjuntamente con el Vicepresidente Cheney—convencieron a un inexperimentado presidente de que derribar a Saddam y reemplazarlo con un amistoso régimen democrático, sería un juego de niños.
Rumsfeld, Wolfowitz, y Cheney arrogantemente cometieron el clásico error de los fuertes: el de subestimar al adversario. Consideraron que las fuerzas de los EE.UU. serían saludadas por los iraquíes como libertadoras en vez de como conquistadoras y fallaron en anticipar la aparentemente pre-planificada e inteligente forma de resistencia de los guerrilleros. Miembros del liderazgo iraquí sabían que tenían pocas posibilidades en una puja mano a mano con las fuerzas armadas más poderosas que el mundo haya conocido jamás. En cambio, decidieron utilizar el método de hacer la guerra más exitoso en la historia—golpear y huir con tácticas guerrilleras, las que harán que el Leviatán se canse y se regrese a su casa.
Ignorando la real posibilidad de una guerra de guerrillas tras la invasión y pretendiendo demostrar su visión de la guerra del futuro—la cual marginaba al poder terrestre y enfatizaba el poderío aéreo y la electrónica—, Rumsfeld ridiculizó a la admonición del general en jefe del Ejército de que cientos de miles de soldados serían necesarios a fin de ocupar y administrar a Irak de manera exitosa. A veces, los políticos deberían seguir el consejo de los expertos. Las fuerzas armadas estadounidenses nunca han tenido los suficientes efectivos en Irak como para llevar a cabo sus risibles y ambiciosas metas allí.
Por otra parte, durante las primeras etapas de la ocupación, el Pentágono, por entonces a cargo de ese esfuerzo, tontamente disolvió a las fuerzas de seguridad iraquíes y rehusó permitirles a los miembros del partido Baath colaborar para gobernar al país aunque fuese de manera temporaria.
Estas políticas ignoraron las lecciones aprendidas en la ocupación de Alemania tras la Segunda Guerra Mundial. Después de aquel conflicto, los Estados Unidos tuvieron que depender de algunos indeseables funcionarios alemanes que contaban con el conocimiento especial para ayudar a recoger las piezas de esa destruida nación. Y no solamente las purgas en Irak privaron a la ocupación estadounidense de los expertos, varios de aquellos disgustados funcionarios iraquíes se encuentran ahora usando esas habilidades contra los Estados Unidos.
Los Estados Unidos han tenido que reconstruir a las fuerzas de seguridad iraquíes desde cero. Las nuevas fuerzas iraquíes han probado no ser confiables, ser incompetentes, y a veces hasta comparten el lecho con los guerrilleros.
Además, Rumsfeld ha apoyado el uso de tácticas militares de mano dura las que han alienado al pueblo iraquí—un error crítico en una guerra de contrainsurgencia. Por ejemplo, pese a que los británicos—con una gran experiencia en combatir a los guerrilleros urbanos en Irlanda del Norte—han aconsejado a las fuerzas militares estadounidenses morigerar su modo agresivo de operar, las fuerzas de los Estados Unidos erróneamente emplearon un pesado poder de fuego para arrasar a la ciudad de Falluya.
La ciudad se ha convertido en un símbolo para la resistencia a una fuerza de ocupación extranjera y destrozarla puede muy bien dar lugar a un punto de convocatoria para las fuerzas guerrilleras. Resumiendo, las perspectivas de un éxito para la campaña de contrainsurgencia estadounidense en Irak parecieran ser sombrías.
Finalmente, Rumsfeld, como mínimo, creó un clima de desdén en las fuerzas armadas de los EE.UU. respecto de las Convenciones de Ginebra sobre el tratamiento a los prisioneros. Este clima condujo a una no-estadounidense forma de tortura y degradación de los prisioneros en Abu Ghraib y en otras cárceles militares. Incluso si estos casos exagerados fuesen tan sólo excesos y no una política secreta del Pentágono para extraer de los prisioneros la información de inteligencia que se necesitada con desesperación, el plan de Rumsfeld de la innecesaria invasión de una nación soberana lo obliga a asumir la plena responsabilidad moral por esos actos.
Irónicamente, la aparente aversión del Presidente Bush para despedir a Rumsfeld indica cuan malamente está desarrollándose la guerra. Si el presidente despidiese a Rumsfeld, un público estadounidense que se durmió durante los comicios, podría finalmente percatarse del verdadero estado calamitoso de la guerra. En su lugar, como un cervatillo enceguecido por las luces de un automóvil, Bush ingenua y tontamente considera que manteniendo el rostro carismático de su política sobre Irak, puede esconder el fracaso propio y el de Rumsfeld el tiempo suficiente como para ver qué hacer. En cambio, debería despedir a Rumsfeld y designar a alguien que pueda comenzar a sacar a los Estados Unidos de esta ciénaga enlodada.
Traducido por Gabriel Gasave
El empantanado conflicto de Rumsfeld
Triunfante tras haber obtenido el “mandato” del pueblo, el Presidente Bush, ha anunciado, hasta la fecha, las desvinculación de ocho miembros de su gabinete. A pesar de que varios de estos funcionarios gubernamentales se encontraban en el mejor de los casos desprestigiados, el peor del gabinete se encuentra aún en su cargo. Donald Rumsfeld debería de haber sido el primer funcionario del gabinete despedido, pero al imperturbable Secretario de Defensa le ha sido pedido que regrese para seguir involucrado en el segundo mandato de Bush.
El “secreto” del éxito de Rumsfeld (en Washington, el principal objetivo de un burócrata es el de sobrevivir a la agitación)—como el de John F. Kennedy o el de Ronald Reagan—no es ni su capacidad ni sus aportes, sino su carisma.
Durante los siete primeros meses de la administración Bush, la especulación que se arremolinaba alrededor de Washington era la de que Rumsfeld sería el primer integrante del gabinete en ser expulsado. A pesar de que inicialmente, Rumsfeld había desarrollado un programa de transformación militar que tenía algún mérito, había evidenciado incompetencia en sus negociaciones con el Congreso e incluso con sus propios generales. Todos en la capital deseaban aparentemente la cabeza de Rumsfeld.
Entonces, el 11 de septiembre de 2001 vino a salvarle la vida política al secretario. Como lo dijo alguna vez el actor Jack Palance, “La confianza es sexy.” y Rumsfeld lo ha probado empleando su supremo auto-convencimiento para hacer desmayar a los medios durante esas horas de crisis nacional. La prensa ha perdonado incluso la ocasionalmente irritable disposición de Rumsfeld.
El aplomo de Rumsfeld ha continuado aún ante la evidencia de la desastrosa excursión estadounidense en Irak—una desventura que debería yacer a los pies del Pentágono. Rumsfeld y su subsecretario, Paul Wolfowitz—conjuntamente con el Vicepresidente Cheney—convencieron a un inexperimentado presidente de que derribar a Saddam y reemplazarlo con un amistoso régimen democrático, sería un juego de niños.
Rumsfeld, Wolfowitz, y Cheney arrogantemente cometieron el clásico error de los fuertes: el de subestimar al adversario. Consideraron que las fuerzas de los EE.UU. serían saludadas por los iraquíes como libertadoras en vez de como conquistadoras y fallaron en anticipar la aparentemente pre-planificada e inteligente forma de resistencia de los guerrilleros. Miembros del liderazgo iraquí sabían que tenían pocas posibilidades en una puja mano a mano con las fuerzas armadas más poderosas que el mundo haya conocido jamás. En cambio, decidieron utilizar el método de hacer la guerra más exitoso en la historia—golpear y huir con tácticas guerrilleras, las que harán que el Leviatán se canse y se regrese a su casa.
Ignorando la real posibilidad de una guerra de guerrillas tras la invasión y pretendiendo demostrar su visión de la guerra del futuro—la cual marginaba al poder terrestre y enfatizaba el poderío aéreo y la electrónica—, Rumsfeld ridiculizó a la admonición del general en jefe del Ejército de que cientos de miles de soldados serían necesarios a fin de ocupar y administrar a Irak de manera exitosa. A veces, los políticos deberían seguir el consejo de los expertos. Las fuerzas armadas estadounidenses nunca han tenido los suficientes efectivos en Irak como para llevar a cabo sus risibles y ambiciosas metas allí.
Por otra parte, durante las primeras etapas de la ocupación, el Pentágono, por entonces a cargo de ese esfuerzo, tontamente disolvió a las fuerzas de seguridad iraquíes y rehusó permitirles a los miembros del partido Baath colaborar para gobernar al país aunque fuese de manera temporaria.
Estas políticas ignoraron las lecciones aprendidas en la ocupación de Alemania tras la Segunda Guerra Mundial. Después de aquel conflicto, los Estados Unidos tuvieron que depender de algunos indeseables funcionarios alemanes que contaban con el conocimiento especial para ayudar a recoger las piezas de esa destruida nación. Y no solamente las purgas en Irak privaron a la ocupación estadounidense de los expertos, varios de aquellos disgustados funcionarios iraquíes se encuentran ahora usando esas habilidades contra los Estados Unidos.
Los Estados Unidos han tenido que reconstruir a las fuerzas de seguridad iraquíes desde cero. Las nuevas fuerzas iraquíes han probado no ser confiables, ser incompetentes, y a veces hasta comparten el lecho con los guerrilleros.
Además, Rumsfeld ha apoyado el uso de tácticas militares de mano dura las que han alienado al pueblo iraquí—un error crítico en una guerra de contrainsurgencia. Por ejemplo, pese a que los británicos—con una gran experiencia en combatir a los guerrilleros urbanos en Irlanda del Norte—han aconsejado a las fuerzas militares estadounidenses morigerar su modo agresivo de operar, las fuerzas de los Estados Unidos erróneamente emplearon un pesado poder de fuego para arrasar a la ciudad de Falluya.
La ciudad se ha convertido en un símbolo para la resistencia a una fuerza de ocupación extranjera y destrozarla puede muy bien dar lugar a un punto de convocatoria para las fuerzas guerrilleras. Resumiendo, las perspectivas de un éxito para la campaña de contrainsurgencia estadounidense en Irak parecieran ser sombrías.
Finalmente, Rumsfeld, como mínimo, creó un clima de desdén en las fuerzas armadas de los EE.UU. respecto de las Convenciones de Ginebra sobre el tratamiento a los prisioneros. Este clima condujo a una no-estadounidense forma de tortura y degradación de los prisioneros en Abu Ghraib y en otras cárceles militares. Incluso si estos casos exagerados fuesen tan sólo excesos y no una política secreta del Pentágono para extraer de los prisioneros la información de inteligencia que se necesitada con desesperación, el plan de Rumsfeld de la innecesaria invasión de una nación soberana lo obliga a asumir la plena responsabilidad moral por esos actos.
Irónicamente, la aparente aversión del Presidente Bush para despedir a Rumsfeld indica cuan malamente está desarrollándose la guerra. Si el presidente despidiese a Rumsfeld, un público estadounidense que se durmió durante los comicios, podría finalmente percatarse del verdadero estado calamitoso de la guerra. En su lugar, como un cervatillo enceguecido por las luces de un automóvil, Bush ingenua y tontamente considera que manteniendo el rostro carismático de su política sobre Irak, puede esconder el fracaso propio y el de Rumsfeld el tiempo suficiente como para ver qué hacer. En cambio, debería despedir a Rumsfeld y designar a alguien que pueda comenzar a sacar a los Estados Unidos de esta ciénaga enlodada.
Traducido por Gabriel Gasave
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