En la mitología que muchos estadounidenses todavía abrigan, la administración Kennedy estuvo constituida por gente suave, elegante, y sofisticada, desde el mismísimo joven presidente, inteligente, elocuente y formidablemente buen mozo, hasta los consejeros afeitados al ras tales como McGeorge Bundy de Harvard y Walt Whitman Rostow del MIT, los racionales funcionarios del gabinete como Dean Rusk y Robert McNamara, en cuyas manos las computadoras electrónicas y el “análisis de sistemas” prometía proporcionar respuestas aún para las preguntas socioeconómicas y militares más complicadas. No sólo eran estos hombres “los mejores y los más brillantes,” sino que muchos de ellos eran también jóvenes y gallardos, que disfrutaban de la compañía de los Boinas Verdes y de otros comprometidos en aventuras.
Nadie, en mi conocimiento, ha percibido alguna semejanza sustancial entre los barones de Camelot y los temperamentos no tan suaves que ahora gobiernan Washington. Con su inhabilidad para pronunciar aun la oración más simple en inglés confortable y correctamente, George W. Bush nunca será confundido con el regreso de JFK. Ni a Dick Cheney o Donald Rumsfeld les serán atribuidas cualidades mentales de genio analítico—se les llamará astutos e ingeniosos Maquiavelos, quizás, pero tienen apenas un esbozo de la inteligencia fría, calculadora y del tipo “analista de sistemas” por la cual los “chicos dinámicos” de McNamara fueron reconocidos. Mientras Jack Kennedy reposaba su fe en los dos milenios de la doctrina y del ceremonial católico, George Bush es un religioso relativamente primitivo, un metodista y, afirma, “renacido.”
No obstante, pese a todas las diferencias aparentes entre estas dos pandillas gobernantes, las mismas exteriorizan también algunas semejanzas inquietantes. Estos paralelismos me impactaron mucho recientemente mientras leía la nueva historia de la Guerra Fría de Derek Leebaert, The Fifty-Year Wound (Boston: Little, Brown, 2002). Leebaert pone en un agudo relieve algunos símbolos de la administración Kennedy que han tendido a ser suprimidos o que han recibido un falso lustre positivo por parte de los muchos que han adulado al martirizado presidente y a su corto régimen.
La gente de Kennedy rebosaba de temeridad, no sólo en sus vidas personales, donde podía ser mantenida fuera de la vista o ser excusada, sino en su elaboración de la política. “Los jóvenes y vigorosos hombres que tomaron el poder en enero [1961],” escribe Leebaert, “vieron pocos límites y actuaron de conformidad” (p. 256). Así, se embarcaron en la temeraria, mal preparada, y en última instancia desastrosa invasión de Bahía de los Cochinos. Insensatamente empujaron el mundo al borde de la catástrofe nuclear en su gerenciamiento de la crisis de los misiles cubanos. La obsesión del Presidente Kennedy—y de su hermano Robert—con matar a Fidel Castro, un objetivo que estaba sin realizar pese a los incontables complots de historieta de la CIA para hacer el trabajo sucio, doblegó tanto su juicio que dio lugar a más de unos pretzels de la política.
Imprudente en sus tratativas con los cubanos y los soviéticos, Kennedy no fue más sensible al tratar la situación en el sudeste asiático. Sin embargo, el presidente resolvió que debía demostrar dureza. Mantuvo creciente al número de tropas de EE.UU. en Vietnam del Sur—de 692 cuando llegó al poder a casi 17.000 al momento de su muerte. Para esa época, también –lo que fue más nefasto- alrededor de un millón de tropas de EE.UU. habían sido estacionadas en más de doscientas bases extranjeras dispersas alrededor del globo.
La quintaesencia del Guerrero Frío y “un terrorífico amante del riesgo” (p. 260), Kennedy no sufrió “escasez de adrenalina, de violencia, o de nobles intenciones” (p. 258). No sorprendentemente, por lo tanto, fracasó en mantener a los militares con una corta correa civil en un momento en el que los generales fanáticos cortados sobre la base del molde de Curtis LeMay, Thomas Power, y Lyman Lemnitzer conducían el espectáculo. “El Pentágono estaba tomando atajos operacionales peligrosos,” escribe Leebaert, “tales como poner millares de armas [nucleares] en alerta extrema, y hombres fuera de la cadena legal de la sucesión presidencial hubiesen podido decidir lanzarlas” (p. 317). Corresponde recordar que la clásica película de la Guerra Fría “Dr. Strangelove,” describe situaciones tal como existieron durante la administración Kennedy (pese a que el Presidente en la película, Merkin Muffley, bastante extrañamente, guarda un parecido cercano con Adlai Stevenson).
Los líderes de la administración Kennedy exhibían, en la frase de Leebaert, “una militancia asombrosa” (p. 256). Sin embargo, a pesar de su pomposa educación y su pulida gracia social, tenían por lo general tan solo uno idea brumosa de qué era lo que estaban haciendo—personificaron lo que el sociólogo C. Wright Mills llamó el “chiflado realista.” Por lo tanto, “el mal juicio llegó a ser ineludible a medida que la emergencia se alejaba en una forma de vida dramatizable, institucionalmente subscrita” (p. 257). Del sangriento fiasco de Bahía de los Cochinos en los comienzos, al desastre cercano al día del juicio final de la crisis de los misiles, a la despreocupada zambullida en las arenas movedizas de Vietnam, este mejor y más brillante “pueblo a quién las oportunidades ofrecidas por el estado moderno ha tentado en un eterno engaño con el peligro y la extremidad” (p. 261) fue de un error a otro durante “aquellos años vanidosos” (p. 262).
La gente de Kennedy encubrió su colosal mala gestión de política exterior detrás de un parapeto de prevaricación—mentiras sobre la responsabilidad en Bahía de los Cochinos, mentiras respecto de qué había sucedido en conexión con el origen y la resolución de la crisis de los misiles, mentiras sobre lo que los “consejeros” de los EE.UU. y los operativos de la CIA estaban realmente haciendo en el sudeste asiático. Poco se imaginaba el pueblo estadounidense cuán masivamente y cuán rutinariamente su gobierno los estaba engañando sobre sus malolientes peripecias en el exterior. Así, los estadounidenses comunes no podían sospechar que “buena gente” como ellos mismos pudiese estar implicada ahora a diario en asesinatos políticos y transgresiones relacionadas alrededor del mundo—todo parte del énfasis de la administración Kennedy en la “contra insurgencia,” un programa global en el cual “la demanda sin fin por respuestas tácticas proveyó al gobierno con años de tentaciones para engañar, o peor” (p. 301). No conforme con simplemente responder a los comunistas y a sus sucedáneos verdaderos o imaginados, sin embargo, el Presidente Kennedy impulsó a sus subalternos a considerar el disparar el primer tiro. Así, él “alentó a la CIA y a otros brazos del gobierno a explorar la acción preventiva, incluyendo planes para ‘eliminar’ el programa nuclear de China” (p. 311).
Contra esta enumeración, la actual administración Bush ha venido a proporcionar un remedo penosamente cercano. Cada vez más, este gobierno ha exhibido una militancia, una agresividad, una ambición global para combatir a alguno y a todos los enemigos percibidos (excepto, quizás, aquellos que pueden responder, como por ejemplo Corea del Norte), y una confianza en la fuerza militar, incluyendo los ataques preventivos, que deben tener a Jack Kennedy sonriendo en algún lugar en el mundo de abajo. Incluso el ridículo orgullo físico que se ha convertido en el modo de andar presidencial característico desde los ataques del 11 de septiembre trae a la mente “aquellos años vanidosos” que Leebaert asocia con los tiempos de Kennedy en el poder.
Leer la “Estrategia de la Seguridad Nacional” de la administración Bush es apreciar apenas cuánto el actual gobierno reproduce de la arrogancia y de la vanidad de la administración Kennedy. Ahora, sin embargo, nos encontramos con el interés original en ataques preventivos erigido como pilar de la política, encapsulado explícitamente en el lema que “la mejor defensa es un buen ataque”. Por lo tanto, “como una cuestión de sentido común y de autodefensa,” el presidente declara en su introducción al documento, “Los Estados Unidos actuarán contra. . . las amenazas que emerjan antes de que se formen completamente.” Así como los chicos dinámicos de Kennedy tenían confianza suprema en su capacidad de aplicar el análisis de costo – beneficio a cada problema de la política de defensa, los hombres de Bush tienen confianza suprema en su capacidad de identificar amenazas mortales, incluso antes de que hayan florecido.
Así como Jack Kennedy no tenía “escasez de adrenalina, de violencia, o de nobles intenciones,” George W. Bush proclama que “el único sendero hacia la paz y la seguridad es el sendero de la acción.” Así como Kennedy declaró que bajo su dirección heroica los americanos “pagaríamos cualquier precio, soportaríamos cualquier carga, resolveríamos cualquier dificultad, apoyaríamos a cualquier amigo, nos opondríamos a cualquier enemigo” así Bush prevé “un emprendimiento global de duración incierta” y propone conducirnos valerosamente y llenos de fe cristiana en ”esta gran misión.” Sus subordinados han estado diciéndoles a los anfitriones de cada talk-show que los entretenían, sin embargo, que el resultado de su cruzada global no será un campo de espinas sino el de un florecimiento magnífico de las democracias más allá de lo que el ojo puede ver, aun en regiones subdesarrolladas y conflictivas donde no ha existido jamás una democracia exitosa y donde la cultura política es completamente antitética a tal sistema de gobierno. La base ofrecida para este curso de acción hace ver a la ignorancia de la gente de Kennedy respecto del sudeste asiático como casi una información completa. De nuevo, el realismo del chiflado se sienta firmemente en su montura.
Si la administración Kennedy procedió temerariamente, la administración Bush parece intentar igualar o superar esa temeridad clásica. Así, Bush y compañía han elegido desatender e insultar a importantes aliados desde hace mucho tiempo y proceder unilateralmente en un mundo al que la administración define como consistente exclusivamente en aquellos que están con nosotros y aquellos que están contra nosotros. (Demasiado para el principio de la neutralidad, por el cual los Estados Unidos fueron a la guerra en 1917.) Desafiante en la necesidad de una sanción de la ONU para su guerra contra Irak, el gobierno de Bush tiene la audacia de justificar su agresión señalando a la negativa de Saddam Hussein de cumplir con las resoluciones de la ONU.
Finalmente, tenemos a las dos administraciones empatando en la mendacidad. Si Kennedy y compañía podían pararse y mentir con un rostro adusto sobre casi cada acción que estaban tomando o que habían tomado en ultramar, la gente de Bush asimismo no siente ninguna vergüenza evidente en torturar a la verdad. Incluso los oficiales de inteligencia del gobierno se han quejado de que los operativos políticos los obligan a volver a trabajar sus análisis hasta que sus conclusiones concuerden con las predisposiciones ideológicas de Cheney, Rumsfeld, Wolfowitz, y el resto de los neoconservadores fanáticos que conducen la carga por el imperialismo. Cuando el oficial veterano del servicio exterior John Brady Kiesling dimitió recientemente, le escribió al Secretario de Estado Colin Powell que “no hemos visto tal distorsión sistemática de la inteligencia, tal manipulación sistemática de la opinión estadounidense, desde la guerra en Vietnam.” Pero el propio Secretario Powell había ya capitulado a la presión y a las mentiras desvergonzadamente declamadas en sus intentos por obtener apoyo para la agresión de EE.UU. en los Naciones Unidas. Ignorando alegremente la falta de evidencia, el propio Bush ha continuado afirmando que el gobierno de Saddam Hussein posee un “vínculo” con al-Qaida, que está desarrollando armas nucleares, que plantea una amenaza grave a los Estados Unidos. Las mentiras se apilan sobre las mentiras, y las preguntas son contestadas solamente con impaciente fanfarronada o una amenazadora mueca de satisfacción.
En suma, a partir de esta inspección, podemos ver muchos paralelos inquietantes entre la administración enérgica de Kennedy y la presente administración hiper-agresiva de Bush. Pueda el cielo ayudarnos a sobrevivir a estos demasiado vigorosos hombres de acción.
Traducido por Gabriel Gasave
Camelot y los Bush: Algunos paralelismos inquietantes
En la mitología que muchos estadounidenses todavía abrigan, la administración Kennedy estuvo constituida por gente suave, elegante, y sofisticada, desde el mismísimo joven presidente, inteligente, elocuente y formidablemente buen mozo, hasta los consejeros afeitados al ras tales como McGeorge Bundy de Harvard y Walt Whitman Rostow del MIT, los racionales funcionarios del gabinete como Dean Rusk y Robert McNamara, en cuyas manos las computadoras electrónicas y el “análisis de sistemas” prometía proporcionar respuestas aún para las preguntas socioeconómicas y militares más complicadas. No sólo eran estos hombres “los mejores y los más brillantes,” sino que muchos de ellos eran también jóvenes y gallardos, que disfrutaban de la compañía de los Boinas Verdes y de otros comprometidos en aventuras.
Nadie, en mi conocimiento, ha percibido alguna semejanza sustancial entre los barones de Camelot y los temperamentos no tan suaves que ahora gobiernan Washington. Con su inhabilidad para pronunciar aun la oración más simple en inglés confortable y correctamente, George W. Bush nunca será confundido con el regreso de JFK. Ni a Dick Cheney o Donald Rumsfeld les serán atribuidas cualidades mentales de genio analítico—se les llamará astutos e ingeniosos Maquiavelos, quizás, pero tienen apenas un esbozo de la inteligencia fría, calculadora y del tipo “analista de sistemas” por la cual los “chicos dinámicos” de McNamara fueron reconocidos. Mientras Jack Kennedy reposaba su fe en los dos milenios de la doctrina y del ceremonial católico, George Bush es un religioso relativamente primitivo, un metodista y, afirma, “renacido.”
No obstante, pese a todas las diferencias aparentes entre estas dos pandillas gobernantes, las mismas exteriorizan también algunas semejanzas inquietantes. Estos paralelismos me impactaron mucho recientemente mientras leía la nueva historia de la Guerra Fría de Derek Leebaert, The Fifty-Year Wound (Boston: Little, Brown, 2002). Leebaert pone en un agudo relieve algunos símbolos de la administración Kennedy que han tendido a ser suprimidos o que han recibido un falso lustre positivo por parte de los muchos que han adulado al martirizado presidente y a su corto régimen.
La gente de Kennedy rebosaba de temeridad, no sólo en sus vidas personales, donde podía ser mantenida fuera de la vista o ser excusada, sino en su elaboración de la política. “Los jóvenes y vigorosos hombres que tomaron el poder en enero [1961],” escribe Leebaert, “vieron pocos límites y actuaron de conformidad” (p. 256). Así, se embarcaron en la temeraria, mal preparada, y en última instancia desastrosa invasión de Bahía de los Cochinos. Insensatamente empujaron el mundo al borde de la catástrofe nuclear en su gerenciamiento de la crisis de los misiles cubanos. La obsesión del Presidente Kennedy—y de su hermano Robert—con matar a Fidel Castro, un objetivo que estaba sin realizar pese a los incontables complots de historieta de la CIA para hacer el trabajo sucio, doblegó tanto su juicio que dio lugar a más de unos pretzels de la política.
Imprudente en sus tratativas con los cubanos y los soviéticos, Kennedy no fue más sensible al tratar la situación en el sudeste asiático. Sin embargo, el presidente resolvió que debía demostrar dureza. Mantuvo creciente al número de tropas de EE.UU. en Vietnam del Sur—de 692 cuando llegó al poder a casi 17.000 al momento de su muerte. Para esa época, también –lo que fue más nefasto- alrededor de un millón de tropas de EE.UU. habían sido estacionadas en más de doscientas bases extranjeras dispersas alrededor del globo.
La quintaesencia del Guerrero Frío y “un terrorífico amante del riesgo” (p. 260), Kennedy no sufrió “escasez de adrenalina, de violencia, o de nobles intenciones” (p. 258). No sorprendentemente, por lo tanto, fracasó en mantener a los militares con una corta correa civil en un momento en el que los generales fanáticos cortados sobre la base del molde de Curtis LeMay, Thomas Power, y Lyman Lemnitzer conducían el espectáculo. “El Pentágono estaba tomando atajos operacionales peligrosos,” escribe Leebaert, “tales como poner millares de armas [nucleares] en alerta extrema, y hombres fuera de la cadena legal de la sucesión presidencial hubiesen podido decidir lanzarlas” (p. 317). Corresponde recordar que la clásica película de la Guerra Fría “Dr. Strangelove,” describe situaciones tal como existieron durante la administración Kennedy (pese a que el Presidente en la película, Merkin Muffley, bastante extrañamente, guarda un parecido cercano con Adlai Stevenson).
Los líderes de la administración Kennedy exhibían, en la frase de Leebaert, “una militancia asombrosa” (p. 256). Sin embargo, a pesar de su pomposa educación y su pulida gracia social, tenían por lo general tan solo uno idea brumosa de qué era lo que estaban haciendo—personificaron lo que el sociólogo C. Wright Mills llamó el “chiflado realista.” Por lo tanto, “el mal juicio llegó a ser ineludible a medida que la emergencia se alejaba en una forma de vida dramatizable, institucionalmente subscrita” (p. 257). Del sangriento fiasco de Bahía de los Cochinos en los comienzos, al desastre cercano al día del juicio final de la crisis de los misiles, a la despreocupada zambullida en las arenas movedizas de Vietnam, este mejor y más brillante “pueblo a quién las oportunidades ofrecidas por el estado moderno ha tentado en un eterno engaño con el peligro y la extremidad” (p. 261) fue de un error a otro durante “aquellos años vanidosos” (p. 262).
La gente de Kennedy encubrió su colosal mala gestión de política exterior detrás de un parapeto de prevaricación—mentiras sobre la responsabilidad en Bahía de los Cochinos, mentiras respecto de qué había sucedido en conexión con el origen y la resolución de la crisis de los misiles, mentiras sobre lo que los “consejeros” de los EE.UU. y los operativos de la CIA estaban realmente haciendo en el sudeste asiático. Poco se imaginaba el pueblo estadounidense cuán masivamente y cuán rutinariamente su gobierno los estaba engañando sobre sus malolientes peripecias en el exterior. Así, los estadounidenses comunes no podían sospechar que “buena gente” como ellos mismos pudiese estar implicada ahora a diario en asesinatos políticos y transgresiones relacionadas alrededor del mundo—todo parte del énfasis de la administración Kennedy en la “contra insurgencia,” un programa global en el cual “la demanda sin fin por respuestas tácticas proveyó al gobierno con años de tentaciones para engañar, o peor” (p. 301). No conforme con simplemente responder a los comunistas y a sus sucedáneos verdaderos o imaginados, sin embargo, el Presidente Kennedy impulsó a sus subalternos a considerar el disparar el primer tiro. Así, él “alentó a la CIA y a otros brazos del gobierno a explorar la acción preventiva, incluyendo planes para ‘eliminar’ el programa nuclear de China” (p. 311).
Contra esta enumeración, la actual administración Bush ha venido a proporcionar un remedo penosamente cercano. Cada vez más, este gobierno ha exhibido una militancia, una agresividad, una ambición global para combatir a alguno y a todos los enemigos percibidos (excepto, quizás, aquellos que pueden responder, como por ejemplo Corea del Norte), y una confianza en la fuerza militar, incluyendo los ataques preventivos, que deben tener a Jack Kennedy sonriendo en algún lugar en el mundo de abajo. Incluso el ridículo orgullo físico que se ha convertido en el modo de andar presidencial característico desde los ataques del 11 de septiembre trae a la mente “aquellos años vanidosos” que Leebaert asocia con los tiempos de Kennedy en el poder.
Leer la “Estrategia de la Seguridad Nacional” de la administración Bush es apreciar apenas cuánto el actual gobierno reproduce de la arrogancia y de la vanidad de la administración Kennedy. Ahora, sin embargo, nos encontramos con el interés original en ataques preventivos erigido como pilar de la política, encapsulado explícitamente en el lema que “la mejor defensa es un buen ataque”. Por lo tanto, “como una cuestión de sentido común y de autodefensa,” el presidente declara en su introducción al documento, “Los Estados Unidos actuarán contra. . . las amenazas que emerjan antes de que se formen completamente.” Así como los chicos dinámicos de Kennedy tenían confianza suprema en su capacidad de aplicar el análisis de costo – beneficio a cada problema de la política de defensa, los hombres de Bush tienen confianza suprema en su capacidad de identificar amenazas mortales, incluso antes de que hayan florecido.
Así como Jack Kennedy no tenía “escasez de adrenalina, de violencia, o de nobles intenciones,” George W. Bush proclama que “el único sendero hacia la paz y la seguridad es el sendero de la acción.” Así como Kennedy declaró que bajo su dirección heroica los americanos “pagaríamos cualquier precio, soportaríamos cualquier carga, resolveríamos cualquier dificultad, apoyaríamos a cualquier amigo, nos opondríamos a cualquier enemigo” así Bush prevé “un emprendimiento global de duración incierta” y propone conducirnos valerosamente y llenos de fe cristiana en ”esta gran misión.” Sus subordinados han estado diciéndoles a los anfitriones de cada talk-show que los entretenían, sin embargo, que el resultado de su cruzada global no será un campo de espinas sino el de un florecimiento magnífico de las democracias más allá de lo que el ojo puede ver, aun en regiones subdesarrolladas y conflictivas donde no ha existido jamás una democracia exitosa y donde la cultura política es completamente antitética a tal sistema de gobierno. La base ofrecida para este curso de acción hace ver a la ignorancia de la gente de Kennedy respecto del sudeste asiático como casi una información completa. De nuevo, el realismo del chiflado se sienta firmemente en su montura.
Si la administración Kennedy procedió temerariamente, la administración Bush parece intentar igualar o superar esa temeridad clásica. Así, Bush y compañía han elegido desatender e insultar a importantes aliados desde hace mucho tiempo y proceder unilateralmente en un mundo al que la administración define como consistente exclusivamente en aquellos que están con nosotros y aquellos que están contra nosotros. (Demasiado para el principio de la neutralidad, por el cual los Estados Unidos fueron a la guerra en 1917.) Desafiante en la necesidad de una sanción de la ONU para su guerra contra Irak, el gobierno de Bush tiene la audacia de justificar su agresión señalando a la negativa de Saddam Hussein de cumplir con las resoluciones de la ONU.
Finalmente, tenemos a las dos administraciones empatando en la mendacidad. Si Kennedy y compañía podían pararse y mentir con un rostro adusto sobre casi cada acción que estaban tomando o que habían tomado en ultramar, la gente de Bush asimismo no siente ninguna vergüenza evidente en torturar a la verdad. Incluso los oficiales de inteligencia del gobierno se han quejado de que los operativos políticos los obligan a volver a trabajar sus análisis hasta que sus conclusiones concuerden con las predisposiciones ideológicas de Cheney, Rumsfeld, Wolfowitz, y el resto de los neoconservadores fanáticos que conducen la carga por el imperialismo. Cuando el oficial veterano del servicio exterior John Brady Kiesling dimitió recientemente, le escribió al Secretario de Estado Colin Powell que “no hemos visto tal distorsión sistemática de la inteligencia, tal manipulación sistemática de la opinión estadounidense, desde la guerra en Vietnam.” Pero el propio Secretario Powell había ya capitulado a la presión y a las mentiras desvergonzadamente declamadas en sus intentos por obtener apoyo para la agresión de EE.UU. en los Naciones Unidas. Ignorando alegremente la falta de evidencia, el propio Bush ha continuado afirmando que el gobierno de Saddam Hussein posee un “vínculo” con al-Qaida, que está desarrollando armas nucleares, que plantea una amenaza grave a los Estados Unidos. Las mentiras se apilan sobre las mentiras, y las preguntas son contestadas solamente con impaciente fanfarronada o una amenazadora mueca de satisfacción.
En suma, a partir de esta inspección, podemos ver muchos paralelos inquietantes entre la administración enérgica de Kennedy y la presente administración hiper-agresiva de Bush. Pueda el cielo ayudarnos a sobrevivir a estos demasiado vigorosos hombres de acción.
Traducido por Gabriel Gasave
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