La buena historia latinoamericana
Por Eduardo Ulibarri
El Nuevo Herald
Desde que, en 1989, el sociólogo estadounidense Francis Fukuyama postuló la extinción de los conflictos ideológicos y el triunfo de la democracia liberal como ”el modelo final del gobierno humano”, generó tanta notoriedad como polémica.
Su argumento base, caricaturizado por el título del libro que publicó en 1992 (El fin de la historia y el último hombre), fue muy pronto desmentido por nuevos y graves desgarramientos internacionales, que culminaron con la masacre terrorista del 2001, en Nueva York.
Pero la base empírica de su propuesta ha demostrado gran solidez. Es el avance creciente de la democracia y la economía de mercado en el mundo.
Esto explica que Fukuyama, normalmente interesado en las grandes tendencias globales, haya puesto atención a un lúcido libro sobre América Latina, que acaba de editar Yale University Press. Titulado El continente olvidado: la batalla por el alma de América Latina, y escrito por Michael Reid, uno de los corresponsales de la revista The Economist en el hemisferio, analiza la historia y los avances políticos, económicos y sociales latinoamericanos, sobre todo en los últimos diez años.
Al comentarlo, en la edición de noviembre-diciembre de la revista Foreign Affairs, Fukuyama coincide con Reid en que la mayoría de los países de América Latina ”han profundizado exitosamente sus instituciones democráticas, se han integrado en la economía global, y han comenzado a superar desigualdades sociales endémicas”. Pero el mundo, más interesado en Hugo Chávez, el narcotráfico o la migración, no lo ha notado.
Tanto él como el autor del libro sostienen, correctamente, que esas desigualdades, junto a las estructuras oligárquicas de muchos de nuestros países, impidieron que las reformas macroeconómicas de la pasada década condujeran al crecimiento y el bienestar.
La frustración que se acumuló en algunos países, sumada al mal gobierno, fue un disparador de avances populistas, no sólo en Venezuela, sino, también, en Bolivia, Ecuador y, en menor medida, Nicaragua.
Pero el populismo resulta insostenible, incluso para un caudillo autoritario que, como Chávez, lo apuntala con un coyuntural flujo de petrodólares. Salvo su régimen y el de Fidel Castro, prácticamente todos los gobiernos latinoamericanos manejan sus finanzas públicas con responsabilidad, y aplican varios de los preceptos del injustamente vilipendiado, pero sin duda parcial, ”consenso de Washington” para guiar sus políticas económicas. Hace poco, por ejemplo, Evo Morales se vanaglorió en Italia de que Bolivia tiene ahora una situación fiscal mucho mejor que la de gobiernos anteriores.
En su libro, Reid menciona cómo América Latina, marcada por las injusticias y rigideces del período colonial, ha sido una suerte de ”laboratorio” de las más diversas concepciones políticas, ideológicas y gubernamentales: oligarquía, militarismo, seguridad nacional, caudillismo, populismo, marxismo, democracia. Todo lo hemos probado. Pero el autor destaca que la opción democrática ha sido la más exitosa en lo político y social.
Cuando el buen manejo económico y el fortalecimiento de las instituciones se vinculan con adecuadas iniciativas sociales, es que se producen reales avances en las condiciones de vida de la población.
Por esto, las más productivas y provechosas innovaciones en política social no han surgido en Venezuela, con su verticalismo de simple reparto, o en Cuba, sumida en la miseria. Al contrario, Reid y Fukuyama destacan los programas iniciados por Fernando Henrique Cardoso, en Brasil, y Ernesto Zedillo, en México, que asentaron en el crecimiento económico y la estabilidad programas de ayudas directas a las familias pobres, para que envíen a sus hijos a la escuela.
Esos planes han sido continuados por sus sucesores. Por algo los mexicanos lograron reducir la pobreza a la mitad entre 1995 y el 2005, y los brasileños han logrado disminuir la inequidad.
La conclusión luce clara: no es desde la retórica populista, la agitación social o las promesas caudillistas que se logra mejorar sólidamente las condiciones de vida y la salud política de nuestros países. La respuesta está en poner el crecimiento y la estabilidad en función de reformas sociales responsables y eficaces.
- 23 de junio, 2013
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