La quema de libros
Editorial –
El País, Montevideo
Heinrich Heine lo había profetizado. “Donde se queman libros se acaba quemando hombres”. El gran poeta alemán no podía imaginar que un siglo después de su profecía, en Dusseldorf, su ciudad natal, comenzaría la quema de libros en gran escala. Ocurrió en abril de 1933, hace exactamente 75 años, cuando grupos estudiantiles nazis se lanzaron a destruir las obras conceptuadas “peligrosas” por el gobierno. Era el corolario natural de la escalada política del recién nombrado jefe de gobierno, Adolfo Hitler, y de su ministro de Cultura, Joseph Goebbels, autor de la orden de “purgar” las bibliotecas.
Durante varias semanas hubo quemas en diversas ciudades alemanas hasta que el 10 de mayo ardió una gigantesca pira con veinte mil libros en la plaza de la Ópera de Berlín. Aunque esta última fecha es la que el mundo evoca como el día simbólico de un agravio a la inteligencia, la barbarie era predecible desde que el nazismo tomó las riendas del poder y cercenó gradualmente todas las libertades, empezando, por supuesto, con la libertad de prensa. Los libros de los judíos, los pacifistas y los llamados “decadentes” fueron a parar a la hoguera en el arrebato de locura de abril y mayo de aquel año. Por citar algunos ejemplos, fueron incineradas novelas de Mann, Kafka, Hemingway y Proust, ensayos de Freud y Buber, y piezas teatrales de Brecht, Wilde y Genet.
El propio Goebbels presidió aquella ordalía con discursos cargados de amenazas y voces de aliento a los incendiarios. Hacia fines de mayo se habían registrado quemas de libros en Heidelberg, Francfort, Gotinga, Colonia, Bonn, Hamburgo, Dortmund, Hanover y Salzburgo, en tanto la Gestapo saqueaba bibliotecas públicas y privadas. Los edificios fueron tomados por los nazis y convertidos en centros de agitación y propaganda, y así, los libros fueron reemplazados por armas, bombas y panfletos sin que la opinión pública se rebelara contra un atropello que también cobró víctimas en las redacciones de los periódicos opositores.
Si el mundo hubiera recordado entonces las palabras de Heine tal vez hubiera podido impedir o mitigar la posterior hecatombe. Pero como ocurriría en los años siguientes, algunos países expresaron sorpresa y otros criticaron tibiamente al gobierno nazi, pero la actitud generalizada fue la de encogerse de hombros y permitir que campeara la irracionalidad en una nación europea de esplendoroso pasado. Alarmados, sus creadores y científicos empezaron a emigrar, entre ellos veinticuatro Premios Nobel de Alemania y Austria, que en su mayoría se radicaron en Estados Unidos. La sangría de cerebros aceleró la decadencia científica alemana y facilitó el ascenso de los totalitarios en las universidades, academias y cenáculos intelectuales.
Los tres cuartos de siglo transcurridos permiten apreciar en perspectiva de qué manera aquel asalto a la inteligencia fue la piedra de toque de una era de horror. “Quienes queman libros saben lo que hacen”, afirmó George Steiner. Es decir, saben por donde se empieza a aniquilar a un pueblo. Los que entonces, adentro y afuera de Alemania lucieron indiferentes ante los restos calcinados de las bibliotecas, fueron los mismos que después se declararían ignorantes del holocausto del pueblo judío. Su error fue no advertir que sólo se conserva la civilización allí en donde se preserva la libertad de expresión y se honran las obras de la cultura.
Pocos casos hubo después que puedan asimilarse a aquella quema de libros, entre ellos la decretada en la China de Mao en los años sesenta y ejecutada por las brigadas juveniles marxistas en nombre de una disparatada Revolución Cultural. Aunque hoy parece difícil que se perpetren salvajadas masivas contra la cultura, aun hay países en donde se practica la censura y se encarcela a los intelectuales, así como existen sociedades en donde avanzan las corrientes religiosas fundamentalistas que hostigan a sus artistas, los amenazan de muerte y los condenan al exilio.
La lección que dejó el caso de la Alemania nazi no parece haber hecho escuela puesto que, todavía, en nombre del pragmatismo diplomático y de las buenas relaciones comerciales, muchos siguen haciendo la vista gorda ante los atentados contra la cultura. Por eso, la memoria de lo ocurrido en 1933 debe servir para recordarnos que la quema de libros es apenas el comienzo.
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