¿Tanto trabajo da terminar con el desempleo?

Este artículo fue publicado en el número 14 de la revista Atlas del Sud, en abril de 1996, antecedente directo de lo que hoy es la Fundación Atlas para una Sociedad Libre. Treinta años después, duele comprobar que en la Argentina seguimos discutiendo los mismos dilemas fundamentales. Ojalá esta vez tengamos la lucidez y el coraje necesarios para saldarlos de una vez, y así volver a recorrer, sin desvíos, el camino del progreso y la libertad.
Superada la estampida inflacionaria que durante décadas infringiera tanto daño no solamente a la economía, sino también a nuestra salud física y mental, el tema que se ha ubicado en el centro del debate entre los argentinos es el de la desocupación. Todos se sienten con la obligación de ofrecer una opinión al respecto y lo hacen, las más de las veces, apartándose de los principios que imponen la lógica y y el sentido común.
No solamente se proponen soluciones técnicas al problema, con las que podríamos estar o no de acuerdo, pero que al menos encuentran respaldo en alguna posición intelectual, sino que al mismo tiempo escuchamos esgrimir con apasionado fervor y sentimiento, supuestos paliativos que, de aplicarse, serían algo así como emplear la guillotina para atemperar una jaqueca.
Los seres humanos poseemos una herramienta formidable, la que nunca deberíamos dejar de utilizar cuando se trata de analizar la realidad y de comprender los nexos causales que en ella tienen lugar: el cerebro. Descontinuando su uso, somos como una hoja al viento, supeditada a que las contingencias de turno nos lleven sin rumbo. Cuanto más dramáticas sean las circunstancias y complejos los problemas por resolver, mayor provecho sacaremos de nuestra condición de individuos racionales. Por tal motivo, al encarar el tema del desempleo cabría hacerlo teniendo presente una consigna, que bien podría tal vez formar parte de una campaña para prevenir el SIDA: “En los momentos calientes, nada mejor que pensar en frio”.
En principio debemos destacar la existencia de dos grandes grupos de bienes: los bienes libres y los bienes económicos, según sea su cuantía con relación a la necesidad que de ellos exista en un momento dado. Los bienes libres, serán aquellos que son abundantes en relación con tales necesidades (Ej.: el oxígeno o el agua en circunstancias normales), mientras que los bienes económicos resultarán siempre escasos respecto de la satisfacción de la demanda por ellos existente. Estos últimos, conforme la clasificación clásica, se dividen a su vez en Bienes Finales o de Consumo, que en forma directa proporcionan satisfacción a nuestras necesidades y los Factores de Producción, que lo hacen de manera indirecta y que básicamente son: a) los bienes de capital, b) la tierra y c) el trabajo.
Si conforme lo precedentemente señalado, tenemos que el trabajo es un factor de producción, y por tal motivo incluido en la categoría de los bienes económicos, los que como vimos por definición son siempre escasos, enfrentaríamos aquí una situación que prima facie vendría a desafiar al “principio de no contradicción”: ¿Cómo puede ser que algo que es escaso al mismo tiempo sobre? ¿Por qué aparece entonces el desempleo e individuos que desean trabajar no encuentran ni cómo ni dónde hacerlo?
Teniendo en cuenta que las necesidades humanas son infinitas, que siempre hay algo más que anhelamos obtener y que en consecuencia nunca podemos decir realmente que estamos “hechos”, se hace evidente como el factor de producción trabajo siempre resulta insuficiente.
Respecto de todas las necesidades que hay por satisfacer, de todos los bienes y servicios por ofrecer en el mercado, el trabajo es esencialmente escaso. En el contexto de un mercado libre de trabas y regulaciones, todo aquel que ofrezca su trabajo encontrará alguien que lo demande. Al salario de mercado, se igualan la oferta y la demanda de este factor de producción y es imposible que exista tal cosa como el desempleo.
El ejemplo más claro de esto lo encontramos hoy día en nuestro país, donde inmigrantes de naciones vecinas, muchos de ellos con el grado más alto de analfabetismo, encuentran casi inmediatamente de su arribo una tarea que realizar, por la sencilla razón de que al ser “ilegales”, los mismos son contratados en “negro” que no es otra cosa que bajo las condiciones del mercado que siempre emergen por algún lado.
La desocupación no significa por lo tanto que el trabajo -físico o intelectual- que un individuo ofrece no resulte necesario para alguien, pues como venimos sosteniendo “todo” es necesario, sino que pone en evidencia que “algo” se ha interpuesto entre aquel que desea trabajar y quien estaría dispuesto a contratarlo. Ese “algo” es la injerencia gubernamental en el mercado laboral. que so pretexto de proteger a los trabajadores, establece todo tipo de gravámenes, cargas y pseudo-derechos, que desalientan la contratación tornándola antieconómica e inviable. Es tan eficaz esta protección a los trabajadores, que finalmente los mismos ya ni siquiera salen de sus casas pues sus empleos han desaparecido.
No es a través de reformas Constitucionales que incorporen “derechos sociales” inexistentes, ni de la creación de engendros corporativistas como el “Consejo Nacional del Trabajo y del Empleo” que no es otra cosa que una mesa de póker donde se barajan prebendas a costa de la “banca” que somos el resto de los ciudadanos, que se termina con la desocupación; sino por el contrario, tal objetivo se alcanzará si dejamos que las fuerzas del mercado actúen libremente y que los salarios sean el resultado del juego de la oferta y la demanda y las condiciones de trabajo aquellas que surjan de contratos individuales. libres y voluntarios.
La única “flexibilización laboral” que aquí se impone, es aquella que termine de raíz con una legislación en la materia de neto corte fascista y totalitario que “il duce criollo” importara de Italia en los años 40 y que derogue de una vez y para siempre la llamada Ley de Contrato de Trabajo que tiene por la individualidad de los trabajadores un desprecio aún mayor que el que tenía el Flautista de Hamelin por las ratas que lo seguían.
Tengamos presente que en el mercado nadie emplea a otro para hacerle un favor. Cuando la contratación de alguien se vuelve, por obra y gracia del Estado, más gravosa que la productividad que ese potencial trabajador pudiere aportar, esa relación contractual nunca se lleva a cabo. No es más que la lisa y llana aplicación de la ecuación costo-beneficio, que no solamente nos guía en el mundo de los negocios sino también en cada acto de nuestra vida dado que nadie hace nada para simplemente salir empatado y mucho menos para perder.
En última instancia, estaríamos frente a una especie de nueva Ley de Murphy: “El índice de desocupación será siempre directamente proporcional al trabajo de los burócratas”.
El autor es director del Centro para la Prosperidad Global en el Independent Institute.
- 23 de junio, 2013
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