Durante miles de años, los filósofos nos han dicho que si hemos de vivir nuestras vidas en todo su esplendor, deberíamos buscar la verdad, la belleza y la bondad. Por supuesto, cada una de estas cualidades ha planteado cuestiones espinosas y provocado discusiones continuas. Que las personas hayan observado tales argumentos, en lugar de entregarse a sus apetitos primarios e instintos animales, puede ser considerado como algo valioso en sí mismo. Una resolución definitiva de tales profundos interrogantes puede escapar a las capacidades humanas.

Con relación a la bondad y la belleza, no tengo nada que valga la pena que agregar a la discusión. Para obtener orientación en la búsqueda de la bondad, podemos mirar a los santos, teólogos, filósofos morales, y ejemplos morales de nuestro propio conocimiento. Para las demostraciones de belleza, podemos recurrir a la naturaleza y a los artistas, grandes y pequeños, que han adornado nuestras vidas con la gracia de la música, la poesía y las artes visuales. Mis propios títulos profesionales, como economista e historiador de la economía, no me dotan para contribuir con algo de valor a estas áreas.

Me siento capacitado, sin embargo, para hablar con respecto a la verdad, porque la búsqueda de la verdad siempre ha servido como base de mis esfuerzos intelectuales. Por otra parte, mi estudio, investigación y reflexión dentro de mis propios dominios profesionales me hizo percatar de una relación que otros harían bien en ponderar y respetar—una relación, en verdad una serie de relaciones, entre la verdad y la libertad, de manera que cualquier persona que busque el triunfo de la verdad también procure establecer la libertad en los asuntos humanos.

Cuando comencé mi carrera académica en 1968, mi especialidad era la investigación de la historia económica de los Estados Unidos. Esperaba publicar los resultados de mi investigación en prestigiosas revistas especializadas. Para un joven que recién estaba empezando a dominar su campo, llevar a cabo una investigación publicable era una tarea de enormes proporciones. Miles de otros autores ya habían contribuido a la cimentación de la literatura en mi área de investigación, por lo cual la adición de algo que tuviese la suficiente importancia como para merecer su publicación en una buena revista profesional difícilmente fuera una tarea sencilla.

Descubrí, sin embargo, que una manera de proceder era identificar los errores significativos en la literatura existente y corregirlos. Además, pronto me percaté de que se habían cometido muchos errores. Para expresarlo de otra manera, encontré que las fuentes existentes a menudo no decían la verdad sobre una cosa u otra, y en algunos casos las falsedades propuestas por un autor llevaban a autores ulteriores, que se basaban en esas declaraciones falsas, a cometer sus propios errores.

A menudo pensamos en la empresa científica o académica como un proceso cooperativo en el cual el establecimiento de una verdad facilita el establecimiento de otra, pero, por desgracia, el proceso por lo general opera también de manera adversa en la medida en que el establecimiento de una falsedad fomenta el establecimiento de otra.

Los errores en mis áreas de estudio e investigación asumen dos clases de formas principales: de hecho y de interpretación.

En algunas ocasiones, los errores facticos se derivan de la falsificación deliberada, pero mucha más frecuencia surgen del descuido en la observación, medición, transcripción y procesamiento de la información. Al verificar las citas, por ejemplo, descubría discrepancias de rutina entre las palabras citadas por un autor y las palabras que aparecen en la fuente de donde se tomó la cita: algunas palabras o signos de puntuación fueron omitidos; palabras o signos de puntuación fuero insertados, sin darse ningún tipo de indicación sobre tales cambios. Muchos escritores simplemente no son cuidadosos y por lo tanto hacen declaraciones falsas de los hechos.

Para dar otro ejemplo, encontré que en un artículo muy bien considerado, el incremento en la producción de algodón en los Estados Unidos entre 1850 y 1860, en comparación con lo producido entre 1860 y 1880—un hecho esencial para el argumento que se estaba expresando—había sido mensurado con un enorme error, en parte debido a que los investigadores originales habían asumido que un fardo de algodón contenía la misma cantidad de pelusa en cada una de estas tres fechas, mientras que la cantidad de pelusa por fardo había aumentado en realidad de 400 libras en 1850, a 445 libras en 1860, y a 453 libras en 1880. Los investigadores habían efectuado declaraciones falsas de los hechos porque habían asumido erróneamente que en los años tomados en consideración un “fardo” había significado una unidad de peso constante, mientras que, de hecho, esta unidad de medida había variado con el tiempo. (Véase Robert McGuire y Robert Higgs, “Cotton, Corn, and Risk in the Nineteenth Century: Another View”, Explorations in Economic History 14 [Abril 1977]: 169).

En otra ocasión, mientras revisaba un importante libro escrito por un profesor de una universidad líder, descubrí que, si bien las conclusiones del autor dependían de simulaciones derivadas de un sistema de ecuaciones simultáneas, una de las ecuaciones se encontraba expresada en una forma carente de sentido que requería que incomparables unidades (cantidades físicas y valores en dólares) fuesen añadidas, y otra ecuación estaba expresada en una forma que producía valores negativos carentes de todo sentido económico. Preocupado por estos descubrimientos, llamé al autor por teléfono para preguntarle acerca de los errores. Se sorprendió de mi “cuidadosa lectura”, pero no pareció estar especialmente alicaído. Al parecer, confundido como para explicar cómo tales groseros errores llegaron a su libro, me aseguró que a pesar de que sin lugar a dudas ellos se encontraban en el texto, no habían estado presentes en las ecuaciones que en verdad utilizó para efectuar sus cientos de simulaciones. Porque yo no podía ver cómo su sistema de ecuaciones podría haber sido alterado para tornarlo completa e internamente consistente sin una reformulación radical, tuve una profunda sospecha de que su gran libro no era más que un monumento a lo que se conoce como el “principio GIGO”—sigla inglesa para “Garbage In, Garbage Out”, es decir “Basura entra, basura sale”. (Véase la reseña de Robert Higgs de Late Nineteenth-Century American Development: A General Equilibrium History, de Jeffrey G. Williamson, Agricultural History 49 [Octubre 1975]: 690-92).

Los errores de interpretación surgen cuando los investigadores o bien aplican una teoría errónea o aplican una teoría acertada de manera incorrecta en su interpretación de las relaciones causales. Este tipo de error es mucho más complejo y difícil de resolver que un error factico. Los investigadores deben dominar la teoría apropiada para su aplicación en el área que procuran entender. Los investigadores honestos a menudo están en desacuerdo acerca de cuáles teorías son correctas y cuáles son erróneas.

Muchos economistas modernos, por ejemplo, proceden como si el papel de la teoría en la economía fuese el mismo papel de la teoría en la física y la química. A pesar de la amplia aceptación de este supuesto, el mismo es incorrecto; no tiene en cuenta la diferencia entre las decisiones humanas y los movimientos de las moléculas, los átomos y las partículas subatómicas; la diferencia entre la acción de seres conscientes y resueltos y el comportamiento inconsciente y carente de sentido de las partículas de materia y las corrientes eléctricas. El supuesto positivista de que una solo esquema explicativo—el reduccionismo materialista—es igualmente aplicable a todas las ciencias es el error general que F.A. Hayek denominó cientificismo. El mentor de Hayek, Ludwig von Mises argumentó extensamente en muchos de sus escritos contra el cientificismo y en favor del dualismo metodológico (Véase, por ejemplo, Theory and History [1957]).

En mi carrera en el mundo académico, sin embargo, descubrí para mi desilusión que muchos de mis colegas tenían poco interés en la búsqueda de la verdad, de cualquier forma que uno pudiese entenderla o ir tras ella. Para ellos, sus investigaciones y publicaciones tenían importancia como un juego en cual los ganadores recibirían los mayores beneficios en salario, financiamiento para la investigación y reconocimiento profesional. Ellos entendían que debido a una enclaustrada endogamia académica, los economistas de las universidades más prestigiosas consideran que los “chicos más avispados” son aquellos que emplean las más avanzadas, complejas e incomprensibles matemáticas en sus “modelos” y “comprobaciones empíricas”.

Observé a colegas que se emocionaban por su descubrimiento de un teorema matemático que nunca había sido aplicado en la investigación económica. Estos economistas miraban a su alrededor en busca de una manera plausible de emplear el teorema matemático recién descubierto, para darle la apariencia de relevancia económica. De esta manera, la mera técnica guiaba la investigación y publicación. Estos economistas no tomaban en cuenta, ni se preocupaban, si el teorema les ayudaría en el descubrimiento de la verdad económica, solamente les importaba exhibir sus poderes analíticos para impresionar a sus colegas técnicamente menos avanzados y a los editores de publicaciones científicas. Desafortunadamente, estos colegas a menudo se sintieron intimidados por los autores de artículos que no podían entender porque no conocían las técnicas matemáticas empleadas en la exposición. Toda esta empresa, que continúa aún hoy, consume valioso tiempo y capital intelectual en un equivocado carnaval de un arte de llevar siempre la delantera que deviene intelectualmente irrelevante.

Cuando nos movemos desde el ámbito de la investigación económica al ámbito de la política económica, nos encontramos con falsedades aún más destructivas. Por ejemplo, gran parte la teoría económica moderna ha sido utilizada para justificar la intervención del gobierno en el proceso de libre mercado.

Podríamos hacer una pausa para reflexionar que este proceso, que opera como un sistema de precios o, visto desde otro ángulo, como un sistema de ganancias y pérdidas, es simultáneamente una forma de revelar la verdad. Así, por ejemplo, un precio establecido en el mercado libre comunica información fidedigna a todos los potenciales participantes del mercado acerca del valor de cambio de un bien o servicio en relación con otros bienes y servicios. Si el gobierno establece un impuesto al consumo de un bien, disminuyendo así la cantidad demandada e incrementando el precio de mercado, los potenciales compradores reaccionarán ahora ante una señal falsa del verdadero valor de cambio del bien. Si el gobierno paga un subsidio a los productores de un bien, incrementando así la cantidad ofrecida y disminuyendo el precio de mercado, los potenciales oferentes reaccionarán ahora ante una señal falsa del verdadero valor de cambio del bien. En ambos casos, los cambios en las cantidades producidas dan lugar a los correspondientes cambios en las cantidades de los distintos factores de producción demandados; y esos cambios dan lugar a otros cambios en el mercado; y así sucesivamente, a medida que las consecuencias de un simple intervención gubernamental en el sistema de precios del mercado generan un efecto dominó desde su origen.

(Los que han estudiado algo de economía en la universidad podrán objetar que según la teoría de la “falla del mercado”, diversas desviaciones de las hipotéticas condiciones de la “competencia perfecta” podrían provocar que se distorsionen los precios determinados en el mercado y que la producción sea “ineficiente”, y entonces en este caso el gobierno puede intervenir con impuestos, subsidios y reglamentaciones para darle al mercado una configuración eficiente. No obstante, lo que a estos estudiantes probablemente no se les enseñó es que esta teoría supone muchas cosas que no pueden ser conocidas por nadie excepto como estén determinas en los mercados reales. Además, debido a que los verdaderos parámetros de la demanda, el costo y las funciones de la oferta son desconocidos [y se encuentran constantemente sujetos a cambios] en el mundo real, el gobierno no sabe, en verdad no puede saber, cuánto debe intervenir—por ejemplo, qué nivel impositivo establecer, o cuánto pagar en concepto de subsidios. Más aún, esta teoría asume implícitamente que las medidas intervencionistas que el gobierno tome carecen en sí mismas de costos.

Uno se pregunta: ¿Cómo es que las agencias de impuestos y subsidios y las burocracias reguladoras son apoyadas? Porque en realidad este tipo de intervenciones no son creaciones de genuinos expertos en economía [en sí mismos lo suficientemente inermes], sino de los políticos y sus lacayos, las intervenciones tienen por objeto, y así lo hacen, servir no al propósito de establecer una asignación eficiente de los recursos, sino al propósito de promover los fines personales, ideológicos y políticos de los gobernantes. Todo el aparato de la teoría de las fallas del mercado es pura fantasía de pizarrón, un juguete de los economistas teóricos que ha sido aceptado con demasiada frecuencia como una guía útil para, o la justificación de, la intervención gubernamental en la economía de mercado por legisladores y reguladores supuestamente imbuidos de espíritu cívico).

En realidad, el sistema de mercado fomenta una asignación eficiente de los recursos—constantemente crea incentivos para que los dueños de los recursos los canalicen desde las áreas en las cuales esos recursos tienen menos valor hacia las áreas en las que tienen mayor valor. Los impuestos, los subsidios y otras intrusiones del gobierno en el proceso de mercado en efecto falsean las “señales” de los precios que guían a los participantes en el mercado en sus decisiones sobre cuánto comprar, cuánto vender, cómo producir, dónde producir, y exactamente cuándo realizar diversas acciones.

Si se estableciesen precios falsos en un sistema de libre mercado—si, por ejemplo, el precio de la gasolina en un pueblo se torna más alto que el precio en una población vecina por un importe mayor que el costo de transportar un galón de gasolina de una localidad a la otra—los empresarios tendrán un incentivo para trasladar el producto al lugar en el que éste tiene un valor mayor. De este modo, provocarán que el precio más bajo se torne más alto, y que el precio más alto se vuelva más bajo, y harán que el mercado se mueva hacia una eficiente asignación de los recursos. Aquellos lo suficientemente viejos como para recordar la denominada crisis energética del período 1973 a 1981 en los Estados Unidos, apreciarán inmediatamente lo mal que el sistema de mercado funciona cuando esos cambios en los precios y las reasignaciones de recursos se encuentran prohibidas.

La interferencia gubernamental en el sistema de precios embota o destruye los incentivos que de otro modo llevarían a los empresarios a reasignar los recursos de manera eficiente. Los impuestos destruyen el incentivo para producir más de ciertos bienes que, sin el gravamen, sería rentable producir. Los subsidios crean incentivos para producir más de ciertos bienes que, sin la subvención, no sería rentable producir. Los impuestos y subsidios, y también las reglamentaciones de diversas maneras más complejas, distorsionan la verdadera información inherente en el proceso de establecimiento de los precios en el mercado libre. Al responder a los precios falsos de un sistema de mercado distorsionado por el gobierno, los empresarios pueden enriquecerse, pero sólo a expensas de la economía en su conjunto, para no mencionar el sacrificio de la libertad económica inherente al coercitivo sistema impositivo y de subsidios del gobierno.

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Tanto en el ámbito de la investigación económica como en ámbito de la política económica, la libertad es una condición esencial para la generación de la verdad y por lo tanto para el mejor disfrute de la vida social que depende del hecho de hacer uso de la información autentica, antes que de la falsa, la información.

El mundo académico de los economistas fanfarrones y pirotécnicos que dominan hoy día la corriente mayoritaria de la profesión, sería imposible sin las vastas subvenciones gubernamentales que apoyan a estos economistas y a las instituciones en las que ellos pergeñan su brujería.

Si les dieran la oportunidad, los consumidores no comprarían sus trabajos de investigación deslumbrantes pero carentes valor. Los fondos que apoyan este superficialmente impresionante exhibicionismo intelectual deben ser arrancados de los contribuyentes, bajo amenaza de multas y penas de prisión. De manera similar, la groseramente distorsionada economía en la cual—por tomar tan sólo un ejemplo entre miles—los productores de etanol y los cultivadores de maíz se enriquecen a expensas de los consumidores directos e indirectos de maíz en todo el mundo, sería imposible sin los enormes subsidios y disposiciones gubernamentales que han llevado a la industria de los biocombustibles a su actual tamaño y configuración.

Sin las distintas formas de impuestos soportados por los productores hoy en día, muchos bienes y servicios valiosos serían ofrecidos en cantidades enormemente mayores. El trabajo, el ahorro, la inversión y el progreso tecnológico sería mucho mayor y el crecimiento económico mucho más rápido en un mundo que se basase en información veraz sobre los valores de cambio relativos, en vez de en señales falsas como consecuencia de las intrusiones coercitivas y políticamente inspiradas del gobierno.

En economía, como en otras áreas de la vida, la búsqueda y explotación de la verdad depende de la libertad. Cada adulto consciente sabe que virtualmente todos los políticos son mentirosos consuetudinarios. Muy pocos de nosotros entendemos, sin embargo, que el libre mercado es en sí mismo un gran generador de la verdad, y que, en general, la intrusión del gobierno del tipo que fuere opera para sustituir a esta verdad por la falsedad, con devastadoras consecuencias para el florecimiento genuino de la vida social y económica.

Traducido por Gabriel Gasave


Robert Higgs es Asociado Senior Retirado en economía política, editor fundador y ex editor general de The Independent Review