Hace casi 30 años, el novelista Armas Marcelo, siempre dotado de un espíritu abierto, convocó a Canarias a un grupo plural de intelectuales del ámbito iberoamericano para discutir los asuntos más candentes de cuantos entonces afectaban a nuestras sociedades.

Naturalmente, acudí, y escribí un texto sobre la represión contra los escritores, creyentes y homosexuales en Cuba, y solicité firmas para una carta abierta en la que exigíamos que al poeta Heberto Padilla se le permitiera salir del país.

La reacción fue lamentable. Hubo gritos, insultos, abucheos y ridículas amenazas contra mi vida ("Esto te puede costar muy caro", me dijo Ariel Dorfman con el gesto torcido de Humphrey Bogart, dado que todavía no se había estrenado El Padrino). Yo no había dicho una sola mentira, no había exagerado un ápice el clima de terror que se vivía (y se vive) en Cuba, pero la izquierda marxista no estaba dispuesta a admitirlo. Para sus simpatizantes, todo lo que yo contaba, pese a la evidencia, eran fabricaciones del Pentágono. Fue entonces cuando un jovencísimo escritor español, para mí desconocido, pidió la palabra e hizo una formidable defensa de los demócratas cubanos y una denuncia apasionada de la barbarie comunista absolutamente persuasiva.

Fue la primera vez que escuché su nombre, Federico Jiménez Losantos, y hablaba con la paradójica autoridad que se derivaba de su reciente militancia comunista. Había pasado por el PC, se había escorado aún más a la izquierda dentro de Bandera Roja, conocía la experiencia china de primera mano, hasta que, finalmente, había roto con esa nefasta ideología, y le parecía abominable que los intelectuales de nuestro ámbito, que deberían estar defendiendo la libertad y apoyando a las víctimas, se hubieran convertido en cómplices de las tiranías.

Tras el ejemplo de Federico, probablemente alentados por su resuelta elocuencia, siguieron varias voces, entre las que creo recordar a Sánchez Dragó, Jorge Semprún, Xavier Domingo y otros pocos escritores que tenían algo en común: todos procedían de la izquierda. Habían sido comunistas en su primera juventud, y luego, asqueados, se habían apartado de la doctrina y del partido, denunciando, generalmente, la inflexibilidad de los dirigentes y, sobre todo, el divorcio entre el socialismo teórico y el real. Mientras los comunistas hablaban del futuro luminoso que le esperaba a la humanidad poscapitalista, las sociedades controladas por ellos eran calabozos repulsivos, como advertía Solzhenitsin en el Archipiélago Gulag.

Estos recuerdos me vinieron a la mente tras la lectura de un libro extraordinario, Por qué dejé de ser de izquierdas, editado en Madrid por Ciudadela, escrito y compilado por dos de los mejores periodistas españoles jóvenes, Javier Somalo y Mario Noya, prologado por Javier Rubio –buen pintor renegado y magnífico ensayista-, y finalizado con un epílogo de César Vidal, nuestro Isaac Asimov: un asombroso erudito que domina ocho idiomas y, aunque no ha cumplido los cincuenta años, ya ha publicado unos 160 libros valiosos en todos los géneros, dentro en un amplísimo espectro que abarca desde una biografía de Lincoln hasta los sanguinolentos detalles de los asesinatos de miles de prisioneros inocentes a manos de las checas comunistas durante la Guerra Civil española.

El libro se compone de testimonios y entrevistas a diez intelectuales que comenzaron militando en cualquiera de las variantes de la izquierda: Federico Jiménez Losantos, Amando de Miguel, Pío Moa, Carlos Semprún Maura, Horacio Vázquez-Rial, Juan Carlos Girauta, José María Marco, Cristina Losada, José García Domínguez y Pedro de Tena.

El más radical de ellos, sin duda, fue Pío Moa –hoy un historiador exitosísimo y polémico-, quien en su juventud fue miembro activo del GRAPO, una organización de chiflados ultramarxistas dedicados a los asaltos y los asesinatos. Los más prudentes y moderados, en cambio, son José María Marco (ensayista muy sutil, historiador) y Amando de Miguel, brillante sociólogo, también asombrosamente prolífico, ambos más próximos al socialismo vegetariano que al radicalismo carnicero de la fauna leninista.

¿Qué hizo que estas personas (y Octavio Paz, Vargas Llosa, Ernesto Sábato, Plinio Apuleyo Mendoza y tantos otros intelectuales valiosos) abandonaran el comunismo y comenzaran a defender los valores de la libertad? En primer lugar, la dolorosa comprobación de que los gobiernos comunistas, sin excepción, construían unas sociedades muy pobres y brutales, de las que invariablemente las personas intentaban huir desesperadas. Todos los experimentos comunistas fracasaban, sin importar el sustrato sobre el que trataban de erigir el sistema: fracasaban los germanos, los eslavos, los latinoamericanos (Cuba y Nicaragua), los asiáticos, los negros africanos. Todos, sin excepción.

¿Por qué? Y este era el segundo descubrimiento: porque el comunismo era un disparate teórico. No era cierto que la doctrina era hermosa y su ejecución fallida. La doctrina se basaba en un grave error intelectual y en una lamentable falta moral que inevitablemente conducían al desastre y al terror. Por eso, las personas más inteligentes, y las genuinamente interesadas en el prójimo, la abandonaban. Este libro lo explica con una claridad irrefutable.