El monstruo de Zimbabwe

9 de abril, 2008

Washington, DC—La derrota de Robert Mugabe en las recientes elecciones de Zimbabwe significa el comienzo del fin del octogenario sátrapa africano. Aunque el gobierno afirma que el líder opositor Morgan Tsvangirai no obtuvo el 50 por ciento necesario para evitar una segunda vuelta, sólo un fraude masivo en la segunda vuelta seguido de una represión brutal contra los manifestantes mantendrá en el poder un rato más al hombre que martiriza a ese país desde la independencia.

Joseph Conrad podría haberse referido al régimen de Mugabe cuando el personaje de Marlow describió así, en “El corazón de las tinieblas”, a la empresa explotadora de marfil: “Temeraria sin asidero, angurrienta sin audacia, y cruel sin coraje”. Son muchas las lecciones que pueden extraerse de la era Mugabe.

La primera lección es que, en gran medida, el anti-colonialismo africano degeneró en una mezcla de racismo, marxismo y populismo, hasta convertirse en algo semejante a la explotación contra la cual había insurgido. De todos los guerrilleros de la época colonial que se pasaron a ser amos y señores de sus países tras la independencia, Mugabe fue de los peores. Sus primeros años resultaron engañosamente razonables: alentó la reconciliación, la propiedad privada y las relaciones maduras con el mundo exterior. Sólo cuando lo desafiaron políticamente, empezó a disfrazar su tiranía con la “respetabilidad” ideológica del socialismo y el nacionalismo. Tratárase de la masacre de miles de personas de la tribu Ndebele en los años 80 o, después del año 2000, de la violenta campaña de expropiaciones agrarias contra los blancos —que para entonces habían en su mayoría adquirido las tierras en el mercado—, la denuncia por parte de Mugabe de una guerra de agresión neocolonial contra su país fue un recurso calculado para justificar su vileza.

La segunda lección es que…es muy difícil aprender las lecciones de otros países, por cerca que estén. Cuando, en octubre de 2001, Mugabe hundió a Zimbabwe en el socialismo marxista, países como Tanzania ya habían fracasado siguiendo ese mismo guión. En cambio, la vecina Botswana había rozado el éxito construyendo una democracia con Estado de Derecho sobre la base de algunas tradiciones locales y dejando que el libre comercio regenerase a un país que en 1965 era el tercero más miserable del planeta.

La tercera lección es que, a pesar de las proclamas pan-africanas, los africanos oprimidos por otros africanos no deben esperar la solidaridad de su región en contra de sus dictadores. Durante años, un grupo de gobiernos liderados por Sudáfrica legitimó las atrocidades de Mugabe. El Presidente Thabo Mbeki y otros 13 líderes del sur del Africa optaron por lavarles la cara a las elecciones fraudulentas de 2002, derramando sal en la herida sufrida por miles de opositores que fueron asesinandos, desfigurados o, bajo un plan urbano conocido como Operación Restaurar el Orden, expulsados de sus casas y negocios.

La lección final es que no hay garantía permanente de que una región no sufrirá una recaída en el despotismo y la miseria económica. En la última década, se había hecho costumbre en la opinión pública mundial alabar el progreso político y económico de las naciones africanas. Algunos de esos elogios estaban justificados, pero muchos países han sucumbido a la tentación autoritaria otra vez. El gobierno de Nigeria se robó los comicios de 2007 y este año el déspota de Kenia se negó a aceptar su derrota. Ambos países habían sido alabados como modelos de transición política: en el primer caso, porque la Constitución de 1999 abrió las puertas al gobierno civil; en el segundo, porque, en 2002, tras la salida del Presidente Moi, el líder opositor Mwai Kibaki pudo ganar las elecciones y llegar al gobierno.

Dice mucho del coraje del Movimiento por el Cambio Democrático de Zimbabwe y de su líder, Morgan Tsvangirai, que el partido de Mugabe, el ZANU-PF, haya sido derrotado en las elecciones parlamentarias y el propio Mugabe haya sido vencido en las presideniales. Otros líderes se habrían dado por vencidos ante un poder tan sobrecogedor. No es seguro ni mucho menos que Tsvangirai vaya a ser tolerante, justo y neutral si se convierte en Presidente. Pero la prioridad número uno de Zimbabwe es arrojar del poder al dictador y desmantelar el terrorífico aparato de seguridad cuyos miembros son conocidos como “securócratas”. Tsvangirai es por ahora la mejor esperanza de lograr eso mismo.

El gran desafío, una vez que Mugabe salga del poder, será romper el ciclo recurrente de la tiranía, colocando sólidos límites alrededor del poder del próximo Presidente. Como ese Presidente será probablemente quien derrote a Mugabe, ello entrañará un acto de sacrificio extremo de su parte: es decir, restringir sus propios poderes en tanto que amo y señor de un país que no tiene instituciones dignas de ese nombre. Por tanto, el enemigo real no es Mugabe, sino una tradición de barbarie politica.

(c) 2008, The Washington Post Writers Group

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