Los líderes de los EE.UU. tienen que enfrentar la realidad de que la política exterior intervencionista del país tiene consecuencias sobre el ámbito de la proliferación nuclear. Aquellos que alentaron y apoyaron las intervenciones militares bélicas de los Estados Unidos tras la Guerra Fría—demócratas y republicanos, conservadores y liberales—deben preguntarse sí el incremento de los incentivos para la proliferación nuclear justificó el precio de la intervención cuando la seguridad nacional estadounidense no estaba en juego. Especialmente cuando ese precio es actualmente la amenaza potencial del terrorismo nuclear.

Uno de los mayores temores en el mundo posterior al 11 de septiembre es la posibilidad del terrorismo nuclear. En verdad, esta preocupación llevó al Departamento de Seguridad Interior a crear la Oficina de Detección Nuclear Interna. Pero intentar detectar un arma nuclear para evitar un ataque terrorista equivale a una operación similar a encontrar una aguja en un pajar. Simplemente ser capaz de detectar la presencia de radiación como un indicador de material nuclear no resulta suficiente si uno está buscando un artefacto nuclear en vez de un arma radiológica tal como una bomba sucia. Por ejemplo, existen fuentes comerciales legítimas de radiación industrial y médica que no constituyen una amenaza nuclear. Además, hay muchas fuentes de radiación que ocurren de manera natural, tales como los fertilizantes, las cerámicas, las bananas, la arcilla granulada y los detectores de humo. La dificultad de ser capaz de detectar materiales nucleares y la brecha técnica que existe para el proceso se encuentra ilustrada de la mejor manera por el hecho de que en dos ocasiones ABC News fue capaz de contrabandear un cilindro de 6,8 kilogramos (aproximadamente el tamaño de una lata de gaseosa) de uranio empobrecido a través de la aduana estadounidense y en el país (en septiembre de 2002 en Staten Island, NY y septiembre de 2003 en Long Beach, CA).

La potencial amenaza del terrorismo nuclear está exacerbada por el hecho de que las cantidades de armamentos de plutonio “grade” (WGPu por su sigla inglesa) o de uranio altamente enriquecido (HEU es su sigla en inglés) requerido para construir un arma nuclear son relativamente pequeñas. Según la Agencia Internacional de la Energía Atómica, una “cantidad significativa” de WGPu para hacer una bomba nuclear de la primera generación es 8 kilogramos y 25 kilogramos para la de HEU (un estudio del Natural Resources Defense Council concluyó que solamente 1 kilogramo de WGPu o 2 kilogramos de HEU eran necesarios para construir un arma de fisión nuclear). Este problema se encuentra además agravado por el hecho de que las fuentes potenciales de material nuclear fisionable están propagadas. Según la Nuclear Threat Initiative, existen más de 50 toneladas (más de 45.000 kilogramos, o material nuclear suficiente para construir 1.800 armas) de HEU que están siendo utilizadas en la energía civil y programas de investigación en más de 50 países.

Además, la mٳejor forma de evitar el terrorismo nuclear es mantener a las armas nucleares (y al material nuclear para crear un arma) fuera de las manos de los terroristas en primer lugar—es decir, lidiar con el problema en sus orígenes. Tendientes a alcanzar ese fin, el esfuerzo de la Nunn-Lugar Cooperative Threat Reduction (CTR) ha dado lugar a la eliminación y reducción de los arsenales de armas nucleares, sus componentes y sus mecanismos de reparto en Rusia y los ex estados soviéticos.

Desafortunadamente, las políticas y acciones estadounidenses han resultado probablemente en la creación de más fuentes potenciales de armas nucleares antes que menos. Por ejemplo, como resultado de la decisión de la administración Bush de involucrarse en un cambio de régimen en Irak, no resulta sorprendente que Corea del Norte creyese que podrían ser los próximos en la lista de ataques de Washington a menos que pudiesen eficazmente disuadir un ataque así—especialmente dado que ambos países fueron nominados miembros del “eje del mal” en el discurso sobre el Estado de la Nación brindado por el presidente Bush en 2002. Debido a que ninguno de esos países podría esperar igualar las capacidades militares convencionales de los Estados Unidos, una opción lógica en materia de defensa para ambos es desarrollar armas nucleares.

El mayor problema es la proclividad estadounidense para la intervención militar, la cual precede a la administración Bush—desde el fin de la Guerra Fría (marcado por la apertura del Muro de Berlín en 1989), los Estados Unidos se han involucrado en nueve operaciones militares importantes: Panamá en 1989, la Guerra del Golfo en 1991, Somalia en 1992, Haití en 1994, Bosnia en 1995, Irak (Operación Zorro del Desierto) en 1998, Kosovo en 1999, Afganistán en 2001 e Irak en 2003. Y es importante darse cuenta que la Guerra del presidente Clinton en los Balcanes en esencia no difirió de la invasión de Irak de la administración Bush para deponer a Saddam Hussein. Ambas fueron acciones militares innecesarias contra estados soberanos llevadas a cabo sin la aprobación formal del Consejo de Seguridad de la ONU, y ninguno representaba una amenaza inminente para la seguridad de los EE.UU.. Y ambas fueron justificadas sobre bases humanitarias—el castigo a las atrocidades cometidas por Slobodan Milosevic en Serbia y el gobierno brutal de Saddam Hussein en Irak, respectivamente.

En otras palabras, el comportamiento de los Estados Unidos ha probablemente generado un poderoso incentivo para la proliferación de armas nucleares—exactamente lo opuesto al efecto deseado.

Traducido por Gabriel Gasave


Charles V. Peña es ex Investigador Asociado Senior en el Independent Institute así como también Asociado Senior con la Coalition for a Realistic Foreign Policy, Asociado Senior con el Homeland Security Policy Institute de la George Washington University, y consejero del Straus Military Reform Project.