Hace veinticinco años, en uno de los mayores disparates militares de la historia, las fuerzas armadas argentinas invadieron las Falkland Islands (a las que los argentinos llaman las Islas Malvinas), un territorio de ultramar auto-gobernado del Reino Unido. Le tomó a las fuerzas británicas poco más de diez semanas atravesar un tercio del globo y expulsar a los invasores. Dos tercios de los más de novecientos muertos eran argentinos.

Mientras ahora podríamos desear emplear nuestro tiempo de manera más constructiva contando ping�inos, la disputa persiste. El Ministro de Relaciones Exteriores argentino Jorge Taiana dijo al Comité Especial de Descolonización de las Naciones Unidas el 21 de junio que Gran Bretaña es abusiva y rechaza negociar. ¿Pero cómo es posible el dialogo cuando Argentina, la parte más débil, insiste en una capitulación total del Reino Unido, la parte más fuerte?

Un aniversario importante como este es tanto una oportunidad para guardar luto por las pérdidas y golpearse los pechos, como también un recordatorio para la gente de lo qué podría haberse hecho si todos tan solo siguiésemos el consejo de Gilbert en Iolanthe para ajustar “la tuerca del sentido común” sobre un problema. Desafortunadamente, los riesgos y problemas son tales que, incluso con una buena voluntad fuera de los común de ambas partes, un acuerdo de largo plazo es todo lo que uno puede esperar, a pesar de que eso afectaría enormemente los intereses de todos.

Argentina exige una revocación total del status quo de 174 años en base a cuatro argumentos: 1) reclamos de la España colonial sobre las islas que la Argentina heredó en 1816 con su independencia, 2) una breve y limitada ocupación de las islas tras la independencia por la Argentina antes de 1833, 3) la proximidad de las islas (cerca de 350 millas) al territorio continental argentino, y 4) la transitoriedad de la población de las Malvinas.

Mientas Argentina exige un traspaso completo de la soberanía, su caso legal de comienzos del siglo diecinueve, aunque marginalmente mejor que el de Gran Bretaña, es en sí mismo poco concluyente. Al final, el reclamo de Argentina no es mejorado por el de gran Bretaña, sino por el de los isleños, al que Londres todavía se siente obligada a defender.

La realidad es que los varios miles de isleños son casi todos de origen escocés e inglés. Hablan ingles y han administrado a las islas pacíficamente con la ayuda británica durante 174 años. Un representante de las Falkland le dijo a las Naciones Unidas el 21 de junio que la política de Argentina es colonial. Los isleños se oponen abrumadoramente a la incorporación a Argentina, un cultura distinta con una historia que a menudo ha sido violenta e impredecible, siendo un ejemplo perfecto la invasión no provocada de hace 25 años. La realidad de estas historias y culturas largas y muy disímiles deberían superar a cualquier reclamo legal de siglos de antig�edad.

Pero esta exigencia argentina transciende la disputa de las Malvinas y no significa otra cosa que la apertura de una caja de Pandora global. Sostiene que cualquier país que desee recuperar territorios perdidos hace un par de siglos, no obstante lo tenue de su reclamo entonces y lo que sea que haya ocurrido en el ínterin, tiene el derecho a recuperarlo. Si esta ridícula idea prospera, muchos Estados miembros de la ONU se volverán presa de uno o más de sus envalentonados vecinos.

El argumento de la proximidad es igualmente absurdo. Solo imagine a toda isla a menos de 350 millas de un continente, sin importar lo diferente de su cultura, siendo absorbida por el país continental más próximo: Japón se vuelve parte de Corea o Rusia, Chipre parte de Turquía o Siria, Cuba y las Bahamas parte de los Estados Unidos, y el Reino Unido (quizás esta sea la venganza final de la Argentina) parte de Francia.

El argumento más insincero de todos, sin embargo, es que tras 174 años consecutivos los isleños son “transitorios”. Más familias de las Malvinas poseen profundas raíces históricas en las islas que argentinos actuales que las tienen en el continente. Argentina, una de las colonias españolas más jóvenes, fue incluso más esmerada que los Estados Unidos en asesinar a sus moradores originales, lo que significa que la actual población de Argentina, con su ancestro europeo, no es más nativa para el continente de lo que los isleños son para las islas.

En realidad, los isleños poseen una cultura mucho más cohesiva que los argentinos que, por rezones históricas y psicológicas son habitantes antes que ciudadanos del territorio, tal como lo sostenía su más grande escritor, Jorge Luis Borges.

Los dirigentes argentinos afirman que buscan una restitución pacífica de las islas. Pero los isleños y otros consideran que, en virtud de la inestable e impredecible historia de Argentina, cualquier nueva crisis interna podría abrumar a la mejor de las actuales intenciones.

Una resolución de la disputa potencialmente duradera exigirá una formula sencilla que tanto pacifique a los nacionalistas argentinos como produzca beneficios tan obvios como para sobrevivir a un futuro desasosiego en el continente. Quizás el Reino Unido podrá simplemente reconocer (sin acceder a) el reclamo argentino y entonces todas las partes podrían acordar otro periodo de colonización de 175 años con supervisión de la ONU. Eso permitiría a Londres, Buenos Aires y Puerto Stanley concentrarse enteramente en la cooperación de largo plazo en el desarrollo de la pesca, la energía y otras cuestiones con las obvias recompensas para todos los involucrados. Los recientes acuerdos entre Australia e Indonesia contienen ejemplos útiles de lo que puede hacerse sí hay voluntad.

¿Quién podría diseñar un acuerdo de colonización así de largo plazo? El presidente argentino Néstor Kirchner podría, porque, como cuando Nixon viajó a China, nadie puede acusarlo de venderse al enemigo. En verdad, hacerlo podría resultar complicado actualmente debido a su derrota en los comicios del domingo pasado, un desagradable anticipo de la venidera elección presidencial, y la admiración de Kirchner por el militante de Venezuela, el presidente anti-imperialista, Hugo Chávez.

Pero la clave es la voluntad. ¿Es Kirchner un estadista suficientemente comprometido con los verdaderos intereses del pueblo argentino como para lograr un acuerdo práctico que beneficiaría a los argentinos y a todas las otras generaciones futuras? Sí no lo es, ¿qué otro argentino lo es? Es tiempo de que los argentinos rechacen el tonto nacionalismo y apoyen a un programa y a un candidato que suscite la reconciliación.

Traducido por Gabriel Gasave


William Ratliff es Asociado Adjunto en The Independent Institute, Investigador Asociado en la Hoover Institution de la Stanford University, y un frecuente escritor sobre temas de la política exterior china y cubana.