En un reciente artículo, demostré que los aspirantes a historiadores de la actual guerra que los Estados Unidos libran contra Irak no precisan involucrarse en las complicaciones que implicaría el abocarse a componer una nueva narrativa. Los patrones persisten. A efectos de exponer el carácter de las personalidades y de las acciones que nos condujeron a esta guerra, los historiadores tan solo necesitan emplear la narrativa atinente a una guerra del pasado, alterando los nombres y lugares para que se ajusten a la presente ocasión.

Mi plantilla anterior se originaba en un relato sobre el Presidente William McKinley y la guerra que los Estados Unidos libraron contra España en el año 1898, la cual estableció el escenario para la prolongada, pero prácticamente olvidada, guerra estadounidense contra los combatientes filipinos por la resistencia. McKinley en la guerra del año 98, sin embargo, no es el único belicista presidencial que podría utilizarse como modelo para George W. Bush en su guerra contra Irak.

El siguiente texto, en el cual las modificaciones que efectúo aparecen entre corchetes, ilustra la relevancia de un precursor distinto y las condiciones que fomentaron el hecho de que recurriera a la guerra.


Poseía una voluntad dinámica y arrogante a la que fácilmente imponía sobre los demás, una voluntad hecha férrea por la convicción [de Bush] de que aquellos que bloqueaban su sendero soslayaban a la luz.

. . . la tendencia [de Bush] de verse a sí mismo como un instrumento de la Providencia y a definir a la grandeza personal como a algún acto mesiánico de salvación.

De no haber sido un devoto [cristiano “renacido”], [Bush] aún hubiese sido un líder vanaglorioso; de no haber sido vanaglorioso, no hubiese sido [George W. Bush].

[Bush]no mentía; meramente trataba de engañar al pueblo.

[Pronto] tras asumir el cargo el nuevo Presidente emprendió el rumbo de entrometerse en la política [iraquí] lo que llevaría a los Estados Unidos al borde de la guerra hacia [principios del mes de marzo de 2003].

[Bush] comenzó a tratar de persuadir al pueblo estadounidense de que el verdadero espíritu de la reforma debía ser expresado no dentro del país, sino en una nueva política exterior altruista, una política . . . de “servir a la humanidad.”

Siendo la intención [de Bush] la de hallar “monstruos a los cuales destruir,” la brutal [dictadura de Saddam] era demasiado oportuna como para desperdiciarla.

. . . [Bush] decidió que era su deber ineludible el destituir a [Saddam] y establecer un “gobierno constitucional” en [Irak.]

. . . a diferencia de su Presidente altruista, el pueblo estadounidense se preocupaba mucho más de sí mismo que de los [iraquíes.]

Los Estados Unidos, según [Bush], se convertirían en la primera nación en la historia que pondría los intereses de otros países por delante del suyo propio. La humanidad (menos el pueblo estadounidense) sería en adelante objeto de la activa preocupación y del ministerio de nuestro gobierno.

Una vez convencido de la nobleza de sus propias intenciones—y esa convicción siempre surgía fácilmente—[Bush]podía actuar sin escrúpulos, desafiar los reproches de los hombres, e ignorar lo que para los demás era puro sentido común. El más fanático de los idealistas no se aferra a los principios de toda una vida de un modo más tenaz de aquel con el que [Bush] podía perseguir un objetivo noble al que había inventado tan solo para que cuadrase con sus ambiciones.

Habiendo decidido deponer a un gobernante extranjero [Bush] ahora se persuadía así mismo de que la negativa del “bruto” a marcharse lo estaba obligando a ir a la guerra.

A fin de evitar las complicaciones internacionales, exigió secamente que las potencias europeas le otorgaran una carta blanca en [Irak.]

Como cualquier otra forma de agresión militar, el “servir a la humanidad,” exige también una excusa popular.

. . . un escuadrón de la Armada de los EE.UU. permanecía amenazadoramente en las afueras del puerto de [Abadan] en la Costa del Golfo [Pérsico,] y [Bush] aguardaba por su pretexto para una intervención armada.

Enceguecido por una vanagloriosa ambición, displicente de cualquier punto de vista que no fuese el suyo propio, [Bush] carecía de una comprensión muy firme de la realidad tal como la misma era vista y juzgada por sus camaradas. La realidad para [Bush] era su voluntad y sus palabras y su poder para imponerlas sobre los demás.

. . . acusa a [Saddam] de estar haciéndole lo que él se encontraba haciéndole a [Saddam].

Aparentemente, al encargar pertrechos militares [Saddam] había desafiado al Presidente de los Estados Unidos de una manera tan grosera que [Bush] se vio compelido a invadir a su país de una buena vez.

. . . [Bush] adhería a un principio consistente. Para él las “mejores aspiraciones” de los extranjeros serían invariablemente aquellas que exigiesen de la intervención estadounidense, por ello su deseo de intervenir en lo que juzgaba sus “mejores aspiraciones.” Tal era la materia prima del “idealismo de Bush,” . . . . Cuáles eran en verdad las mejores aspiraciones del pueblo [iraquí] y de qué forma las mismas podían ser mejor atendidas, era algo que carecía de interés alguno para [George W. Bush.]

Un líder menos auto-exaltado que [Bush] bien podría haber sido castigado por el giro de los acontecimientos, pero [Bush] estaba más allá del alcance de los reproches de parte de otros hombres.

. . . [Karl Rove] fue considerablemente algo más que un cortesano exitoso. Hizo mucho para ayudar a [Bush] a superar sus peculiares defectos personales como un líder político: la sublime indiferencia del Presidente por los detalles prácticos y las opiniones de los demás y un consecuente deseo de inventiva para pergeñar esquemas prácticos. Anhelante de ejercer el poder sirviendo de manera privada al poderoso, [Rove] fue tanto la principal fuente de información de [Bush] respecto del mundo exterior como su principal proveedor de planes prácticos.

[Bush] tenía, por necesidad, que desprenderse de toda cualidad que hiciese grande a un estadista. El auto-engaño, el auto-regocijo, y la auto-admiración fueron los ingredientes principales del celebrado “idealismo” de [Bush.]

De una manera muy deliberada y bastante innecesariamente, [George W. Bush] había empujado a los Estados Unidos hacia un rumbo de colisión con [Irak.]

[Bush] intentó, de una forma u otra, provocar a [Irak] para que le proporcionara una casus belli. Sin embargo, habría sido fatal para las intenciones de [Bush], si el electorado hubiese intuido su intención o dudado seriamente de su determinación por mantener la paz. Podía introducir a los Estados Unidos en la guerra solamente si un número sustancial de ciudadanos era convencido de que [Irak] estaba forzando una guerra contra los Estados Unidos.

. . . [Bush] tenía, al mismo tiempo, que actuar de manera provocadora hacia [Irak] aunque no apareciendo ante el público en general como desaforadamente provocativo, provocativo, es decir, al punto de revelar un deseo por la guerra.

. . . lo asombroso no es que [Bush] tuviese su guerra, sino que incluso se atreviese a buscarla. Tuvo que ser la perdurable desdicha de la república estadounidense que [George W. Bush] tuviese el coraje de ajustarse a su vanagloria. Sin embargo, ese coraje fue en algunos aspectos, el coraje de un fanfarrón, ya que . . . el curso de la guerra de [Bush] gozaría del apoyo de la mayoría de quienes detentan el poder corrupto y la influencia en los Estados Unidos—gran parte de la oligarquía republicana, la mayoría de los caciques de la democracia, la generalidad de la prensa del partido de la gran ciudad, la mayor parte de los financistas de Wall Street, el conjunto de los muy ricos.

El derecho internacional era para el Presidente meramente un cuerpo de pretextos para hacer lo que deseaba.

Mientras el Presidente estuvo interesado, el secretario de estado, cuyos puntos de vista coincidían con aquellos de los de una basta mayoría de los estadounidenses, había dejado de importar, e incluso era un obstáculo por superar.

. . . en el pequeño mundo de la cábala de [Bush], las serias cuestiones de la guerra y la paz eran discutidas sin la más ligera referencia a los intereses de los Estados Unidos o de su pueblo. . . . Dentro de la cábala de [Bush,] los Estados Unidos de América eran meramente un instrumento para promover las ambiciones del Presidente.

Lo cierto es que [Bush] no solamente no esperaba que [Irak] acatase sus exigencias, sino que él no deseaba que [Irak] cumpliera con sus demandas.

Más importante aún, . . . el Presidente rechazó de plano toda sugerencia sensible para evitar la crisis inminente.

El argumento de [Bush] no era para nada un argumento. Era simplemente un pretexto para no evitar una crisis apilado encima de una excusa para forzar una.

El Secretario [Powell], cansado y humillado por su larga y fútil lucha con el Presidente, estaba en un estado que bordeaba el colapso nervioso. Visto en general por la gente como un hombre peculiarmente devoto de la paz, en la actualidad no era mucho más que un nombre añadido a las notas diplomáticas a las cuales se oponía amargamente.

Lo que alarmaba a la mayoría, sin embargo, le traía esperanzas a unos pocos. Todos aquellos que consideraban que tenían algo que ganar con la guerra . . . vieron en la diplomacia de [Bush] la oportunidad—un oportunidad muy inesperada—de comenzar a empujar activamente al país hacia la guerra con [Irak]. . . . una pequeña y determinada facción cripto-intervencionista comenzó a cristalizarse tanto por fuera como por dentro de la administración. Dado que la facción se encontraba reclutada casi en su totalidad de entre los poderosos, los ricos, y los influyentes (y sus inevitables clientes, protegidos, y paladines), fueron ellos quienes, por definición, tenían acceso primario a los órganos de opinión.

[Bush] no admitiría compromiso alguno y no efectuaría ninguna retirada.

Aún siendo de los más claros e intensos, los sentimientos del pueblo estadounidense en contra de la guerra no podrían hacer más con [George W. Bush] que impedir de manera temporaria el curso de su guerra.

Los líderes del Partido Republicano no proporcionaron tal oposición ni le ofrecieron al electorado ninguna señal reconocible. En su lugar, apoyaron la diplomacia de [Bush] y trabajaron a fin de fortalecer su mano de todas las formas posibles.

Un electorado influenciado y disciplinado, sumiso de sus gobernantes, que no espera nada de su gobierno, era la condición cívica que el Partido Republicano precisaba y procuraba. . . . una vez que [Bush] abrió la posibilidad de una guerra, los líderes republicanos estaban preparados . . . para desplegar todo su poderío político a efectos de provocar la guerra.

La primera motivación de la agitación fue una frenética propaganda de espíritus malignos y alarmas.

. . . Sin embargo, nada de la absurdidad de la agitación [a favor de la guerra], fue demasiado grande como para que la prensa estadounidense se la tragase.

Día tras día, semana tras semana, durante meses el diluvio de la propaganda alarmista cayó sobre el país, desde la Ciudad de Nueva [y Washington, D.C..]


Por lo tanto, chicos y chicas, queda una vez más claramente evidenciado que la circunstancia de conducir al pueblo estadounidense a la guerra no exige de grandes habilidades ni de imaginación, sino tan solo del usual carácter defectuoso de los líderes políticos de la nación y del habitual juego de manos gubernamental, asistido por los medios noticiosos del establishment, los cuales, bajo la apariencia de informar al público, solamente abanican las llamas de los políticos.

De esta manera, la misma receta básica utilizada para cocinar guerras en el pasado, sirve para la preparación de las actuales. Muchos individuos siempre apetecen probar mientras el dulce et decorum está siendo tramado, a pesar de que a posteriori algunos siempre se quejan de que el mismo sabía amargo al momento de tragárselo.

Para aquellos que deseen examinar la fuente original de la plantilla precedente, la misma es la siguiente:

Notas sobre Woodrow Wilson, de la obra Politics of War de Walter Karp

Las siguientes declaraciones son extraídas del trabajo de Walter Karp, The Politics of War: The Story of Two Wars Which Altered Forever the Political Life of the American Republic (1890-1920) (New York: Harper and Row, 1979.) Los números de página aparecen entre corchetes.

Poseía una voluntad dinámica y arrogante a la que fácilmente imponía sobre los demás, una voluntad hecha férrea por la convicción de Wilson de que aquellos que bloqueaban su sendero soslayaban a la luz. [145]

. . . la tendencia de Wilson de verse a sí mismo como un instrumento de la Providencia y a definir a la grandeza personal como a algún acto mesiánico de salvación. [147]

De no haber sido un devoto presbiteriano, Wilson aún hubiese sido un líder vanaglorioso; de no haber sido vanaglorioso, no hubiese sido Woodrow Wilson. [148]

Wilson no mentía; meramente trataba de engañar al pueblo. [154]

Siete días después de asumir el cargo el nuevo Presidente emprendió el rumbo de entrometerse en la política mejicana lo que llevaría a los Estados Unidos al borde de la guerra hacia el mes de abril de 1914. [157]

Wilson comenzó a tratar de persuadir al pueblo estadounidense de que el verdadero espíritu de la reforma debía ser expresado no dentro del país, sino en una nueva política exterior altruista, una política, en palabras de Wilson, de “servir a la humanidad.” [159]

Siendo la intención de Wilson la de hallar “monstruos a los cuales destruir,” la brutal usurpación del poder de Huerta era demasiado oportuna como para desperdiciarla. [159]

. . . Wilson decidió que era su deber ineludible el destituir a Huerta y establecer un “gobierno constitucional” en Méjico. [160]

. . . a diferencia de su Presidente altruista, el pueblo estadounidense se preocupaba mucho más de sí mismo que de los mejicanos. [160]

Los Estados Unidos, según Wilson, se convertirían en la primera nación en la historia que pondría los intereses de otros países por delante del suyo propio. La humanidad (menos el pueblo estadounidense) sería en adelante objeto de la activa preocupación y del ministerio de nuestro gobierno. [161]

Una vez convencido de la nobleza de sus propias intenciones—y esa convicción siempre surgía fácilmente—Wilson podía actuar sin escrúpulos, desafiar los reproches de los hombres, e ignorar lo que para los demás era puro sentido común. El más fanático de los idealistas no se aferra a los principios de toda una vida de un modo más tenaz de aquel con el que Wilson podía perseguir un objetivo noble al que había inventado tan solo para que cuadrase con sus ambiciones. [161]

Habiendo decidido deponer a un gobernante extranjero, Wilson ahora se persuadía así mismo de que la negativa del “bruto” a marcharse lo estaba obligando a ir a la guerra. [162]

A fin de evitar las complicaciones internacionales, exigió secamente que las potencias europeas le otorgaran una carta blanca en Méjico. [162]

Como cualquier otra forma de agresión militar, el “servir a la humanidad,” exige también una excusa popular. [163]

. . . un escuadrón de la Armada de los EE.UU. permanecía amenazadoramente en las afueras de la Costa del Golfo, y Wilson aguardaba por su pretexto para una intervención armada. [164]

Enceguecido por una vanagloriosa ambición, displicente de cualquier punto de vista que no fuese el suyo propio, Wilson carecía de una comprensión muy firme de la realidad tal como la misma era vista y juzgada por sus camaradas. La realidad para Wilson era su voluntad y sus palabras y su poder para imponerlas sobre los demás. [165]

. . . acusa a Huerta de estar haciéndole lo que él se encontraba haciéndole a Huerta. [165]

Aparentemente, al encargar pertrechos militares Huerta había desafiado al Presidente de los Estados Unidos de una manera tan grosera que Wilson se vio compelido a invadir a su país de una buena vez. [166]

. . . Wilson adhería a un principio consistente. Para él las “mejores aspiraciones” de los extranjeros serían invariablemente aquellas que exigiesen de la intervención estadounidense, por ello su deseo de intervenir en lo que juzgaba sus “mejores aspiraciones.” Tal era la materia prima del “idealismo wilsoniano,” . . . . Cuáles eran en verdad las mejores aspiraciones del pueblo mejicano y de qué forma las mismas podían ser mejor atendidas, era algo que carecía de interés alguno para Woodrow Wilson. [167]

Un líder menos auto-exaltado que Wilson bien podría haber sido castigado por el giro de los acontecimientos, pero Wilson estaba más allá del alcance de los reproches de parte de otros hombres. [167]

. . . [Edward] House fue considerablemente algo más que un cortesano exitoso. Hizo mucho para ayudar a Wilson a superar sus peculiares defectos personales como un líder político: la sublime indiferencia del Presidente por los detalles prácticos y las opiniones de los demás y un consecuente deseo de inventiva para pergeñar esquemas prácticos. Anhelante de ejercer el poder sirviendo de manera privada al poderoso, House fue tanto la principal fuente de información de Wilson respecto del mundo exterior como su principal proveedor de planes prácticos. [172]

Wilson tenía, por necesidad, que desprenderse de toda cualidad que hiciese grande a un estadista. El auto-engaño, el auto-regocijo, y la auto-admiración fueron los ingredientes principales del celebrado “idealismo” de Wilson. [175]

De una manera muy deliberada y bastante innecesariamente, Woodrow Wilson había empujado a los Estados Unidos hacia un rumbo de colisión con Alemania. [186]

Wilson intentó, de una forma u otra, provocar a Alemania para que le proporcionara una casus belli. Sin embargo, habría sido fatal para las intenciones de Wilson, si el electorado hubiese intuido sus intenciones o dudado seriamente de su determinación por mantener la paz. Podía introducir a los Estados Unidos en la guerra solamente si un número sustancial de ciudadanos era convencido de que Alemania estaba forzando una guerra contra los Estados Unidos. [190]

. . . Wilson tenía, al mismo tiempo, que actuar de manera provocadora hacia Alemania aunque no apareciendo ante el público en general como desaforadamente provocativo, provocativo, es decir, al punto de revelar un deseo por la guerra. [191]

. . . lo asombroso no es que Wilson tuviese su guerra, sino que incluso se atreviese a buscarla. Tuvo que ser la perdurable desdicha de la república estadounidense que Woodrow Wilson tuviese el coraje de ajustarse a su vanagloria. Sin embargo, ese coraje fue en algunos aspectos, el coraje de un fanfarrón, ya que . . . el curso de la guerra de Wilson gozaría del apoyo de la mayoría de quienes detentan el poder corrupto y la influencia en los Estados Unidos—gran parte de la oligarquía republicana, la mayoría de los caciques de la democracia, la generalidad de la prensa del partido de la gran ciudad, la mayor parte de los financistas de Wall Street, el conjunto de los muy ricos. [192]

El derecho internacional era para el Presidente meramente un cuerpo de pretextos para hacer lo que deseaba. [199]

Mientras el Presidente estuvo interesado, el secretario de estado, cuyos puntos de vista coincidían con aquellos de los de una basta mayoría de los estadounidenses, había dejado de importar, e incluso era un obstáculo por superar. [202]

. . . en el pequeño mundo de la cábala de Wilson, las serias cuestiones de la guerra y la paz eran discutidas sin la más ligera referencia a los intereses de los Estados Unidos o de su pueblo. . . . Dentro de la cábala de Wilson, los Estados Unidos de América eran meramente un instrumento para promover las ambiciones del Presidente. [204]

Lo cierto es que Wilson, no solamente no esperaba que Alemania acatase sus exigencias, sino que él no deseaba que Alemania cumpliera con sus demandas. [206]

Más importante aún, . . . el Presidente rechazó de plano toda sugerencia sensible para evitar la crisis inminente. [207]

El argumento de Wilson no era para nada un argumento. Era simplemente un pretexto para no evitar una crisis apilado encima de una excusa para forzar una. [208]

El Secretario Bryan, cansado y humillado por su larga y fútil lucha con el Presidente, estaba en un estado que bordeaba el colapso nervioso. Visto en general por la gente como un hombre peculiarmente devoto de la paz, en la actualidad no era mucho más que un nombre añadido a las notas diplomáticas a las cuales se oponía amargamente. [210]

Lo que alarmaba a la mayoría, sin embargo, le traía esperanzas a unos pocos. Todos aquellos que consideraban que tenían algo que ganar con la guerra . . . vieron en la diplomacia de Wilson la oportunidad—un oportunidad muy inesperada—de comenzar a empujar activamente al país hacia la guerra con Alemania. . . . una pequeña y determinada facción cripto-intervencionista comenzó a cristalizarse tanto por fuera como por dentro de la administración. Dado que la facción se encontraba reclutada casi en su totalidad de entre los poderosos, los ricos, y los influyentes (y sus inevitables clientes, protegidos, y paladines), fueron ellos quienes, por definición, tenían acceso primario a los órganos de opinión. [211]

Wilson no admitiría compromiso alguno y no efectuaría ninguna retirada. [213]

Aún siendo de los más claros e intensos, los sentimientos del pueblo estadounidense en contra de la guerra no podrían hacer más con Woodrow Wilson que impedir de manera temporaria el curso de su guerra. [214]

Los líderes del Partido Republicano no proporcionaron tal oposición ni le ofrecieron al electorado ninguna señal reconocible. En su lugar, apoyaron la diplomacia de Wilson y trabajaron a fin de fortalecer su mano de todas las formas posibles. [216]

Un electorado influenciado y disciplinado, sumiso de sus gobernantes, que no espera nada de su gobierno, era la condición cívica que el Partido Republicano precisaba y procuraba. . . . una vez que Wilson abrió la posibilidad de una guerra, los líderes republicanos estaban preparados . . . para desplegar todo su poderío político a efectos de provocar la guerra. [218]

La primera motivación de la agitación fue una frenética propaganda de espíritus malignos y alarmas. . . . Sin embargo, nada de la absurdidad de la preparación de la agitación, fue demasiado grande como para que la prensa estadounidense se la tragase. [224]

Día tras día, semana tras semana, durante meses el diluvio de la propaganda alarmista cayó sobre el país, desde la Ciudad de Nueva York. [225]

Traducido por Gabriel Gasave


Robert Higgs es Asociado Senior Retirado en economía política, editor fundador y ex editor general de The Independent Review