La guerra del fin del mundo

A Mario Vargas Llosa lo empecé a leer a raíz del prólogo que leí del libro de Hernando de Soto, el Otro Sendero, que me pareció el relato más poderoso y mejor resumido de lo que luego expondría y catapultaría el libro de De Soto a la fama. Sus investigaciones sobre las causas de la informalidad concluían que, la excesiva regulación eran la causa de la pobreza en el Perú. La informalidad no era la causa de la pobreza, si no más bien el síntoma de la excesiva regulación y burocracia que cerraba las puertas a la existencia formal de sus ciudadanos, y estos más bien impelidos por la agencia innata que poseen y sus deseos de superación rompían el cepo reglamentario y burocrático para innovar, emprender y lograr salir de la miseria, para hacer grandes negocios a pesar de las trabas burocráticas. Estas trabas burocráticas lejos de fomentar o ayudar lo único que hacían era entorpecer la capacidad que tiene el ciudadano común de buscarse un futuro mejor.
Esta informalidad, lejos de ser algo condenable, hecha la ley, hecha la trampa, era el síntoma que indicaba que el poder estatal se había excedido en sus poderes reguladores, lejos de imponer orden e igualdad de condiciones se convierte en la principal traba para operar dentro del marco legal. Se transforma en la principal arma de injusticia, que el estado puede utilizar para proteger intereses particulares, en el mejor de los casos, o en el peor de los casos en un mecanismo de explotación de aquellos que solo quieren trabajar para ganarse el sustento de cada día, pero que no tienen conexiones políticas, económicas o sociales. La sobrerregulación que provoca esta informalidad es el mecanismo más cruel de abuso de poder, que afecta a los que menos tienen y los más pobres, pues los poderosos siempre tendrán contactos, amigos, familiares, financistas y enchufados que le podrán dar una manito para que el negocio funcione, sin importar las regulaciones. Ni siquiera el argumento de la falta de justicia es suficiente para estas élites legisladoras o reguladoras para convencerlos de que lo que hacen hace muchísimo daño y no ayuda.
A pesar de lo asombroso de las conclusiones de “El otro sendero” y de los esfuerzos iniciales por disminuir los trámites legales, a la fecha, casi 45 años después de la publicación de este libro, los legisladores insisten en que la solución a los problemas que enfrenta una sociedad, son más reglas, más regulaciones y más leyes. Son pocos los que han entendido el mensaje e insisten, cuando es tiempo de elecciones, que si el votante elige al legislador de turno se puede esperar que este quiera dejar su marca creando más leyes o regulaciones para resolver tal o cual problema apremiante.
El éxito, en la mentalidad de estos políticos que aspiran a ser legisladores, consiste en el número de legislaciones que promueva, apruebe o que lleven pomposamente su nombre. Así es acá en Estados Unidos donde la cúspide del éxito como legislador es pasar nueva legislación con el nombre del promotor, o nombres pomposos, o peor nombres que resultan en lo opuesto a lo que pretenden arreglar. Ley Patriota, Dobbs Frank, Obama Care, One Big Beautiful Bill, quedan así como monumentos para la posteridad. Estas leyes lamentablemente lejos de simplificar las cosas tienden a hacer más complejo y complicado operar dentro del estado de derecho, y hacen más caro precisamente lo que tratan hacer más barato o mejorar.
Lo que queda superado detrás de tanta regulación, es la disminución cada vez mayor de la innovación, después de cada ley en los sectores donde dichas legislaciones han sido introducidas. Ahi donde se reglamentó el sistema de salud casi no hay innovación en la provisión de seguro de salud, económico y barato para las masas. Ahi donde hay más regulación bancaria y supuesto fortalecimiento del sistema hay menos crédito para los innovadores y empresarios que no cuentan con las suficientes garantías o las conexiones adecuadas con las autoridades. En estos tiempos comienzan a sonar preocupados los expertos por la Inteligencia artificial, a exigir regulaciones para proteger a los ciudadanos. Hasta ahora en este tema, hay cierta sensatez al respecto y han decidido dejarla lo menos regulada posible, sin embargo de cuando en cuando sale algún tonto útil a hablar de los potenciales riesgos de tal falta de regulación. Este aparente y curioso estado de cosas, solo es posible mientras siga generando ganancias tan descomunales y la carrera por la Inteligencia Artificial hasta ahora ha frenado el impulso regulador. Sin embargo, al primer estornudo financiero en dicha carrera, saldrán los agoreros reguladores a darnos su concienzuda y experta opinión de que el problema es la falta de regulación.
Hace unas semanas Joel Mokyr, entre otros, ganó el premio nobel de Economía, por sus investigaciones sobre el rol del emprendedor y la innovación en el proceso de desarrollo económico. Para Mokyr en sus investigaciones, algo cambió en la mentalidad Occidental al entrar al mundo moderno donde la frontera de posibilidades se expandió inmensamente. En el modelo tradicional siempre hay un costo de oportunidad y hacer algo requiere que se deje de hacer otra cosa cuando tenemos recursos limitados. Los individuos siempre tienen que escoger entre gastar o ahorrar, entre invertir en el producto A o el B, pues no tenemos recursos ilimitados para escoger todas las opciones posibles, hay que escoger la mejor opción con los recursos de los que se disponen. El rol del empresario, es descubrir cual recurso es el más adecuado con mayor tasa de retorno y que nos permite alcanzar nuestros objetivos. Sin innovación es imposible expandir esa frontera de posibilidades y estamos limitados por las opciones que están disponibles, sin importar la cantidad de capital disponible. De acuerdo a las investigaciones de Mokyr, algo cambio cuando el mundo entró a los tiempos modernos, pues ya no parecía que estábamos limitados en esa frontera de posibilidades. Según Mokyr la revolución industrial no solo fue un cambio que llevó a la mecanización masiva, si no que también llevó a un cambio de ideas. Ya no solo importaba entender como hacer las cosas, si no por qué las cosas funcionaban de la manera que lo hacían, y esto llevo a ese cambio de ideas, pues permitía descubrir e innovar, cómo hacer que algo tuviera más rendimiento que lo que la frontera de posibilidades conocidas permitía. Esta curiosidad por el por qué y no solo por el cómo, abrió las puertas a innovaciones que aumentaban la productividad de manera exponencial. El conocimiento científico, por así decirlo, ya no era solo una curiosidad intelectual, si no que tenía implicaciones en el mundo real, en como aprovechábamos mejor los recursos, lo cual resulta en una mejora más grande, de lo que hasta ese momento se había logrado en productividad.
Aquí es donde hay el gran salto entre aquellos que habían sido poco regulados y estaban abiertos a nuevas tecnologías, pues todo estaba por construir y aquellos quienes estábamos por tradición regulados hasta el tuétano como lo fue en Hispanoamérica. Ahi es donde radica la diferencia, no tanto en nuestra idiosincrasia, cultura, ética del trabajo o religión, si no en que ese cambio de ideas, se dio en el lugar menos regulado, lo cual permitió que se arraigue este espíritu de innovación, que disparó el desarrollo económico, industrial y tecnológico.
Llegado a este punto se preguntarán algunos que tiene que ver la Guerra del Fin del Mundo de Vargas Llosa con la excesiva legislación, la informalidad, más allá del prólogo del Otro Sendero de Hernando De Soto hace 45 años. Pues mucho, más allá de la historia de la Guerra de Canudos en el Brasil de finales del siglo XIX, entre gente que creía en que el fin de los tiempos se acercaba y aquellos quienes veían a la religión como una traba al desarrollo y se impulsaba una guerra fratricida en contra de la cultura, la religión y las costumbres de su gente, ni uno ni otro atinaban a darse cuenta que mientras unos peleaban contra la modernidad, los que supuestamente la abanderaban creían que la solución estaba en matar o borrar del mapa a quienes protegían la religión o la fomentaban. Ninguno alcanzaba a darse cuenta que la solución no era ni la parálisis permanente, ni la revolución fratricida, anticlerical. La solución estaba en permitir que el cambio se diera sin tantas reglas y permisos y dejar más bien que los innovadores experimentaran sin necesariamente tratar de cambiar a unos u otros. El peso de las mejoras, la productividad era mucho más poderoso agente de cambio, que cualquier idea antigua o moderna sobre el cambio, impuesta por la fuerza, a sangre y fuego, o en contra de las creencias de la gente.
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