La crisis en el Caribe volvió a exponer la lógica de un sistema internacional cada vez más inestable. Donald Trump decidió reactivar la presión sobre Venezuela, convencido de que la única forma de evitar una escalada es negociar directamente con líderes fuertes: Maduro, Putin, Xi Jinping. Para Trump, el poder se ejerce sin intermediarios. La diplomacia tradicional, los organismos multilaterales y la mediación europea quedaron relegados a un segundo plano.
Pero la jugada sobre Caracas no es un movimiento aislado. En un mundo sin reglas claras, donde las potencias ensayan maniobras en zonas de influencia ajenas, lo que haga Estados Unidos en el Caribe se leerá de inmediato en Moscú y en Beijing. Si Washington interviene de forma unilateral, los sectores más duros del Kremlin podrían insistir en acelerar la ofensiva en Ucrania. Y los halcones chinos verían el antecedente como un argumento adicional para endurecer su postura sobre Taiwán. Es el juego de espejos de la multipolaridad: si uno rompe el equilibrio, los demás se sienten habilitados a hacer lo mismo, incrementándose el riesgo de un efecto dominó.
En este contexto, Venezuela se convirtió en un punto de contacto entre las tres grandes potencias. Para Rusia, es un socio militar y político clave desde la era de Chávez. Moscú no solo equipó a las fuerzas armadas venezolanas con sistemas antiaéreos, fusiles, helicópteros y blindados, sino que mantuvo durante años un flujo constante de técnicos y asesores. Los vuelos de bombarderos estratégicos Tu-160 en 2008, 2013 y 2018 —enviados directamente desde bases rusas hasta aeródromos venezolanos— fueron, más que exhibiciones de rutina, señales explícitas de que Rusia puede proyectar poder en el Caribe, el espacio históricamente más sensible para Washington.
El objetivo ruso es múltiple: respaldo a un aliado que depende de su asistencia militar, demostración de presencia en el “patio trasero” norteamericano y mensaje estratégico hacia Estados Unidos. Cada vez que Washington presiona en Ucrania, Moscú recuerda que también puede tensionar en el Caribe. En términos militares, no se trata de ganar una guerra, sino de mostrar capacidad de incomodar al adversario en su entorno inmediato.
China opera en otra dimensión. Su presencia no es militar sino estructural. Es el principal acreedor de Venezuela, uno de los socios energéticos centrales y el actor que más invirtió en infraestructura, puertos, telecomunicaciones y proyectos logísticos en todo el Caribe. A Beijing le interesa el petróleo venezolano, pero también las rutas marítimas que conectan el Atlántico con el Canal de Panamá y la costa este de EEUU. En algunos países caribeños —Bahamas, Jamaica, Trinidad, Cuba— la presencia china ya forma parte del paisaje estratégico.
Para China, una intervención unilateral estadounidense en Venezuela tendría doble costo: afectaría a un socio donde invirtió capital político y financiero, y abriría un precedente peligroso de cambio de régimen avalado por Washington. Los halcones chinos podrían usar ese argumento para reforzar la narrativa de que, si Estados Unidos actúa por la fuerza en el Caribe, China podría hacer lo mismo sobre Taiwán.
Brasil observa con alarma. Para Lula, una intervención militar en Venezuela es una amenaza directa a la estabilidad sudamericana. Brasil no quiere tropas extranjeras en la frontera amazónica, un flujo masivo de refugiados ni un conflicto entre potencias en su vecindario inmediato.
Argentina, en cambio, adoptó un alineamiento automático con EEUU bajo la conducción de Javier Milei. Denuncia sistemáticamente al régimen de Maduro y colaboró en la protección y salida de opositores perseguidos. Pero, más allá del discurso, existe una limitación objetiva: el bajo nivel de alistamiento del Instrumento Militar argentino. En un escenario de crisis, Argentina podría ofrecer apoyo político, diplomático e incluso participar en una fuerza multinacional de paz o ayuda humanitaria, pero no en operaciones de combate de alta intensidad.
El contraste es claro: Brasil busca desescalar para evitar un conflicto regional; Argentina se alinea retóricamente con Washington, pero su aporte militar sería limitado; Rusia sostiene al régimen venezolano para equilibrar presiones en Ucrania; y China protege sus intereses económicos, energéticos y logísticos mientras observa cómo se redefine el poder en el Caribe.
Lo preocupante es el contexto general: hoy conviven tres formas posibles de escalada. La primera, por intención: una potencia decide avanzar deliberadamente para cambiar el statu quo. La segunda, por error de cálculo: alguien interpreta mal una señal o subestima la reacción del otro. Y la tercera, por accidente: un dron derribado, un barco mal identificado o un ejercicio militar mal comunicado. Las grandes crisis del último siglo nacieron muchas veces de errores menores.
Venezuela, lejos de ser un conflicto aislado, es un ensayo general de la nueva era estratégica. Un lugar donde EEUU, Rusia y China miden fuerzas y donde cualquier paso en falso puede tener ecos inmediatos en Ucrania o en el estrecho de Taiwán.
La pregunta no es solo qué harán Trump o Maduro, sino qué harán Moscú y Pekín si Washington decide ir un paso más allá. Y cómo reaccionará un sistema internacional que hoy vive en tensión permanente, donde un movimiento en el Caribe puede alterar todo el equilibrio global.
El autor es Teniente General (R). Ex Jefe del Estado Mayor Conjunto de las FF.AA. de Argentina.
@jmpaleooficial