Argentina: El orden de las reformas altera el producto
Nunca dejo de sorprenderme cuando escucho a algunos economistas afirmar que para que a la Argentina le vaya bien macroeconómicamente el gobierno debe simplemente adoptar de manera consistente políticas sensatas, tal como lo han hecho en las últimas décadas hecho algunos países vecinos. Parecen ignorar un dato irrefutable: es algo que en 43 años de democracia ningún gobierno hizo ni pudo hacer, incluso queriendo, con una sola excepción: Carlos Menem en su primera presidencia. ¿Acaso no se preguntan qué explica esta peculiaridad? ¿Es casualidad o causalidad?
Quizás la confusión surge de no entender que lo que Argentina necesita no es simplemente un ajuste radical de la orientación de la política económica y/o poner mayor énfasis en ciertos instrumentos en detrimento de otros, por ejemplo, el equilibrio fiscal o la acumulación de reservas. Lo que necesita es un cambio de sistema económico, es decir, una modificación radical del conjunto de reglas, relaciones y principios, tanto formales como informales, que organizan y gobiernan la producción, distribución e intercambio de bienes y servicios dentro de su territorio. Cambiar el régimen de política económica sin cambiar el sistema económico es como cambiarle el aceite a un motor fundido; sólo permite acelerar el tránsito de la ilusión al desencanto.
La mayoría de los países democráticos, incluso en América Latina, operan, con distintos grados de intensidad, bajo lo que podríamos denominar un sistema de economía abierta y competitiva. No es el caso de la Argentina, que desde 1946 opera bajo un sistema único en el mundo. A principios de los ochenta, Adolfo Sturzenegger lo describió como “socialismo sin plan y capitalismo sin mercados”. Me parece más acertado describirlo como un sistema populista-corporatista-proteccionista. Su excepcionalidad radica en dos aspectos. Primero, en ningún otro país se ha dado una identificación tan fuerte entre los sindicatos y un partido político y entre ese partido y el Estado. Segundo, desde 1946 hasta hoy ningún otro país ha pasado más años en recesión y con una de las tasas de inflación más altas del mundo.
Perón, que es el “padre de la criatura”, decía que, al igual que en la botánica, en la política los trasplantes deben adaptarse al medio. Admirador declarado de Mussolini, implantó en nuestro país su propia versión del fascismo corporatista. Pero a diferencia de su ídolo, en vez de cooptar al capital lo combatió, forjando un corporatismo “rengo” y económicamente inviable. Sus sucesores a partir de 1955 le agregaron la pata que faltaba incorporando al capital, incluso multinacionales, y de esta manera le inyectaron más dinamismo. Desde entonces y hasta diciembre de 1983 la Argentina alternó entre dos versiones del sistema corporatista-proteccionista, la populista, basada en la expansión del consumo, y, la autoritaria, basada en el aumento de la inversión y las exportaciones industriales. La primera era económicamente inviable e indefectiblemente terminaba en una crisis externa que abría las puertas a la segunda, que con el tiempo resultaba políticamente inviable. Por diseño este sistema tiende a ser dominado políticamente por el populismo, cuyo ciclo de auge y caída está íntimamente relacionado con el de los precios de los commodities agrícolas. No es casual que los días más felices del peronismo hayan transcurrido en algún momento de 1946, 1973, 2008 y 2012, cuando los precios de los commodities alcanzaron un pico.
Completar la transición a un sistema de economía abierta y competitiva ha sido más difícil para la Argentina que para los países oprimidos durante cuatro décadas por el comunismo. En 1990 Polonia tenía un PBI per cápita 23% inferior al de la Argentina, y gracias a que adoptó un sistema de economía abierta y competitiva hoy es 77% más alto. Además, su economía en una de las más dinámicas de Europa. La razón es muy simple. Cuando colapsó el sistema comunista no había intereses económicos que se opusieran a una transición hacia una economía abierta y competitiva. En contraste, en la Argentina décadas de corporatismo proteccionista crearon grupos de interés que no están dispuestos a resignar poder o recursos económicos.
George Stigler decía que cuando un sistema económico, un marco institucional o una regulación perdura en el tiempo uno debe presumir que es eficiente. ¿Qué significa eficiencia en este contexto? Que alcanza los objetivos económicos de quienes lo controlan. Es decir, les genera beneficios. Desde esta perspectiva, el sistema populista-corporatista-proteccionista que impera desde hace décadas en la Argentina es muy eficiente. Volviendo a la pregunta inicial, no estamos donde estamos por casualidad, sino por causalidad. Los incentivos que genera este sistema económico en políticos, empresarios y sindicalistas produce los resultados macroeconómicos que tanto deploramos y que el mundo no entiende.
El único intento relativamente exitoso de sacar a la Argentina de este sistema perverso fue bajo el régimen de convertibilidad. Cuando Domingo Cavallo llegó al Ministerio de Economía en 1991 tenía bien claro que, para volver a crecer, la Argentina tenía que cambiar el sistema, no simplemente el régimen de política económica. Dos hiperinflaciones y el peligro de una tercera además lo convencieron de que si no se eliminaba la emisión monetaria para financiar el déficit fiscal sería imposible completar la transición. Logró convencer a Menem de las bondades de un régimen de convertibilidad, y, gracias a la estabilidad monetaria resultante, durante diez años el país inició la transición hacia un sistema de economía abierta y competitiva.
La convertibilidad fue mucho más que un programa anti-inflacionario, fue el intento mas duradero y creíble de cambiar el sistema económico populista-corporatista-proteccionista. Su colapso en 2001 demostró el enorme poder de los grupos de interés engendrados por ese mismo sistema. El instrumento que emplearon para restaurarlo fue la devaluación del peso, pieza clave de su engranaje. Emitir pesos en exceso para luego devaluarlos es parte de un ciclo recurrente desde 1946. Una inflación alta, persistente y volátil es un rasgo estructural de este sistema.
Por eso la estabilidad monetaria es una condición necesaria para que la Argentina pueda completar la transición a una economía abierta y competitiva. Es imposible para un empresario estimar la rentabilidad de sus inversiones con una inflación alta, persistente y volátil. Por eso un régimen que asegure la estabilidad es la “madre” de todas las reformas estructurales. Podemos flexibilizar las leyes laborales, simplificar y reducir los impuestos, y abrir la economía, pero ninguna de estas reformas rendirá plenamente sus frutos si no hay estabilidad monetaria. Además, en un contexto inestable los empresarios tendrán un fuerte incentivo para “asegurar” su rentabilidad a través de prebendas, regímenes de inversión, exenciones impositivas y tipos de cambios “especiales”, lo cual refuerza al sistema corporatista-proteccionista.
Javier Milei entendió bien esto. De hecho incursionó en la política para cambiar el sistema. Pero para lograrlo, la primera y principal reforma que tiene que implementar es la que asegure la estabilidad monetaria. Lo que ha logrado en estos dos años es extraordinario, especialmente en el plano de la discusión pública sobre la inflación y el déficit fiscal. Sin embargo, aunque el gobierno ha logrado reducir la tasa de inflación, 2% por mes sigue siendo muy alta. A pesar de impresionantes logros en el frente fiscal, el mercado duda sobre su sostenibilidad. Y esto no es culpa del gobierno. Los inversores se han “quemado” demasiadas veces con la Argentina.
La historia argentina enseña que el orden de las reformas no es una cuestión trivial sino que altera su resultado. Completar exitosamente la transición a un sistema de economía abierta y competitiva requerirá mucho tiempo; definitivamente más que una elección presidencial y varias legislativas. Teniendo en cuenta lo corto del calendario electoral, las preferencias históricas del votante medio, los inevitables costos que genera un cambio de sistema y el poder saboteador de los grupos de interés que se benefician de su continuación, difícilmente sea posible romper con la tiranía del statu quo sin una reforma que elimine el peso. Es decir, que imposibilite el funcionamiento del sistema populista-corporatista-proteccionista.
Un régimen de flotación, como el que promueven el staff del IMF y algunos reconocidos economistas, tiene muy bajas probabilidades de asegurar la estabilidad monetaria y cambiaria necesaria para lograr un cambio de sistema. Sólo una dolarización oficial, que implica darle curso legal al dólar y establecer las condiciones para retirar definitivamente al peso, ofrece una chance realista de alcanzar aquel objetivo. Es una alternativa viable, tanto desde el punto de vista financiero como jurídico. Y en las condiciones actuales aún más fácil de implementar que en diciembre de 2023. Además, sería una medida popular, ya que a pesar de los esfuerzos de sucesivos gobiernos, cuando se trata de la moneda, los argentinos prefieren el dólar. Lo único que falta es voluntad política.
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