Más grande que nunca
Está en manos del Congreso un proyecto de Presupuesto General de Ingresos y Egresos para 2026 que asciende a Q. 163,783.4 millones. El gasto público creció de sopetón en años recientes; este proyecto es Q. 9 mil millones más grande que el presupuesto vigente, no obstante que el gobierno no ha podido ejecutarlo.
¿Sería mucho pedir a los diputados que rechacen esta propuesta? En vez de asumir la inercia al alza como un fenómeno deseable o inevitable, o de regatear sobre asignaciones específicas, ¿podrían fijar una reglas para analizar anualmente el paquetón?
Los técnicos del Ministerio de Finanzas Públicas y los diputados deberían partir de la más básica premisa: los recursos públicos son recursos privados que les son transferidos, bajo obligación legal, con la promesa de que se transformarán en servicios de calidad para todos. El Estado no genera riqueza por sí mismo; depende de la capacidad productiva de sus contribuyentes.
En primer lugar, la estimación de ingresos del Estado debería estar atada a un cálculo realista de la productividad económica del país. La recolección de impuestos y el endeudamiento público jamás deben sofocar las actividades productivas. No se debe sobreestimar la capacidad de recaudación, puesto que ello conducirá necesariamente a deudas inesperadas.
Segundo, debería existir un techo al gasto público y a los aumentos anuales permitidos. Los expertos suelen abogar por una meta-regla para balancear el presupuesto e impedir que los gastos excedan los ingresos. Existen varias formas de lograr este fin: por ejemplo, los habitantes del estado de Colorado, Estados Unidos, aprobaron una enmienda a la constitución que estipula que si el gobierno recauda más de lo que le es permitido gastar en un año, debe devolver el excedente recaudado a los tributarios. ¡Los ciudadanos han recibido cheques en el correo!
En Guatemala, más de la mitad de los desembolsos sostienen el funcionamiento de la burocracia estatal. Un porcentaje bastante menor se considera inversión, y otro tanto se va en pago de deuda. Podría fijarse un techo claro al gasto de funcionamiento. Ni siquiera sabemos cuántas personas emplea el aparato estatal, sólo sabemos que la burocracia crece, y que el pago de planilla aumenta aún más. Es imprudente contratar gente esperando que sus salarios se materialicen mágicamente.
Tercero, tanto quienes elaboran el presupuesto como quienes lo ejecutan deberían priorizar los servicios directos que los votantes esperamos recibir, como un servicio efectivo de seguridad o una red de infraestructura en buen estado. Cualquier aumento en el presupuesto para estos rubros prioritarios podrían estar sujetos a garantías de cumplimiento.
Cuarto, los programas estatales deben revisarse constantemente. Para liberar recursos, se debe reformar o cerrar aquellos programas con baja ejecución o con resultados mediocres.
Quinto, se puede mejorar la rendición de cuentas. Elaborar presupuestos abultados, aspiracionales y románticos, sin conocer qué se ejecutó realmente, con qué retrasos y con qué falta de transparencia, equivalé a tratar de forma temeraria los valiosos recursos de ciudadanos productivos y esforzados.
Sexto, los ciudadanos podemos exigir que los impuestos que pagamos produzcan algo tangible. Podemos monitorear el gasto público y definir prioridades.
Comprendo que los incentivos que imperan sobre quienes elaboran y aprueban el presupuesto tiran en dirección contraria a estas sugerencias, las cuales probablemente caerán en saco roto. Pero no podemos cansarnos de exigir reformas que rindan una gestión pública más útil, más justa y más tansparente.
La autora es miembro del Consejo Directivo del Centro de Estudios Económico-Sociales (CEES), presidente del Instituto Fe y Libertad (IFYL). y catedrática de la Universidad Francisco Marroquín (UFM).
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