¿Por qué nos avergüenzan los políticos?
¿Por qué sentimos vergüenza y desconsuelo cuando nuestros líderes políticos hablan o actúan de forma ridícula o inmoral? Son incontables las historias de políticos que abusan de las drogas y el alcohol, emplean lenguaje profano, protagonizan líos sexuales, o simplemente gobiernan inefectivamente. Vienen a la mente los embarazosos deslices verbales de Nicolás Maduro de Venezuela, Gustavo Petro de Colombia y Andrés Manuel López Obrador de México. El expresidente de Estados Unidos Joseph Biden acumuló una larga lista de fiascos por su senilidad. Y, ¿en qué cabeza cabe hacer público el pueril pleito entre el presidente Donald Trump y el empresario Elon Musk? ¡Ambos quedan mal parados!
Nos fastidia la deplorable conducta de los políticos porque son nuestros representantes. Sus desatinos afectan nuestra autoestima y reputación. Tras encuestar a cientos de austríacos y alemanes, los politólogos Aichholzer y Willman (2020) concluyeron que en los sistemas políticos modernos la personalidad del político es tan importante como su afiliación ideológico-partidista y su postura respecto de las políticas públicas que nos interesan. La relevancia de la personalidad aumenta con el auge del populismo, el desprestigio de la democracia y la creciente polarización ideológica. Quizás el multipartidismo propio del sistema guatemalteco también magnifica la importancia de la personalidad.
El elector promedio prefiere a un candidato que piensa y actúa como él, pero que es un mejor líder. Buscamos en nuestros candidatos rasgos asociados con el liderazgo, la ambición política y la visibilidad mediática: nos inclinamos en favor de gobernantes emocionalmente estables, asertivos y extrovertidos, abiertos y honestos. Queremos que tengan la capacidad de deliberar y ponderar sus decisiones y que puedan enfrentar la adversidad con fortaleza. Evaluar la personalidad del candidato nos permite adivinar qué hará si sale electo, y cómo lo hará. Otro estudio (Nai, Maier y Vranic, 2021) refuerza esta hipótesis y agrega que los votantes tendemos a rechazar a políticos que poseen tres oscuros rasgos: el narcisismo, la psicopatía y el maquiavelismo. Desestimamos a personajes manipuladores, vanidosos, autoritarios, exhibicionistas, fríos y calculadores. Irónicamente, conforme el escenario político se vuelve cada vez más Hollywoodense y sensacionalista, destacan personajes recios, como Donald Trump y Javier Milei.
En Guatemala, parecemos vivir una paradoja. El desprestigio de los políticos tradicionales y la debilidad de la oferta partidista-ideológica han llevado a los votantes a favorecer las candidaturas de aparentes novatos ajenos al juego, que lucen ser honestos y auténticos, como por ejemplo Jimmy Morales, Alejandro Giammattei y Bernardo Arévalo. La aprobación de estos presidentes cayó por los suelos cuando su desempeño defraudó nuestras expectativas idealistas. Dado que nuestro sistema nos impide castigar a los gobernantes de turno por su mal desempeño, los frustrados votantes encaramos la próxima elección general buscando al líder con la personalidad idónea, como a una aguja en el pajar. Y anticipamos una nueva decepción.
En vez de depender de un superhéroe salvador, deberíamos diseñar un sistema político que distribuya y limite el poder al punto que, sea quien sea que llegue el poder, él o ella no pueda infligir daño a la vida, la libertad y la propiedad de los gobernados. Los continuos dramas políticos deben pasar a un segundo plano. Eventualmente, deberían dominar las personalidades sabias, prudentes y eficaces sobre las personalidades carismáticas y conflictivas.
La autora es miembro del Consejo Directivo del Centro de Estudios Económico-Sociales (CEES), presidente del Instituto Fe y Libertad (IFYL). y catedrática de la Universidad Francisco Marroquín (UFM).
- 23 de enero, 2009
- 23 de julio, 2015
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- 5 de noviembre, 2015
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