La vida, riada abajo
Cuando escribo esta columna, el número de muertes por las trombas en diversas comunidades de España va en aumento. Si la primera noche del infernal suceso se hablaba de menos de cien víctimas mortales, en cuestión de horas superó el centenar y las autoridades dan por hecho que la cifra aumentará a medida que se recuperan cadáveres.
Esa gota fría que no era inusual en la zona de la comunidad valenciana se ha convertido, a medida que incrementan globalmente los efectos del calentamiento global, en lo que los meteorólogos clasifican de dana: “Depresión Aislada en Niveles Altos”. Mientras se multiplican los testimonios de quienes han sobrevivido para dar cuenta de la histórica catástrofe, los expertos advierten de que este fenómeno atmosférico extremo será cada vez más frecuente y más letal. Entretanto, los partidos políticos, las autoridades locales y el gobierno central de la nación se culpan unos a otros de la incuestionable falta de previsión, a pesar de que días antes la Agencia Estatal de Meteorología había anunciado el nivel de alerta roja: es decir, una situación potencialmente muy peligrosa para la población.
En medio del ruido de la clase política, lo que reverbera desde que se desató el apocalipsis es la desesperación de los habitantes de las localidades afectadas. Después del caos, deambulan por las calles que durante interminables horas fueron ríos y barrancos desbordados. Todo es desolación donde hubo bullicio, comercios, paseos en la avenida principal. Ahora muchos buscan a sus seres queridos, amigos o vecinos que desaparecieron bajo el rugido de un temporal que en cuestión de minutos fue un océano que anegó las calles estrechas de pueblos. Un tsunami que llegó de la nada y lo arrastró todo. Los que han vivido para contarlo también deambulan con el afán de encontrar agua, comida, pañales, los pocos enseres que quedan de sus hogares derruidos. Están demasiado ocupados en recomponerse y les sobran los reproches que las diversas administraciones y entidades públicas se lanzan en el día después, cuando ya es demasiado tarde.
En este tipo de desastres que superan las invenciones más dantescas nos quedamos con los relatos impresionantes de quienes sobrevivieron de puro milagro; los que salvaron a otros, incluso arriesgando su propia vida; aquellos que cuando cierran los ojos todavía ven a la persona que se la llevó la corriente; la hija que muestra la foto del padre que salió a hacer un recado y nunca regresó; los ancianos que a la hora de la cena que les servían los cuidadores de la residencia quedaron atrapados en sus sillas de rueda. De todos ellos hablaremos durante un tiempo, tal vez lo que tarde en secarse el lodo que ahora cubre todo lo que habrá que reconstruir.
En las coberturas especiales donde los periodistas informan de la tragedia desde las áreas arrasadas abundan los análisis y se exigen responsabilidades. Hay entrevistados que lloran, otros no ocultan su frustración, la mayoría pide que la ayuda no demore más. Pronto se conocerán más detalles de cómo pudo suceder algo tan devastador en tan poco tiempo. Y seguramente rodarán cabezas antes de que se pongan en práctica medidas más cabales de acuerdo a los tiempos que vivimos. Ya es un hecho y no un relato que nos visita del futuro: las temperaturas del mar Mediterráneo son cada vez más elevadas y el choque entre la masa de aire frío con el aire más cálido y húmedo del océano produce esta vorágine de la naturaleza. Habrá más, nos dicen.
La dana sigue su curso como un asesino sonámbulo hasta evaporarse. De repente, la vida riada abajo.
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