¿En qué diablos creen los liberales?
¿Son tan malos como dicen sus adversarios? A juzgar por los ataques que acaba de hacerles el Congreso de la Internacional Socialista, reunido en Nueva York, los liberales son poco menos que una pandilla de desalmados que profesan una perversa ideología consagrada a la explotación de los pobres.
Eso es una tontería. Comencemos por rechazar la errada suposición de que el liberalismo es una ideología. Una ideología es siempre una concepción del acontecer humano -de su historia, de su forma de realizar las transacciones, de la manera en que deberían hacerse-, que parte del rígido criterio de que el ideólogo conoce de dónde viene la humanidad, por qué se desplaza en esa dirección y hacia dónde debe ir. De ahí que toda ideología, por definición, sea un tratado de «ingeniería social», y cada ideólogo sea, a su vez, un «ingeniero social». Alguien dedicado a la siempre peligrosa tarea de crear «hombres nuevos», no contaminados por las huellas del antiguo régimen. Sólo que esa actitud, lamentablemente, suele dar lugar a grandes catástrofes, y en ella está, como señalara Popper, el origen del totalitarismo. Cuando alguien disiente, o cuando alguien trata de escapar del luminoso y fantástico proyecto trazado por el «ingeniero social», es el momento de apelar a los paredones, a los calabozos, y al ocultamiento sistemático de la verdad. Lo importante es que los libros sagrados nunca resulten desmentidos. Un liberal, en cambio, tiene que someter su conducta a la tolerancia de los demás criterios, y debe estar siempre dispuesto a convivir con lo que no le gusta. Un liberal no sabe hacia dónde marcha la humanidad y no se propone, por lo tanto, guiarla a sitio alguno. Ese destino tendrá que forjarlo libremente cada generación de acuerdo con lo que en cada momento le parezca conveniente hacer. El liberal se limita a crear el marco institucional para que la convivencia sea fructífera y pacífica.
El origen moderno del liberalismo hay que localizarlo en Inglaterra. En efecto, John Locke, tras contemplar los desastres de Inglaterra a fines del siglo XVII, cuando la autoridad real británica absoluta entró en su crisis definitiva, dedujo que, para evitar las guerras civiles, la dictadura de los tiranos, o los excesos de la soberanía popular, era conveniente fragmentar la autoridad en diversos «poderes», además de depositar la legitimidad de gobernantes y gobernados en un texto constitucional que salvaguardara los derechos inalienables de las personas, dando lugar a lo que luego se llamaría un «Estado de derecho». Es decir, una sociedad racionalmente organizada, que dirime pacíficamente sus conflictos mediante leyes imparciales que en ningún caso pueden conculcar los derechos fundamentales de los individuos.
Otro liberal inglés, Adam Smith, un siglo más tarde, siguió el mismo camino deductivo para inferir su predilección por el mercado. ¿Cómo era posible, sin que nadie lo coordinara, que las panaderías de Londres -entonces el 80% del gasto familiar se dedicaba a pan- supiesen exactamente cuánto pan producir? ¿Cómo se establecían precios más o menos uniformes para tan necesario alimento sin la mediación de la autoridad? ¿Por qué los panaderos, en defensa de sus intereses egoístas, no subían el precio del pan ilimitadamente y se aprovechaban de la perentoria necesidad de alimentarse que tenía la clientela?
Todo eso lo explicaba el mercado. El mercado era un sistema autónomo de producir bienes y servicios, no controlado por nadie, que generaba un orden económico espontáneo, impulsado por la búsqueda del beneficio personal, pero autorregulado por un cierto equilibrio natural provocado por las relaciones de conveniencia surgidas de las transacciones entre la oferta y la demanda. Los precios, a su vez, constituían un modo de información. Los precios no eran «justos» o «injustos», simplemente, eran el lenguaje con que funcionaba ese delicado sistema, múltiple y mutante, con arreglo a los imponderables deseos, necesidades e informaciones que mutua e incesantemente se trasmitían los consumidores y productores. Ahí radicaba el secreto y la fuerza de la economía capitalista: en el mercado. Y mientras menos interfieran en él los poderes públicos, mejor funcionaría, puesto que cada interferencia, cada manipulación de los precios, creaba una distorsión, por pequeña que fuera, que afectaba a todos los aspectos de la economía.
Otro de los principios básicos que aúnan a los liberales es el respeto por la propiedad privada. Actitud que no se deriva de una concepción dogmática contraria a la solidaridad -como suelen afirmar los adversarios del liberalismo-, sino de otra observación extraída de la realidad: donde no hay propiedad privada no existen las libertades individuales, pues todos acabamos en manos de un Estado que nos dispensa y administra arbitrariamente los medios para que subsistamos (o perezcamos). Donde no hay propiedad privada, ni siquiera es posible la rebelión contra la tiranía.
¿En qué más creen los liberales? Obviamente, en el valor básico que le da nombre y sentido al grupo: la libertad individual. Libertad que -al margen de la aceptada Declaración Universal de los Derechos Humanos- se puede definir como un modo de relación con los demás en el que la persona puede tomar la mayor parte de las decisiones que afectan su vida dentro de las limitaciones que dicta la realidad. Esa libertad individual está -claro- indisolublemente ligada a la responsabilidad individual. Un buen liberal sabe exigir sus derechos, pero no rehúye sus deberes, pues admite que se trata de las dos caras de la misma moneda. Los asume plenamente, y entiende que sólo pueden ser libres las sociedades que saben ser responsables.
¿Qué otros elementos liberales, realmente fundamentales, habría que añadir a este breve inventario?
Pocos, pero acaso muy relevantes: un buen liberal tendrá perfectamente clara cuál debe ser su relación con el poder. Es él, como ciudadano, quien manda, y es el gobierno quien obedece. Es él quien vigila, y es el gobierno quien resulta vigilado. El amo y protagonista es la sociedad civil. Los funcionarios, electos o designados -da exactamente igual-, se pagan con el erario público, lo que automáticamente los convierte (o los debería convertir) en servidores públicos sujetos al implacable escrutinio de los medios de comunicación, y a la auditoría constante de las instituciones pertinentes.
Por último: la experiencia demuestra que es mejor fragmentar la autoridad, para que quienes tomen decisiones que afecten a la comunidad estén más cerca de los que se vean afectados por esas acciones. Esa proximidad suele traducirse en mejores formas de gobierno. De lo que se trata es de que los poderes públicos no sean más que los necesarios, y que la rendición de cuentas sea mucho más sencilla y transparente. Esto es, finalmente, lo que creen los liberales. El resto son pamplinas.
(Firmas Press)
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