Argentina: El miedo a abrir la caja de Pandora
Como si fuera una torta rogel, el humor social de los argentinos continúa agregando día a día una nueva capa de decepción. No se amalgaman con la tentación del dulce de leche, sino con la amargura de la tristeza. A ese pastel indigesto que gana tamaño cocinándose a fuego lento se agrega ahora un elemento final. Lejos está de ser el merengue que define la receta o la clásica frutilla del postre. Corona el proceso un agregado que estremece: el miedo.
La sociedad, que estaba abrumada, ahora quedó aturdida. Sintiéndose en medio de un país en guerra, los ciudadanos se perciben a sí mismos ya no solo desmotivados, sino también algo peor: desorientados. La madeja de incertidumbres e inseguridades múltiples que se imbrican entre sí –económicas, físicas, sociales, culturales, morales, políticas, electorales– los abraza dejándolos al borde de la asfixia.
El entramado donde conviven lo brumoso, lo opaco y lo oscuro genera una realidad indescifrable y un día a día que ya se juzga imposible. La cotidianidad se transformó en un objeto amorfo, viscoso y radiactivo que no solo cuesta comprender, sino también manipular.
Ese colectivo social tan abatido como convulso y contradictorio cristaliza la concepción de una caja negra donde resulta infructuoso hacer el intento de prever porque son los que están adentro los que no logran ver nada. Ciegos frente al futuro, se mueven a tientas con el objetivo de resistir y sobrevivir. Los días se cuentan y se viven de a uno. En simultáneo, se sabe y se siente la presión de una cuenta regresiva poco venturosa.
“Está todo muy complicado. Básicamente en el horno. No hay un punto fuerte en nada. Vas a comprar y no sabés los precios. La incertidumbre es total. Lo único que motiva es Messi”. “La plata se usa en el día, no se puede proyectar nada a futuro. Uno sabe que mañana todo va a estar más caro. Entonces a veces se toman decisiones precipitadas”. “Si no comprás hoy, no sabés si mañana lo podés pagar”. “Hay que comprar lo que se puede hoy, porque a lo mejor mañana no está o no te lo venden”. “Yo tenía que comprar una cama. Fui un día antes de las PASO y averigüé los precios. Fui después y ya no estaba la cama, no tenían las cuotas, no aceptaban tarjeta. Perdí”. “Si sobra, mejor gastarlo ahora, porque si ahorrás, no llegás”. “Los aumentos impresionan. Ya hay cosas que ni con cuotas se puede”. “Voy a mayoristas y compro más de lo normal, compro en cantidad. Eso me da algo de tranquilidad”. “Lo que se pueda, hay que abastecerse de mercadería. Y guardar”.
Cito aquí apenas algunos de los tantos testimonios que recogimos en nuestra última medición cualitativa sobre el estado de ánimo que cruza transversalmente a la sociedad. Está basada en 10 focus groups realizados por nuestro equipo de sociólogos y antropólogos en las principales ciudades del país. La concluimos el 22 de septiembre.
No resulta casual que sea el consumo uno de los significantes críticos que las propias personas elijan para construir sentido sobre lo que les ocurre. A esta altura de los acontecimientos, resulta muy poco conducente seguir tratando a esta materia como algo frívolo, banal o menor. Implica un craso error analítico por el simple hecho de que omite, soslaya o minimiza el lugar central que le han dado los seres humanos en la vida contemporánea.
Baudrillard, el visionario
Basta recordar que ya entre 1969 y 1972, hace más de 50 años, el eximio sociólogo y filósofo francés Jean Baudrillard (1929-2007) produjo una trilogía de ensayos que tenían como objetivo auscultar la esencia del fenómeno en proceso de gestación que reconfiguraría nuestra existencia.
En el primero de ellos, El sistema de los objetos (1969), plasmó su tesis fundacional: “Hay que plantear claramente desde el comienzo que el consumo es un modo activo de relacionarse, no sólo con los objetos, sino con la comunidad y el mundo, un modo de actividad en el cual se funda todo nuestro sistema cultural”.
La explicación para el rol protagónico que estaban adquiriendo esos objetos, Baudrillard la encontró en la semiología. “En la lógica de los signos, como en la de los símbolos, los objetos ya no están vinculados en absoluto con una función o una necesidad definida. Precisamente porque responden a algo muy distinto que es, o bien la lógica social, o bien la lógica del deseo, para los cuales operan como campo móvil e inconsciente de significación”.
Visionario y precursor, el pensador francés vio identidad, status, prestigio, poder, envidia o resentimiento donde otros apenas registraban “cosas”. Por eso, en su segunda obra, La sociedad de consumo (1970), considerada por el campo académico como una contribución magistral a la sociología contemporánea, se encargó de reafirmar el concepto: “Si el consumo fuera eso por lo que lo tomamos ingenuamente: una absorción, un devorar, se debería llegar a una saturación. Si fuera relativo al orden de las necesidades, deberíamos encaminarnos hacia una satisfacción. Ahora bien, sabemos que nada de esto es así: queremos consumir cada vez más. Esta compulsión en el consumo no se debe a ninguna fatalidad psicológica ni a una coacción. Si el consumo parece irresistible es porque se volvió una práctica idealista total que ya no tiene que ver (más allá de un determinado umbral) con la satisfacción de las necesidades ni con el principio de realidad. (…) Atemperar el consumo o querer establecer una tabla de necesidades propia para normalizarla manifiesta, pues, un moralismo ingenuo o absurdo. Es la exigencia frustrada de totalidad la que está en el fondo del proyecto indefinido del consumo”.
Y sumaba: “Los objetos vueltos signos en su idealidad son equivalentes y pueden multiplicarse infinitamente (…) Hoy nos rodea por completo una evidencia fantástica del consumo y la abundancia que constituye un tipo de mutación fundamental en la ecología de la especie humana (…) Así como el niño se vuelve lobo a fuerza de vivir con ellos, nosotros también nos hacemos lentamente funcionales. Vivimos el tiempo de los objetos”.
Para contextualizar la densidad de este pensamiento, en su momento, disruptivo y original, cabe decir que cuando Baudrillard publicó su trilogía, no existía la globalización tal como la conocemos, China continuaba bajo el régimen de la economía comunista de Mao, faltaban casi dos décadas para que cayera el Muro de Berlín y las computadoras personales, internet, el teléfono celular o las redes sociales eran más ciencia ficción que ciencia fáctica.
Todos estos elementos no han hecho más que hipertrofiar la usina de deseos que brotan de esos objetos transformados en signos y en símbolos con múltiples significados.
Es bajo este marco analítico que, lejos de la pretensión de una inasible certeza, debemos tratar de hacer pie en el resbaladizo terreno de las hipótesis y los consecuentes escenarios electorales, considerando el actual desborde tanto de necesidades como de deseos insatisfechos y la natural frustración que esa carencia conlleva.
El impacto de lo que suceda el 22 de octubre, inevitablemente lo cruzará prácticamente todo, desde la economía hasta las conductas sociales, los patrones de compra, las narrativas discursivas y el imaginario de futuro.
Un colectivo social tan dolido como perdido decidirá en tres semanas buena parte del futuro del país. No saben lo que va a pasar, y muchos todavía están pensando qué hacer. Dudan, comparan, sopesan. Oscilan entre dos emociones que los tensionan: la decepción y el miedo. A algunos los seduce la novedad de lo desconocido, a otros les da pánico. Hay quienes abogan por jugar al límite bajo la falsa premisa de que “peor no podemos estar”. Otros, más temerosos y cautos prefieren ser moderados y proclaman la necesidad de sensatez y experiencia para gestionar un momento tan delicado y frágil. Cada cual asigna esas concepciones a diferentes opciones dentro de la oferta electoral.
Las urnas de Pandora
En ese océano de sentimientos encontrados, cruza una corriente helada que inquieta de manera creciente, no a todos, pero sí a muchos. Cuando se abran las urnas, además de abrirse la caja negra de la sociedad y dejar al descubierto aquello que hoy no podemos ver, ¿se abrirá también la Caja de Pandora?
Cuenta la mitología griega que Prometeo era un titán amigo y protector de los mortales que no tenía miedo de los dioses. Había engañado a Zeus, por lo que este les prohibió el fuego. Decidido a recomponer la situación, Prometeo robó ese preciado tesoro devolviéndoselo así a los humanos para que pudieran calentarse y alimentarse. Enfurecido por su osadía, Zeus decidió castigarlo con inteligencia. Envió a una mujer llamada Pandora a seducir a Epimeteo, su hermano.
Ella vivió entonces en su casa. Como regalo de bodas, el Dios le obsequió una tinaja que por nada del mundo debía abrirse. Zeus sabía que la curiosidad de Pandora la llevaría a desobedecer la consigna aun corriendo el riesgo de desconocer el contenido. Al abrirla salieron abruptamente de la caja todos los males del mundo que, desde entonces, aquejan a la humanidad: plagas, dolor, pobreza, crimen, etc.
Presurosa, Pandora atinó a cerrar la caja, logrando mantener en su interior el único bien que contenía: la esperanza. De este origen mitológico deviene la idea popular de que “la esperanza es lo último que se pierde”
La figura de Prometeo ha sido utilizada para señalar el riesgo y la ambigüedad que conllevan interferir con los designios de los dioses. Por un lado, incrementar las posibilidades de los hombres dotándolos así de una mejor vida; por el otro cruzar límites que se les terminen volviendo en contra.
En la actualidad esta construcción mítica ha cobrado renovada vigencia tanto por los avances de la biotecnología como los de la inteligencia artificial. Nada menos que el renombrado intelectual israelí Yuval Harari advirtió en abril de este año: “No sé si los seres humanos podrán sobrevivir a la inteligencia artificial”.
Pero ya en 1818, la escritora británica Mary Shelley la usó para titular una famosa novela que sería considerada el inicio de la ciencia ficción moderna. Si bien trascendió en la historia solo con la primera palabra del título, el nombre completo era Frankenstein o el moderno Prometeo.
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