La gran expedición de Fernando de Magallanes sigue siendo un descubrimiento inolvidable
Pocas frases me han tocado en el curso de mis lecturas como la que paso a citar. Tuvo como contexto la expedición de Magallanes alrededor del mundo y se pronunció en un archipiélago asiático en 1521.
España y Portugal se habían repartido el orbe. Una línea vertical cruzaba el Atlántico y dividía el mundo en dos mitades. De ahí para la izquierda las cosas y las gentes eran de España: casi toda América. Para la derecha señoreaban los portugueses: Brasil y África y la India. Esto suponía un perjuicio para España, porque el camino a las “más orientales tierras, donde se ferian las especias” (Francisco López de Gómara, Historia general de las Indias, capítulo XCI) era propiedad de los portugueses: los españoles no podían llegar a Oriente porque no podían pasar por África y la India. Entonces Magallanes le propuso al rey de España, que tenía dieciocho años, llegar a Asia por el occidente y cumplir de una vez por todas el anhelo original de Cristóbal Colón: ir a las islas en las que se feriaban las especias navegando hacia la izquierda del mapa. No atravesarían mares portugueses. El problema era que se interponía América, una inmensa pared que corría de polo a polo. Había que encontrar un paso. Apunta López de Gómara: “Era larga esta navegación, difícil y costosa, y muchos no la entendían, y otros no la creían”.
El escenario de la expedición, considerada unánimemente el primer hecho planetario, fueron los cinco continentes y los siete mares. La flota salió de Andalucía, hizo la escala de rigor en Canarias, cruzó el Atlántico, estacionó un tiempito en la bahía de Guanabara, encontró el bendito paso en la Patagonia (el lugar no tenía nombre: ellos se lo pusieron), cruzó el Pacífico, saludó los atolones de la Polinesia, descubrió las Filipinas, alcanzó Indonesia y Malasia, tocó en el Cabo de Buena Esperanza en la actual Sudáfrica, paró en las islas de Cabo Verde y finalmente volvió a Andalucía.
La frase que me maravilló tuvo lugar cuando los barcos maltrechos llegaron finalmente al Oriente. La registra Antonio Pigafetta, el cronista de la expedición, en su Relación del primer viaje alrededor del mundo.
Pigafetta y los suyos habían navegado más que cualesquiera otros navegantes en toda la historia del mundo. Habían encontrado el paso que permite llegar al oriente yendo hacia la izquierda del mapa. Y ahora, habiendo logrado lo que se creía imposible, estaban en el oriente frente a unos portugueses que habían llegado hasta ahí siguiendo la ruta tradicional, que era ir hacia la derecha del mapa, bordear África y cruzar la India. Entonces Pigafetta escribe, refiriendo el encuentro entre dos portugueses: “le preguntó qué nuevas corrían por la Cristiandad” (“e come lui li domandò che nove erano adesso in Cristianità”).
Esos portugueses, europeos perdidos en la demencial sucesión del archipiélago indochino, veían a la Cristiandad (una Cristiandad sin electricidad ni teléfono, una Cristiandad que era apenas un hábito espiritual y una red de caminos) como una barriada común.
Después Pigafetta y sus compañeros, que eran cada vez menos, volvieron a la Cristiandad y completaron así la primera vuelta al mundo.
La odisea vuelta al mundo capitaneada por Magallanes primero y por Sebastián Elcano después abarcó tantos momentos y tantos paisajes que parece injusto recortarla. Hoy hay monumentos a sus protagonistas en Filipinas y Chile, en Italia y en Malasia. Sin embargo basta leer algunos de los muchos libros dedicados a la hazaña inmortal para enterarse de que sus escenas más dramáticas tuvieron lugar en lo que hoy es territorio argentino.
Eran, todavía, los primerísimos tiempos de la conquista de las Indias. Era tan temprano que “Indias” todavía se escribía “Yndias”. Y hasta ese momento los españoles que habían ido a los confines de la Creación habían encontrado papagayos y nuevas regiones pero no habían encontrado lo que buscaban: las verdaderas Indias, el Asia, la actual Indonesia. Habían encontrado, sí, lo que pronto se conocería como América. Pero América se interponía en el camino al Asia. Era un inmenso muro que nadie, todavía, había podido sortear. Y Magallanes se propuso sortear ese muro.
Después de cruzar el Atlántico y de habitar durante un mes la bahía de Guanabara, la expedición se dedicó a explorar el Río de la Plata. Pero el Río de la Plata todavía no se llamaba así. En Europa no había ríos de pecho tan ancho, así que se lo llamaba Mar Dulce. Más tarde se lo llamaría Río de Solís: Juan Díaz de Solís también había buscado, como ahora buscaba Magallanes, el paso a oriente (la búsqueda de una ruta a los archipiélagos asiáticos yacía en fondo de todas expediciones descubridoras), y había terminado sus días comido por los indios charrúas.
Todos pensaban que la corriente marrón era el paso al otro mar, y por eso estuvieron quince días explorándola. Francisco López de Gómara escribió en su Historia general de las Indias: “Como miraba las ensenadas para ver si eran estrecho, tardaba mucho en cada parte que llegaba”. Algunas naves revisaban la banda occidental y otras la banda oriental. Uno de los pilotos era de Rodas, en el Egeo.
Y entonces un día, no muy lejos de donde escribo esto, Magallanes supo que el Mar Dulce, el Río de Solís o Río de la Plata, más allá de cómo se llamare, no los llevaría a oriente.
En ese instante universal y un poco porteño empezó la aventura propiamente dicha: había que seguir buscando el paso.
Las cosas no estaban bien. Aceptar que el Río de la Plata no era el anhelado paso implicaba aceptar que estaban a la deriva. Muchos querían volver a España, mientras que Magallanes quería proseguir en la búsqueda. Y si bien Magallanes era el capitán de la expedición, también es cierto que era portugués, o sea extranjero, lo cual hacía casi inevitable una conspiración.
En esa tesitura los cinco barcos rumbearon al sur y decidieron hacer un alto en lo que hoy es la provincia de Santa Cruz. Ahí pasarían el invierno. Antonio Pigafetta, el cronista de la expedición, escribió: “estuvimos en ese puerto, al que bautizamos Puerto de San Julián, cerca de cinco meses”.
El motín empezó un día después de bajar. Buena parte de la tripulación temía por su vida y exigía volver inmediatamente. También varios de los otros capitanes, que eran españoles. Entonces los capitanes rebeldes planearon capturar un barco todavía fiel a Magallanes. Lo lograron, y desde ese momento ya eran tres los barcos rebeldes y solamente dos los que aceptaban sus ordenes. El portugués invitó a los sublevados a una comida para conversar pero ninguno fue. En ese momento terrible Magallanes le mandó una carta a uno de los capitanes rebeldes, y mientras este capitán la leía el mensajero le clavó un cuchillo en la garganta. Así se apagó la rebelión, y la empresa descubridora volvió a su cauce.
Un día apareció algo raro en el horizonte: una silueta humana. El hombre era gigante; según Pigafetta los europeos apenas le llegaban a la cintura.
El gigante parecía contento. Señalaba el cielo: seguramente los creía enviados de algún más allá. Cantaba y bailaba. Entonces Magallanes le ordenó a uno de sus hombres que bailara igual que él. Después le acercaron comida (comía mucho) y un espejo. Al verse pegó un salto que lastimó a varios. Siglos después Borges escribiría en su «Milonga del infiel»: “Los dos indios se miraron / no cambiaron ni una seña, / Uno, ¿cuál?, miraba al otro / como el que sueña que sueña”. Lo bautizaron Juan y él, contento, aprendió a decir cosas como “Jesús” y “Juan”.
Pero los hombres de Magallanes querían apresarlo y llevarlo a España para mostrar lo que había en el Nuevo Mundo. Entonces, para no enfrentarlo, tramaron lo siguiente: primero le dieron un montón de objetos, con lo cual ya tenía las manos llenas. Y después le mostraron unos grilletes como si fuesen un regalo más. Estos eran brillantes y hacían un ruido nuevo. Pero Juan no podía agarrarlos. Entonces le ofrecieron estrechárselos a los pies. Juan aceptó y cuando entendió la situación ya era tarde: ahora daba alaridos. Pigafetta escribió: “el capitán general llamó a los de este pueblo patagones”.
Juan moriría un buen tiempo después, cuando la expedición atravesara el Pacífico.
Llegó el momento de seguir rumbo al sur a buscar el bendito paso. Al irse dejaron en el árido campamento a alguno de los rebeldes, abandonándolo así a su suerte, y clavaron una cruz para dejar en claro que aquellas tierras eran del Rey de España.
Decir que ningún barco había surcado esas aguas sería decir muy poco. La naturaleza era cada vez más espectral. Ya estaban llegando al fin del mundo. Encontraban más hielo que agua dulce. Una de las naves se alejó un poco y cuando estuvo fuera de la vista del resto se volvió a España.
Pero un día vieron algo. En realidad Magallanes vio algo, porque Pigafetta escribió: “si no fuese por el capitán general, nunca habríamos navegado aquel estrecho; porque pensábamos todos y decíamos, que todo se nos cerraba alrededor”. Magallanes decidió entonces ver qué había ahí.
Pero eso ya pasó en otro país.
Finalmente sólo una de las cinco naves completó el viaje: la Santiago fue destrozada por una tormenta en Santa Cruz. La San Antonio desertó en el Estrecho de Magallanes y se volvió a España. La Concepción fue incendiada a propósito en las Filipinas, porque no había tripulación suficiente para manejarla. Y la Trinidad se averió en el archipiélago de las Molucas, en la actual Indonesia. Solamente la Victoria completó la vuelta al mundo.
En esto no hay escalafones oficiales, pero la Victoria es, entre las naves legendarias que protagonizaron la Era de los Descubrimientos, de las más queridas, si no la más. Basta, para enaltecerla, con imaginarla en su pequeñez, con unos cuarenta hombres adentro, resbalando rudimentariamente por el planeta. Pues bien: al principio del viaje el capitán de la Victoria era Luis de Mendoza, que fue uno de los conspiradores y que murió en lo que hoy es territorio argentino: es aquel al que Magallanes le mandó una carta a su barco y, mientras la leía, el mensajero le clavó un puñal en la garganta. (Después su cadáver, junto con el de otros confabulados, quedó expuesto en lo alto de los barcos).
Todo eso pasó en la actual Santa Cruz y es, si no me equivoco, la página más deslumbrante en la historia del suelo provincial. Es cierto que en ese momento el lugar todavía no pertenecía a la Argentina, pero no todo es discontinuidad; el nombre que le dio Magallanes es el que sigue teniendo: Puerto San Julián. Y sigue quedando en la Patagonia.
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