La Argentina sin Roca
Editorial – La Nación
El Gasoducto Néstor Kirchner, la empresa Aerolíneas Argentinas y las inversiones de YPF en Vaca Muerta han sido utilizados por el Gobierno para hacer publicidad previa a las elecciones. El mensaje en común es la soberanía, como máximo atributo de la nacionalidad. Y, en la Argentina, soberanía es sinónimo de Patagonia.
Sin la Patagonia no habría petróleo ni gas nacional. Ni Gasoduto Néstor Kirchner ni YPF ni Vaca Muerta. Ni podría justificarse la existencia de la empresa aérea sin destinos australes ni la flota de mar sin Puerto Belgrano. Los argentinos no usarían la palabra soberanía si no fuera por esa enorme extensión territorial que permite reclamar las Islas Malvinas, la Antártida, la plataforma continental, la isla de Tierra del Fuego y los glaciares al este de las más altas cumbres andinas. Y enorgullecerse del Invap, del Instituto Balseiro, de la fabricación de aluminio y de las grandes represas hidroeléctricas en Neuquén, Mendoza, La Pampa, Río Negro, Santa Cruz y Chubut.
Sin la Patagonia, no habría Cerro Catedral ni El Calafate ni Glaciar Perito Moreno ni Bosque de arrayanes ni Ruta 40 ni Cueva de las manos pintadas.
Ahora la Municipalidad de la ciudad de Bariloche, a instancias de su intendente Gustavo Gennuso y con el aval de la Comisión Nacional de Monumentos, de Lugares y Bienes Históricos, se propone trasladar la estatua ecuestre del General Julio A. Roca del Centro Cívico de la ciudad para “el reconocimiento e integración social de las identidades y diversidades culturales que conforman la ciudad” y llevarla a otro emplazamiento, menos “conflictivo”. Todo un palabrerío hueco para ocultar el contenido ideológico de esa expulsión, conforme al mandato kirchnerista. Por el momento, esa burda arremetida fue frenada por el juez Federico Corsiglia, de la Cámara de Apelaciones de Río Negro, quien hizo lugar a un amparo presentado por el abogado Pablo González.
Sacar al general Roca del Centro Cívico y ubicarlo al lado de la estatua del Juan Manuel de Rosas es desconocer que este realizó la primera Campaña al Desierto en interés privado para proteger sus estancias (1833), mientras que la campaña del joven tucumano, de 1879, fue realizada en interés de la Nación, con la bandera argentina, para detener los malones y extender la soberanía más allá del Río Negro. El cacique Calfulcurá había llegado de Chile en 1834 y se asentó en las Salinas Grandes luego de masacrar a sus congéneres boroanos en Masallé. Rosas pactó con él una “paz privada”, sostenida con yeguas, ponchos y ginebra, consolidando así el enorme poder del cacique durante 40 años. Rosas significó saladeros; Roca, soberanía.
Hasta la llegada de Pedro de Mendoza no había mapuches en suelo argentino. Comenzaron a llegar desde Chile seducidos por el ganado cimarrón derivado de los caballos y vacunos traídos por los españoles. Cuando este se acabó, continuaron “cebados”, robando hacienda de poblados y estancias en malones que llevaban cautivos a mujeres y niños para servir en sus tolderías, como lo relata Santiago Avendaño. La saga de los falsos mapuches actuales es parecida, pues ocupan tierras por la fuerza mientras aprovechan la protección social e infraestructura que provee la sociedad que cuestionan, además del Estado de Derecho que invocan en su favor.
Si en lugar de la ley 947, de 1878, que ordenó llevar la frontera hasta los ríos Negro, Neuquén y Agrio, se hubiese dictado una norma que fijase el límite de la Nación en el río Salado para “respetar a los pueblos originarios” –que no eran tales, sino chilenos– de nuestra soberanía hubiese quedado bastante poco. Una pequeña Argentina sin Roca.
El análisis contrafáctico no es muy científico, pero cabe preguntarse: ¿cómo sería el país que imaginan quienes condenan la llamada Conquista del Desierto? ¿Nunca se debió avanzar más allá del río Salado, respetando la línea que el virrey Loreto pactó con los pampas? ¿O quizá ni Juan de Garay ni Pedro de Mendoza hubiesen debido llegar al Río de la Plata? ¿A qué nación del mundo pertenecerían hoy nuestros territorios patagónicos, sus bellezas naturales, sus yacimientos de hidrocarburos, sus recursos pesqueros, su proyección antártica?
La Argentina sin Roca sería una pequeña nación sin Malvinas ni presencia antártica ni los recursos naturales que evocan la palabra soberanía. Y quizá fuere aún más pequeña si los malones hubiesen llegado hasta los suburbios de Mendoza, San Luis, Río Cuarto y Buenos Aires, al advertir la debilidad culposa de sus gobernantes por la intrusión colonizadora. Seríamos vecinos de un extenso imperio austral, quizás indígena, seguramente chileno, quizás británico o tal vez gobernado por descendientes de Antoine de Tounens, el rey francés que pretendía la Araucanía y la Patagonia.
Aunque probablemente ondearía allí la bandera roja de la República Popular China, que hubiera barrido a los sucesores de Calfulcurá para extender su dominio global con puertos, represas, minería, pozos de hidrocarburos y bases espaciales, sin pruritos para someter minorías étnicas como lo demuestra Pekín en su propio territorio. Pero ni chinos ni chilenos ni británicos ni los mismos mapuches entenderían la estrategia geopolítica de su vecino meridional, la pusilánime Argentina sin Roca.
El populismo kirchnerista ha utilizado todos los medios, incluyendo tergiversar la historia, para dividir a los argentinos e imponer un falso relato con el solo objetivo de “ir por todo”, acumular poder y asegurar la impunidad de la vicepresidenta Cristina Kirchner, imponiendo una autocracia de corte chavista para dominar a la Justicia y convalidar los delitos perpetrados desde 2003 en perjuicio del Estado nacional.
La batalla librada contra los valores del esfuerzo y el mérito personal, propios de la democracia liberal, encontró un sustento ideológico en la “cultura de la cancelación” originada en las universidades norteamericanas e inspirada en la izquierda posmoderna francesa (Paris, 1968). Luego del fracaso del estalinismo, su objetivo fue erosionar los valores occidentales denunciando el “eurocentrismo” de nuestras instituciones, “creadas por el hombre blanco, racista y homofóbico” para someter las diversas minorías que pueblan la tierra. En América Latina ese giro sirvió para aggiornar el antiguo indigenismo marxista de José Carlos Mariátegui (1894-1930) y su versión socialista del siglo XXI.
En esa batalla ideológica, Roca simboliza el éxito arrollador de la civilización, la modernidad y el progreso frente al atraso de las sociedades cerradas y primitivas. Por ello, ha sido marcado como el principal enemigo a descalificar del panteón de próceres nacionales. Sus críticos saben perfectamente de sus realizaciones y sus valías. Y de nada sirve refrescárselas, pues esos logros, justamente, son lo que aborrecen.
De nada vale repetirles que el vencedor de Santa Rosa fue quien impulsó la Argentina moderna, dándole su territorio actual y desplegando las bases de su infraestructura material. Sus detractores se tapan los oídos para no escuchar que, durante sus dos presidencias, la Argentina inició una etapa de crecimiento sostenido solo comparable a los Estados Unidos, que ofreció trabajo a locales e inmigrantes. Entre 1880 y 1915, se expandió la red ferroviaria por todo el país, pasando de 2234 a 35.000 kilómetros, la más importante de Sudamérica y la octava del mundo.
Para ellos, es inútil remachar que, de ser la Argentina un país casi analfabeto, en 1886 funcionaban 1741 escuelas públicas y 611 colegios privados, con 168.378 alumnos, de los cuales 133.640 concurrían a aquellas. Y los docentes, que eran solo 1915, pasaron a ser 5348. Una epopeya de alfabetización sin parangón mundial que es ocultada por quienes prefieren un conurbano sumiso, sin agua potable ni cloacas.
¿Cómo sería la Argentina sin Roca, desde el punto de vista cultural? ¿Cómo hubiera sido sin esos graduados del Colegio de Concepción del Uruguay, como el propio Roca, Onésimo Leguizamón, Olegario V. Andrade, Victorino de la Plaza y Eduardo Wilde? ¿Cómo se hubiera logrado esa revolución educativa, base de la clase media argentina y vergel de filósofos y poetas, científicos y pensadores, que ahora damos por sentada como si hubiera sido por evolución natural? ¿Habrían surgido juristas garantistas, políticos progresistas, minorías disidentes y activistas de derechos humanos, sin la base de formación liberal que caracterizó aquel período luminoso?
Cuando murió el cacique Painé (1844), 32 mujeres de la tribu fueron lapidadas para acompañarlo en su tránsito hacia el más allá. Esos rituales son comprensibles en el contexto de su tiempo, al igual que los sacrificios aztecas o los niños ofrendados por los incas en el volcán Llullaillaco. Pero a Roca no se le perdona la Campaña del Desierto por haber convertido en sirvientes a los indígenas capturados. Es ignorar la animosidad de la sociedad de antaño, conmovida por la pérdida de madres, esposas e hijos llevados como cautivos en los feroces malones que ocurrieron desde la época colonial hasta la batalla de San Carlos (1872).
El 25 de mayo de 1879, cuando se celebraba la misa de campaña en Choele Choel, frente al río Negro, el joven general Julio A. Roca, de 37 años, no hubiese podido imaginar que ese emocionante Tedeum, muchos años después iba a ser interpretado como la culminación de una campaña genocida para exterminar a los pueblos originarios de la Patagonia. Y mucho menos, que el objetivo subalterno de la descalificación de sus logros fuera encubrir los delitos del matrimonio patagónico que hizo una gran fortuna donde él hizo una gran Nación.
Nos referíamos ayer a la decisión del intendente de Bariloche, Gustavo Gennuso, de trasladar la estatua del general Julio Argentino Roca, ubicada en el Centro Cívico de Bariloche, a una barranca más cercana al lago Nahuel Huapi en la que ya se ubica otro conjunto escultórico. La propia gobernadora rionegrina y candidata a sucederlo en la intendencia, Arabela Carreras, criticó el proyecto de Gennuso al señalar que “la discusión sobre la historia requiere un debate mucho más profundo, fuera de los contextos electorales para evitar especulación”.
Sería imposible determinar cuál es más absurda entre las razones prevalecientes para pretender desplazar aquel monumento ecuestre. Si es para “refuncionalizar” la plaza en que se encuentra desde 1941 en lugar dominante, argumentando que entorpece visuales al lago, o si la decisión obedece, de acuerdo con los vientos revisionistas que soplan desde hace años, al interés por congraciarse con el sentimiento de supuestos “pueblos originarios afectados por la presencia de Roca” en un espacio tan central como el Centro Cívico de la ciudad patagónica. Como si los dineros públicos sobraran, además, en medio de la pobreza generalizada en el país para mudanzas sin ton ni son.
Convengamos que la segunda razón se acomoda mejor a los criterios históricos que, en el orden nacional, los Kirchner llevaron a otros dislates, inspirados en el difunto dictador venezolano Hugo Chávez.
El busto del brigadier general Juan Manuel de Rosas, emplazado por años también en el Centro Cívico, fue retirado hace 20 meses con la promesa de ser restaurado. A raíz de esta nueva polémica en torno a Roca, las autoridades anuncian que volverá a su emplazamiento antes de fines del corriente mes. No tuvo esa suerte Colón, reemplazado por Juana Azurduy frente a la Casa Rosada y trasladado a la Costanera porteña en otro ejemplo de ideologización rampante.
La cultura de la cancelación a la que también nos referíamos ayer, tan de moda en los Estados Unidos y Europa, ha prosperado durante veinte años sin que se opusieran los debidos obstáculos permitiéndole avanzar hasta extremos de insensatez. Solo de un tiempo a esta parte ha comenzado una reacción proporcional a los desafíos que impone. Que la estatua de Churchill haya debido ser protegida en las vecindades de Westminster, frente a la iracundia de manifestantes que arremetían contra toda expresión de tiempos coloniales, muestra que el caso de uno de los grandes constructores del Estado argentino pertenece, lamentablemente, a una categoría propia todavía de estos tiempos, y no solo de la Argentina.
En 1999, el Estado nacional transfirió por ley a título gratuito, aceptado por la Municipalidad de San Carlos de Bariloche, el denominado conjunto arquitectónico Centro Cívico –que al año de su inauguración sumó el monumento al general Roca por decisión de Exequiel Bustillo, presidente de la Dirección de Parques Nacionales– para que esta conserve y preserve a perpetuidad, tanto en su aspecto exterior como interior; los edificios así como los diseños arquitectónicos y paisajísticos de terrenos y plazas que lo integran. El cargo impuesto solo podría ser modificado, mediante ley del Congreso de la Nación.
El gobierno de Bariloche se ha amparado para tan controvertida decisión en la tesis exhumada por Gonzalo de Estrada, hijo del arquitecto Ernesto de Estrada, creador del Centro Cívico. Ha pedido que el predio retorne a la idea original de su padre, que era la de una plaza seca, despojada de cualquier ornamentación histórica como las que están en debate. Sea la de Roca o una en honor a las Madres de Plaza de Mayo, presentes ya en los pañuelos que se repintan en el suelo cada 24 de marzo, según contempla también la polémica propuesta oficial.
El Centro Cívico lució como plaza seca en su primer año. Sería un exceso de formalismo retornar al proyecto original después de más de 80 años. Provocaría una confusión tal que no podría menos que tomarse como atajo para desplazar finalmente a la estatua que sufre, año tras año, en cada manifestación, el ataque vandálico de quienes reniegan del agradecimiento ciudadano a uno de los gobernantes argentinos más ilustres. El gobierno local argumenta que en un lugar menos central se desalentará su vandalización.
Su responsabilidad es custodiar el patrimonio histórico. Con sus aviesas intenciones políticas no hace más que alentar las depredaciones que no logran desvalorizar el peso histórico de una personalidad notable del país. Nada, en el fondo, logrará empequeñecer la figura de Roca.
Estas peripecias de época terminarán por magnificarla aún más en tiempos de zozobra nacional, con gobiernos que, incapaces de cualquier emulación, no han hecho más que pretender deshacer la obra constructora de los grandes gobernantes del pasado.
Como cada tanto ocurre, la nueva iniciativa antirroquista que propone desplazar la estatua ecuestre de su ubicación central en el Centro Cívico de Bariloche y que cuestionamos desde estas columnas confirma no solo la ignorancia histórica, sino también una preocupante falta de patriotismo de sus promotores.
Pocas veces ha estado tan de moda poner el pasado al servicio del presente y juzgar retrospectivamente la historia como si la visión de los hombres sobre sí mismos, y sobre sus conductas individuales y colectivas, debiera acreditarse con igual valoración que la que hoy suscitan. ¿Qué juicio resistiría hoy Aristóteles por su aprobación en el siglo IV a.C. de las leyes de esclavitud? Dice bien la resolución oficial en cuestión que el monumento a Roca ha representado la “metáfora de la victoria de la civilización sobre la barbarie, del trabajo agrario sobre la tierra improductiva, de la organización y el orden sobre la anarquía, del progreso sobre el derecho”. ¿Por qué no se atiene entonces por entero a la magnífica metáfora que invoca?
Por otra parte, increíblemente, el intendente barilochense, Gustavo Gennuso, parece no recordar siquiera vagamente que el 3 de mayo de 1902 Julio A. Roca, a la sazón presidente de la Argentina, fundó por decreto la colonia Nahuel Huapi, hoy San Carlos de Bariloche.
Un país sin conciencia histórica es un país sin raíces que lo sostengan en el derrotero hacia el futuro. Como repasábamos desde este espacio, Roca avanzó hacia el desierto en 1879 en su condición de jefe del Ejército para engrandecimiento de la nación. Juan Manuel de Rosas, siempre a salvo de las iracundias del revisionismo histórico, lo había hecho en 1833, produciendo un saldo manifiestamente mayor de bajas indígenas con acento en sus intereses privados.
La guerra del Paraguay, en tiempos de Bartolomé Mitre, y la guerra de Entre Ríos, provocada por el asesinato de Justo José de Urquiza durante el gobierno de Domingo Faustino Sarmiento, postergaron la solución de un problema patagónico que se había agudizado desde 1820. Fue cuando oficiales realistas, refugiados al sur del Bio Bio, en Chile, continuaron la guerra contra los independentistas, reclutando tribus araucanas. Estas penetraron a fondo en la pampa argentina, al punto de asolar pueblos bonaerenses como Salto, Rojas o Pergamino.
Roca realizó la Campaña del Desierto en cumplimiento de una ley del Congreso de la Nación de 1867. Debemos a su extraordinario liderazgo la integración al territorio nacional de tierras equivalentes en extensión a algunos países europeos, como Alemania, y la consolidación de los títulos de posesión por derecho que devengaron al país como herencia de la corona española.
En la campaña final contra los malones, las tropas de Roca abatieron en lucha franca a un millar de aborígenes, casi tanto como el número de cautivos que lograron liberar. Poco tiempo atrás, dirigentes indígenas de la tribu Ancalao reafirmaron en el Círculo Militar su carácter de argentinos, y reconocieron en reunión académica a Roca por haberles otorgado más de 110.000 hectáreas entre Río Negro y Neuquén. Un bisnieto de Manuel Namuncurá, el último líder indígena de la guerra en el sur, recordó en otro acto las visitas de su antecesor, vistiendo uniforme militar, al general Roca en sus viajes a Buenos Aires.
Marcado por el ejemplo de su padre, veterano de las guerras de la Independencia y del Brasil, como presidente, el general Roca redefinió la misión del Ejército y de la Armada, profesionalizándolos y dotándolos del equipamiento disuasorio en su tiempo en respaldo a una diplomacia de paz que cerró conflictos con países vecinos, sobre todo el extremadamente grave que se cernía con Chile, superado con la firma de los Pactos de Mayo, en 1902.
Por dos veces presidente de la Nación (1880-1886 y 1898-1904), Roca multiplicó en su gobierno las líneas ferroviarias como manera de afianzar la soberanía y el desarrollo de las economías regionales en territorios alejados miles de kilómetros. De hecho, el ferrocarril Sur, inaugurado durante su segunda presidencia, llegó por entonces a la provincia de Neuquén. Fue también el responsable de que las Islas Malvinas fueran incluidas por primera vez en el mapa de la república.
Más allá de los merecidos mármoles y bronces, el general Roca se ha hecho acreedor del pedestal que le concede la sanción de la ley 1420 de enseñanza primaria laica, gratuita y obligatoria. A él le debemos también la inmigración masiva que desembarcó en nuestros puertos a partir de 1880, construidos precisamente por su gobierno, como también las obras sanitarias y los primeros colegios industriales.
En su haber contabiliza además los proyectos de reformas electorales, la creación del Registro Civil y del Sistema Monetario Nacional y el primer proyecto de Código Nacional del Trabajo, entre otros.
Como buen estadista, en otro notable contraste con los tiempos que corren, Roca supo rodearse de sobresalientes personalidades en sus gabinetes, ministros con jerarquía propia como para ser presidentes. En palabras del reconocido historiador Miguel Ángel de Marco, Roca es el artífice del Estado moderno en la Argentina.
Con Roca, quien buscaba la paz para construir un país, se cerró el proceso de organización nacional. Su trabajo, junto al del presidente Nicolás Avellaneda, posibilitó la federalización de la ciudad de Buenos Aires, aquel viejo reclamo de las provincias que ciertos gobernadores de hoy en día evidencian desconocer cuando alzan sus voces.
Quienes buscan dirimir los conflictos del presente atacando símbolos del pasado -llegando incluso a ultrajar monumentos levantados en homenaje al expresidente argentino- deben cejar en sus esfuerzos por seguir dividiéndonos. La ilustre figura de Roca genera rencor en quienes han dilapidado una y otra vez en los últimos 20 años la posibilidad de dar un salto trascendente hacia el progreso, prefiriendo apostar por la división de los argentinos, atándose a tan anacrónicos como ideologizados revisionismos. Ignorantes, también, creen que la historia de la nación se inició con ellos cuando, desde el poder, confirmaron no poder resolver viejos problemas, esmerándose exclusivamente por agravarlos, carentes de cualquier aptitud ética o profesional para afrontar los desafíos de un presente que cada día nos aleja más del sueño del desarrollo de quienes nos antecedieron.
Fue el general Roca el timonel de una generación. Tal como describió Federico Pinedo en el libro En tiempos de la república en 1946, supo edificar en treinta años una nación moderna en el desierto. Frente al duro desafío que hoy enfrentamos los argentinos, retrotraernos a aquellos ejemplos y desenmascarar un capcioso revisionismo debería ser tan obligatorio como perentorio.
Este artículo corresponde a los editoriales del diario La Nación de Buenos Aires de los días 6, 7 y 8 de agosto de 2023.
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