Argenina: Por suerte ya llegan los billetes de $2.000
En estos días van a empezar a verse en la calle los primeros billetes de $2.000. Son iguales a los que se anunciaron en febrero, pero no son los mismos: después del 6,6% de inflación de ese mes, más el 7,7% de marzo y el 8,4% de abril, aquellos $2.000 valen hoy $1.579.
Menos, en realidad, porque se debería descontar lo que ya aumentaron y lo que van a aumentar los precios en mayo. No hay analista que diga que la cifra será menor a la de abril y, por el contrario, varios no temen decir una pavada cuando pronostican un doble dígito.
Un espanto vertiginoso que por momentos impide ver cuánto hace que aquella plácida agua tibia en la que nadábamos se transformó en una olla en pleno hervor.
Para una mejor comprensión, ayudan algunos datos históricos: hace 60 años, los argentinos se manejaban con pesos moneda nacional. Y los estadounidenses de esa época tenían, obvio, el dólar. Hoy, ellos siguen con el dólar, sólo que para comprar lo mismo necesitan, en lugar de un Washington, un Hamilton: el 867% de inflación que hubo en ese país en seis décadas hace que aquel 1 US$ equivalga a 9,67 US$.
En Argentina, en cambio, sólo en lo que va del gobierno de Alberto Fernández, Cristina Kirchner y Sergio Massa, la inflación alcanza el 405,5%. Si se le suman los cuatro años de Mauricio Macri en la presidencia, llega a 1.789,93%.
Aquel peso moneda nacional no va más, por supuesto. Los $486 necesarios, por ahora, para comprar un dólar, serían 4.860.000.000.000.000 pesos moneda nacional si no se les hubieran quitado 13 ceros a nuestros billetes desde 1969 en adelante.
Parafraseando a Carlos Menem, estamos peor, pero venimos mal hace rato.
Volviendo al tema de los papeles de $2.000, la cuestión de la emisión de billetes de mayor denominación es interesante porque espeja una característica repetida en varios desaciertos económicos del kirchnerismo: se ejecuta tarde y a medias.
Tarde, porque su demora responde al mito K de que esa emisión estimularía la inflación. Lo desmiente la realidad: uno recién salido de $1.000, en noviembre de 2017, se cambiaba por 51,87 dólares. Ahora alcanza para dos y monedas. Los precios no dejaron de subir porque no salieron billetes más grandes.
A medias, porque es mucho más barato imprimir un papel que diez. De acuerdo a un cálculo de Augusto Ardiles, exdirector de la Casa de la Moneda, “el costo de no imprimir billetes de mayor denominación en 2020 y 2021 fue de US$ 186 millones y no hacerlo entre 2008 y 2015, cuando CFK era Presidenta, costó US$ 639 millones”. A pesar de esto, decidieron salir con los de $2.000. Los de $5.000 siguen en estudio. De los de $10.000 ni hablemos.
La cantidad de billetes que dan vuelta por culpa de la inflación y la negativa a emitirlos de mayor valor es asombrosa. Más de 3.000 millones de billetes de $1.000 pesos y más de 1.300 millones de billetes de $500 sobran como muestra. La pila que se junta al pagar en efectivo una cuenta en un restaurante de una mesa numerosa también sirve.
No es todo: los bancos custodian unos mil millones de billetes de $100, la mitad de todos los que circulan, a la espera de su destrucción, lo que los ha llevado a construir depósitos sólo para tener un lugar donde guardarlos. El colmo de gastar plata para guardar plata que irá a la basura.
Esos números nos llevan a otro ejemplo de mala praxis. Sucede que con esta vorágine, no hay imprenta que dé abasto (lo cual prueba de algún modo la buena visión de Amado Boudou al comprarse Ciccone). Y así, en un país donde el cepo a lo importado hace más sencillo hallar agua en el desierto, es habitual que los billetes vengan de más allá de las fronteras.
La Casa de la Moneda importa hace rato desde China, Brasil y España, y ahora ha sumado como proveedoras a plantas de Francia y Malta. Como nos enseñó hace tiempo el financista K arrepentido Leonardo Fariña, ante esos volúmenes de “físico” la plata no se cuenta, sino que se pesa: la licitación se abrió para traer 92.721 kilos de billetes desde París y 182.963 kilos desde Malta.
Ante la hondura de la crisis macroeconómica, y la escasez de respuestas para la misma (todo se reduce a la repetición eterna del plan “los próximos 15 días son clave”), el detalle de los billetes podría considerarse preciosista.
Al revés: que salga a la calle un billete del doble de la máxima denominación actual, y todos sepan de antemano que sólo agrega algo de humo al incendio, da una acabada idea de la gravedad del problema.
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