La pobreza se resuelve creando riqueza
Me gusta poner el ejemplo de Joe Gebbia y Brian Chesky, dos diseñadores estadounidenses que, como a fin de mes no llegaban a pagar la renta en San Francisco (EE.UU.), tuvieron una idea que terminó iniciando una revolución en la industria hotelera.
San Francisco es una ciudad bien conocida por sus ferias y encuentros de diseño. Un fin de semana los hoteles de la ciudad desbordaron y estos dos jóvenes, que no llegaban a fin de mes para pagar el alquiler, tuvieron una idea que revolucionó la industria hotelera.
Gebbia y Chesky vieron en esa demanda una gran oportunidad y una necesidad para satisfacer: crearon una plataforma digital de alquiler de casas y departamentos que cambió para siempre nuestra forma de viajar y hospedarnos. Éste fue el nacimiento de Airbnb.
El término airbnb viene de «Air Bed and Breakfast» (‘cama inflable y desayuno’): la idea era aprovechar el espacio de sobra del departamento que compartían y poner uno de sus cuartos en alquiler para pagar las deudas. Como la mayoría de los inventos, Airbnb surgió como una necesidad que el mercado demandaba y fue desarrollada gracias a visionarios que pudieron identificarla en un entorno favorable al libre emprendimiento.
Sus cofundadores pasaron de no poder pagar el alquiler a fin de mes a estar posicionados en el puesto 495 de la lista de las personas con más dinero en el mundo: cada uno cuenta con un patrimonio de 3.000 millones de dólares. Hicieron su fortuna desde cero, brindaron oportunidades, crearon empleo y satisficieron a los consumidores con un servicio innovador y útil. Hoy la compañía está valorada en más de 25.000 millones de dólares. Pasaron de la deuda a la fortuna gracias a la creación de valor, sin robar a nadie, sin estafar a nadie, simplemente creando un valor que el mercado apreció y se mostró dispuesto a pagar (y lo sigue haciendo).
Hoy muchos siguen sosteniendo que la solución a la pobreza pasa por una redistribución más justa de la riqueza. La realidad es que tenemos que pensar en los incentivos. La riqueza es como una torta: la idea no es repartir una torta en pedacitos cada vez más chicos hasta que no quede más torta (porque en algún momento nadie va a seguir produciendo si el gobierno te quita lo que generas), más bien la idea es agrandar el tamaño de la torta y que cada persona, cada trabajador, cada comerciante, cada emprendedor tenga más oportunidades en vez de conformarse con las migajas de un gobierno populista y paternalista que te hace creer que lo necesitas para salir adelante (mientras te vuelve dependiente, te corta las piernas y te dice que si no fuera por él no podrías caminar).
En resumidas cuentas, la tendencia a no comprender cómo funciona realmente la riqueza es lo que en economía se conoce como el dogma de Montaigne. Michel de Montaigne, filósofo del siglo xvi, escribió en su momento que “no se saca provecho para uno sin perjudicar a otro”. En otras palabras, para que una persona se beneficie, otra tiene que perder.
Esa es la creencia de que el intercambio es un juego sin ganancias mutuas o simplemente que los pobres son pobres porque los ricos son ricos. Lo que es como decir que los enfermos están enfermos porque los sanos están sanos, o que un Ferrari anda rápido porque un coche común y corriente de los que solemos ver en la calle anda más lento.
La creación de riqueza en un libre mercado no es un juego de una suma cero. En toda transacción voluntaria ambas partes ganan y es por esto que cabe tener presente que la redistribución de la riqueza no ha reducido la pobreza en ningún lugar del mundo, pero los marcos institucionales que respetan los derechos de propiedad, el libre mercado y la seguridad jurídica han permitido que la riqueza sea multiplicada y extendida de modo que el trabajador promedio pueda vivir mucho mejor que los reyes de otras épocas.
Desde 1820, el PIB per cápita en el mundo occidental se ha multiplicado más de quince veces. El sector privado crea riqueza de manera constante: el 50 por ciento de toda la riqueza que existe hoy en la humanidad fue creada sólo en los últimos treinta años. La riqueza no tiene límites ni fronteras. La riqueza se crea y debe ser creada. Tampoco es casualidad que exista una fuerte correlación entre el nivel de libertad de un país y su crecimiento económico, de hecho los sectores más pobres en las economías más abiertas ganan once veces más que los sectores más pobres en las economías más proteccionistas y cerradas.
Deberíamos dejar de demonizar la creación de riqueza. El arquitecto y héroe de la novela El Manantial, escrita por la autora Ayn Rand en el siglo pasado, sostenía que “los grandes creadores, pensadores, artistas, científicos, inventores enfrentaron solos a los hombres de su época. Todo nuevo pensamiento fue rechazado. Toda nueva invención fue rechazada. Toda gran invención fue condenada. El primer motor fue considerado absurdo. El avión imposible. El telar mecánico, un mal. A la anestesia se la juzgó pecaminosa. Sin embargo, los visionarios siguieron adelante. Lucharon, sufrieron y pagaron por su grandeza. Pero vencieron”.
Como dice Matt Ridley en su libro Cómo funciona la innovación, la innovación es “el hecho más importante del mundo moderno, pero a la vez uno de los menos entendidos”.
La innovación es un proceso de creación o de mejora de bienes, servicios o cualquier otro elemento que además le son útiles al individuo para vivir mejor y satisfacer necesidades, y todo se logra por un entorno de libertad en el que existen factores como la creatividad, el libre intercambio de culturas y productos, el libre movimiento de personas y un contexto en el que se respeta el tiempo de los individuos que tienen buenas ideas y las quieren llevar a la práctica.
La Universidad de Cornell y la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (WIPO) elaboran el Índice Mundial de Innovación con la intención de reunir información sobre cuáles son los países más innovadores. Entre ellos encontramos a Suecia, los Países Bajos, Estados Unidos, Finlandia, Irlanda, Dinamarca, Suiza, Alemania y el Reino Unido. No es casualidad, otra vez, que sean los países más abiertos del mundo en términos de libertad económica, libertad individual y libertad política.
El progreso tecnológico es un resultado de la innovación, y para alcanzarlo es necesaria una cultura de la innovación que piense en el futuro y que no se aferre a ideas nostálgicas, proteccionistas o nacionalistas del pasado. Es la innovación tecnológica desarrollada por individuos la que ha mejorado la vida de millones de personas, erradicado enfermedades, disminuido la mortalidad infantil, aumentado la esperanza de vida, mejorado las condiciones de vida humana, conectado individuos a través de las nuevas y rápidas comunicaciones, creado sistemas de saneamiento, mejorado la calidad de los alimentos, iluminado nuestras noches con luces y no con velas, y otros tantos artilugios más de los que gozamos y, por lo general, no nos damos cuenta de que están ahí gracias a que alguien más lo inventó.
Un gobierno puede propiciar un ambiente en el que la innovación se reproduzca de manera acelerada cuando deja a la gente trabajar tranquila y en paz. Pero un gobierno también puede destruir el ambiente y la cultura de la innovación cuando se inmiscuye en cada minuto de lo que hacen las personas, las asfixian con impuestos, trabas burocráticas y demás palos en la rueda.
La autora es politóloga, activista por la libertad en Latinoamérica y autora de El manual liberal (Deusto).
- 28 de diciembre, 2009
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