Los “datos” que lee el Papa
“No hago política, leo los datos”, dijo el Papa en una entrevista con Associated Press. Luego agregó: la Argentina “tiene un nivel de inflación impresionante. En el año 55 cuando terminé mi escuela secundaria, el nivel de pobreza era del 5%. Hoy está en 52, creo. ¿Qué pasó? Mala administración, malas políticas”. Pocas palabras pero cuánto ruido. Se armó un alboroto: quien lo tiró por aquí y quien lo empujó para allá; quien corrió a defenderse y quien, a atacar. ¿Malentendidos? ¿Especulaciones? Para nada. Hombre de rara astucia, Bergoglio conoce bien el inmenso poder que posee, sabe que sus palabras levantan inmensas olas. “Yo soy medio inconsciente, pero soy consciente”: jesuita de 18 quilates, maestro de ambigüedad, así cerró la entrevista. ¿Cómo usa ese poder? ¿Cómo lo usará?
A primera vista tan objetivos, los “datos” se prestan en realidad a usos políticos. Por ejemplo, el Papa podría haber comparado la pobreza de hoy con la de 1958, cuando ingresó en los jesuitas, o con la de 1969, cuando fue ordenado sacerdote: el efecto hubiera sido el mismo. Pero usando como hoja de parra la salida del secundario, eligió 1955. Cualquier fecha para el resto del mundo, un parteaguas para los argentinos. ¿El mensaje? Nada subliminal: el derrocamiento del peronismo, del peronismo cristiano de los orígenes, sancionó el fin de la Argentina feliz y el inicio de la decadencia, de las “malas políticas”.
Es una tesis peronista de la mitología peronista, tan arraigada como infundada. Como tal, se presta a mil objeciones. El peronismo inauguró la crónica inflación argentina, la gran fábrica de miseria. ¿Repartió riqueza? Había tanto que repartir: la prosperidad acumulada en décadas de fuerte crecimiento, los frutos de una coyuntura especial. Pero lo hizo secando las fuentes productivas, dejando un país descapitalizado. Ofreció el banquete y dejó la cuenta sin pagar. Establecer un rígido vínculo de causa y efecto entre el gobierno en el poder y la tasa de pobreza se ha convertido en deporte nacional, en garrote con el que batirse, pero es pueril: los efectos de las políticas de hoy recaerán en la posteridad, las abundancias de los padres impondrán sacrificios a los hijos. Sería el caso de evitar parecidas simplificaciones.
Estas son cosas conocidas para aquellos que quieren entenderlas e incomprensibles para aquellos que son sordos a lo obvio. No hace falta insistir. Es más útil preguntarnos: ¿quién es el destinatario de las palabras pontificias? ¿Cuál su efecto? Si el Papa evocó la iconografía peronista, si usó su jerga, es porque a los peronistas se dirigía en primer lugar. Y a buen entendedor pocas palabras: fue un misil contra el Gobierno. ¿El sentido? Mejor que el Presidente no vuelva a postularse. Guardián del campo nacional popular, el Papa le retiró la confianza otorgada hace cuatro años, lo expulsó del perímetro del peronismo clásico. Peronismo, quiso decir, era el de antes. Consecuente con las ideas reiteradas mil veces, sugiere que Alberto Fernández encarna a las “élites ilustradas” infiltradas en el movimiento popular. “Bergoglio perdona pero no olvida”, comentó un viejo amigo del Papa cuando la ley del aborto. Perdona a medias, en otras palabras. Torpe y sin argumentos, la Casa Rosada reaccionó molesta. ¿Habrá entendido el mensaje?
Pero hay más. El Papa toma así la delantera del “nuevo rumbo” de la Iglesia argentina. ¿Qué curso? Podríamos llamarlo “fuga del Titanic”. Ante la expansión de la pobreza, se libera de toda responsabilidad. ¿Pauperismo? ¿Asistencialismo? ¿Voluntarismo? ¿Todo lo que predicó a lo largo y ancho? ¡Qué va! Ahora se erige en abanderada de la “cultura del trabajo” y reniega de aquellos que pensaron en complacerla a golpes de empleo público y planes sociales. Seducidos y abandonados. Más vale tarde que nunca, se dirá. Pero algo cínico: desde 1943 nadie ha tenido tanta influencia política como la Iglesia Católica, durante las dictaduras militares y durante los gobiernos peronistas, nadie ha condicionado como ella la cultura económica del país. Su impronta pesa como el plomo en la decadencia argentina. Nadie lo dijo mejor que el ex vocero de Bergoglio: es más problema que solución. Cuántas diatribas contra el “paradigma tecnocrático”, cuánta soberbia contra la “tiranía de la macroeconomía”, cuántas proclamas contra el “eficientismo”. La inflación es hija de tanta miopía; la pobreza, de tanta arrogancia. Antes de señalar con el dedo, el Pontífice haría bien en mirar a su casa, en fomentar la autocrítica, en promover una seria reflexión sobre la Iglesia y la economía. ¿No predica la humildad?
Se impone una pregunta: ¿cómo gastará el Papa su poder en este año electoral? ¿Qué “procesos” intentará provocar? ¿Cómo actuará la Iglesia? ¿Será árbitro o jugador? ¿Centinela de las instituciones o guardián de la “nación católica”? ¿O mantendrá como siempre los pies en ambos zapatos? Si hace cuatro años apostó por la unidad peronista contra la coalición “cipaya”, ¿por quién se inclinará ahora que ha perdido la apuesta? Su giro antipauperista sugeriría el fin de la ola populista y un saludable baño de realidad. Ojalá. Sin embargo, como son el mismo Papa y la misma Iglesia que asediaron a Macri y “bautizaron” a Fernández, es legítimo preguntarse si no es solo cosmética. Dadas las premisas, es previsible que ambos promuevan una nueva variante nacional popular, una vasta coalición panperonista: vino nuevo en toneles viejos. Veremos si a los argentinos les sigue gustando.
El autor es ensayista y profesor de Historia de la Universidad de Bolonia.
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