Argentina: Consensos tenemos, lo que escasea es novedad y acierto

Hemos culpado sucesivamente a la guerra en Ucrania, a la pandemia, a la globalización y a otros tantos fenómenos durante tantos años. Sin embargo, enseñó Jean-François Revel que un fracaso puede tener su causa en el exterior; pero una decadencia, jamás. En su novela Los endemoniados (Bésy) Fiódor Dostoyevski nos alertó sobre los comportamientos autodestructivos de una sociedad. Pues, terminando 2022, podríamos nosotros preguntarnos por qué hemos llegado hasta acá. Por qué hemos elegido este descenso articulado.
Aunque a esta altura de los acontecimientos nos objetaría Galileo, que se apiadaba del ignorante que desconoce la realidad pero se endurecía con quien, descubriéndola, la esquiva. Los argentinos hemos caído hace buen tiempo entre telarañas: la adhesión a propósitos, ideas, (dis)valores que, tomados por buenos, sin embargo, nos (auto)destruyen. No solo a nuestro todo, sino también –y de a una– a algunas de nuestras partes. Y el enredo todavía nos atrapa.
Así, hemos regresado ahora a la crónica costumbre de imponer precios al comercio (en este caso, a más de 1000 productos) por parte de la autoridad (hace 70 años que lo hacemos sin éxito) ante la desbocada inflación que acumula un promedio de 105% anual en los últimos 100 años. Mientras tanto, sindicalistas siguen oponiéndose a la modernización de la rígida legislación laboral en defensa de sus representados, aunque con ello debilitan a sus sindicatos (el único número de trabajadores que crece –aun levemente– es el de no formalizados, que ya ronda los 8 millones).
Y no pocos proteccionistas defienden las barreras a la internacionalización de nuestra economía para evitar la destrucción de la industria nacional, pero el PBI argentino medido al tipo de cambio oficial hoy no logra superar al de hace diez años (y medido al tipo de cambio paralelo, al de hace 15). La participación de nuestro PBI en el total mundial es hoy 40% menor al de inicios del siglo y el valor de las empresas argentinas es hoy menor al de hace 25 años. Mantenemos a nuestra economía entre las diez más cerradas del mundo (el índice de apertura es cercano a la mitad del promedio mundial) mientras buscamos dólares desesperadamente por donde sea. Y nos quejamos de oligopolios y de aprovechadores de posiciones dominantes en la economía mientras concedemos reservas de mercado a unos cuantos al protegernos de la competencia internacional.
Los representantes de los docentes se oponen a la evaluación y calificación de su performance, pero ya la cantidad de alumnos que termina a tiempo la educación media en institutos de gestión privada duplica a la de los que lo hacen en los públicos. Y mientras las autoridades no modernizan los regímenes electorales la imagen de los políticos cae por el piso. Los sucesivos gobiernos mantienen (en más o en menos) las enormes y dañinas dimensiones del aparato público (el Estado), pero –por primera vez en mucho tiempo– ahora en los sondeos la preferencia por “el mercado” supera a la preferencia por “el Estado”.
Y la instrumentación de los subsidios a los más desfavorecidos (llamados “planes sociales”), como única respuesta a la pobreza, genera un traumático daño psicológico al que recibe dinero público a cambio de una estigmatizante cuasi calificación oficial de “excluido” del mercado de trabajo y producción, mientras se consolida ese dramático apartamiento de los “beneficiarios” (que superan los 15 millones). ¿Qué extraña fuerza nos lleva a preferir lo que nos destruye aun buscando lo que queremos defender? ¿Por qué elegimos lo que falla y luego del resultado negativo mantenemos la elección? La reacción popular suele concluir, desalentada, que “todos los políticos mienten”, olvidando que la mentira no es el más poderoso fenómeno opuesto a la verdad, porque ese otro poderoso fenómeno es el error.
Ocurre que, al parecer, nos invade una profunda desconfianza que impide lo nuevo, aun ante el reiterado fracaso. Una barrera que teme al costo del cambio y prefiere el costo por no cambiar. Hace unos años escribió Enrique Valiente Noailles que uno de nuestros pecados capitales es una decisión de “no ser”: esa relación anómala con el éxito y el fracaso que consiste en jamás decidirnos por alguno de ambos. Lo que llega a tal punto que la mera emergencia de uno de ellos genera reacciones de ciertos de nosotros que, en lugar de entender cada paso como propio del proceso de los tiempos, como un peldaño, lo toma como el momento del juicio final.
Nos estamos pagando con una moneda que de un lado muestra el fracaso y del otro el inmovilismo. Y algo curioso es que esto último surge de algo que ahora se pretende y reclama como ausente pero –paradójicamente– ya existe desde hace tiempo: los consensos básicos. Ocurre que entre nosotros no faltan consensos: las acordadas causas del fracaso se han mantenido, legítimas, tiempo a tiempo, aunque erradas. Pasan los años y el gasto público no cede, la economía no se abre, la legislación laboral no se cambia, el régimen sindical es pétreo, la sobrerregulación se consolida, el sistema impositivo se confirma. Consensos, al parecer, tenemos. Lo que escasea es otra cosa: novedad y acierto (lo que, por supuesto, requiere amplia adhesión). Lo relevante ahora es qué queremos. Y eso debería ser un nuevo modelo de vida en comunidad: acordado, pero nuevo. Discutamos eso, más que la fascinación por los continentes, por los paquetes y enlatados, que nos evita la incómoda intromisión en los contenidos.
Como alguna vez creímos que bastaba con la democracia, y otra vez supusimos que el Estado arreglaría todo, y en otra ocasión nos conformamos con un líder, o hasta nos enamoramos de alguna ley; pues ahora conviene ya pensar un nuevo sistema. Vamos por más. Solo así lo demás podrá ser funcional. Será excelente la foto con el apretón de manos, pero solo si lo que hemos generado es un adecuado nuevo modelo de vida en común, con un objeto preciso e instrumentos ajustados.
Porque, contrario sensu, y paradójicamente, podemos acudir a algo que describió hace décadas el periodista inglés Jerome Demoulin, cuando advirtió que los meros consensos como política pública pueden llevarnos a prácticas “de compromiso permanente, de decadencia organizada, de arreglo pernicioso con factores de interés, de dejarse llevar por la corriente”. A propósito: se preguntó alguna vez John Newhouse: ¿hubiera usted oído hablar del cristianismo si los apóstoles se hubieran conformado con decir: “Creemos en el consenso”? Pues lo que se requiere es un movimiento enérgico, liderado, fundado, legitimado, técnicamente aplicado, en favor de una modernización. Que sería bueno que se basara en cinco pilares: instituciones que garanticen derechos individuales, un sistema legal/regulativo más liberal, un sector público que asegure una base común, una macroeconomía en orden y una profunda inserción internacional.
Pero hay algo relevante a advertir ahora: haber llegado a esta instancia de frustraciones puede ser una oportunidad. Porque ya deberíamos haber aprendido. Quizá sin siquiera advertirlo. Probablemente estamos ante un momentum. Decía Octavio Paz que la imperfecta naturaleza humana hace que la esperanza sea lo primero que nace después de cada fracaso. Hace años, el ingeniero norteamericano Randy Pausch, en una conferencia brindada poco antes de su muerte (de cuya inminencia tenía plena conciencia) recordó un dicho inglés que proclama que la experiencia es algo muy valioso que hemos conseguido cuando no hemos conseguido lo que queríamos.
El autor es analista económico internacional. Presidente de la International Chamber of Commerce (ICC) en Argentina.
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