Chile: Lo que habrá que considerar en los 50 años “del once”
Se nos viene encima el próximo año el quincuagésimo aniversario del 11 de septiembre de 1973, y el Gobierno se propone conmemorarlo con actividades a lo largo de Chile y en el extranjero, y trayendo invitados internacionales. La campaña finalizaría poco antes de la eventual elección de los nuevos convencionales, con lo que al parecer el oficialismo pretende resucitar la añeja división pinochetismo /anti pinochetismo del plebiscito de 1988 para obtener mejores resultados que el enfático rechazo que cosechó el 4 de setiembre pasado.
En este marco al Presidente Gabriel Boric se le abre una inmejorable ocasión para demostrar ante todo el país -el escepticismo al respecto es hoy enorme y justificado- que su actual viraje del jacobinismo a posiciones de corte socialdemócrata es genuino y confiable.
Para lograrlo no debería repetir las consignas populistas de su fase estudiantil y de diputado sino incorporar, junto al imprescindible ¡Nunca más! a la violación de derechos humanos, una mirada que incluya la ineludible reflexión sobre los años en que se fue incubando la trágica crisis del 11 de setiembre de 1973, tema que hasta hoy se ha invisibilizado.
No se trata de un intento inédito puesto que, en rigor, la renovación socialista de los ochenta fue posible gracias a que sectores de izquierda se atrevieron entonces -a diferencia del PC y otras fuerzas que siguieron atadas al dogma marxista-leninista- a revisitar el período pre y post “once” para extraer lecciones que le sirvieran, en caso de triunfar en futuras elecciones, desembarcar en La Moneda pertrechados con un enfoque socialdemócrata, cosa que efectivamente ocurrió.
Fue este giro de parte de la izquierda criolla a la socialdemocracia, similar al que antes hicieron socialdemócratas alemanes y españoles, el que permitió la formación de la exitosa Concertación, la transición pacífica y ordenada, “en la medida de lo posible” -principio aylwiniano que Boric comparte desde la semana pasada-, y la implementación de administraciones de sello socialcristiano y socialdemócrata en nuestros “30 años” tan vilipendiados, entre otros, por el hoy Mandatario, el frenteamplismo y el Partido Comunista.
Al menos cinco cruciales momentos de nuestra historia deberían ser incorporados en la reflexión gubernamental sobre el 11 de setiembre de 1973 porque podrían ayudar a contextualizar esa crisis y a describir de modo holístico los antecedentes de la polarización política nacional que condujo a la tragedia que vivimos. Quizás Boric se atreva a saltar sobre su propia sombra y avance hacia una visión menos maniquea y más autocrítica de la etapa en que el país se fue sumergiendo desde mediados de los sesenta.
Un primer momento que exige reflexión profunda lo constituye, desde luego, el crucial acuerdo de la Cámara de Diputados del 22 de agosto de 1973, sin el cual otra hubiese sido la historia. Al conmemorar el “once” no se debe ignorar o aminorar el impacto nacional que tuvo el acuerdo de la Cámara sobre “el grave quebrantamiento del orden constitucional y legal de la República” bajo el gobierno de la Unidad Popular. Borrar de la historia este documento que censuró a Allende es desconocer la crisis política que dividía al país, que estuvo a punto de desembocar en guerra civil, y la inmensa responsabilidad que le cupo en ello a nuestra clase política.
Debemos tener presente que hoy, medio siglo después, el Congreso y los partidos políticos son las instituciones que muestran lejos la desaprobación ciudadana más alta, lo que se debe en cierta medida a su divorcio de los problemas de los chilenos y a su impericia para acordar para el país una vía política que le permita superar la inquietante multi-crisis actual.
Y esto nos llevó de inmediato al segundo momento: Conmemorar el “once” implica igualmente reflexionar sobre la responsabilidad que tuvo la clase política en esa crisis y su incapacidad para acordar una solución política. Una mirada sin anteojeras al pasado puede servir a su vez para recordarle a la clase política de hoy la responsabilidad que le cabe ante los delicados retos que nos acosan, y lo que espera la ciudadanía de ella. Los chilenos no han olvidado el bochornoso espectáculo brindado por convencionales al redactar el proyecto de una Constitución que fuese “la casa de todos”.
Un tercer momento que se debería incorporar en la reflexión sobre los 50 años es uno que muestra como ninguno otro el modo en que sectores populistas azuzaron la crisis a través de la apología a dictaduras. Me refiero a la visita oficial de 24 días -¡sí, de 24 días!- que Fidel Castro realizó a Chile en 1972. Es la visita oficial más prolongada que se recuerde en el planeta, y una brutal falta de respeto hacia Chile, que sectores de la izquierda han tratado de envolver en una amnesia colectiva. Ni los jerarcas moscovitas se atrevían a tanto al visitar a sus satélites, tampoco los líderes de las potencias vencedoras en la Segunda Guerra Mundial osaron permanecer tantas semanas en los países que ocupaban militarmente.
Para hacerse hoy una idea del grado de polarización política a la que fuimos arrastrados entonces es preciso traer al presente, mediante la imaginación, la osadía del tirano caribeño y de los partidos chilenos que toleraron una visita tan larga e injerencista en nuestros asuntos internos.
Hoy nos cuesta imaginar a un gobierno nuestro permitiendo a Maduro, Ortega o Díaz-Canel recorrer sin prisa ni pausa, por el tiempo que deseen, brincando de mitin en mitin, azuzando la división nacional, ensalzando su propia tiranía ante la inmensa mayoría del país atónita y enfurecida. La maratónica visita de Castro sólo fue posible por la admiración de la izquierda chilena por la dictadura cubana, y se la organizó para inspirar a sus bases en la batalla por instaurar el socialismo en Chile e intimidar a la oposición de centro y derecha a Allende.
Durante más de tres semanas toleró y celebró la izquierda al forjador de una dictadura comunista familiar que está a punto de cumplir 64 años bajo la férula de su hermano. Ese era el modelo de nuestra izquierda entonces, no la socialdemocracia centroeuropea o escandinava. Sólo al incluir en la conmemoración reflexiones sobre asuntos como estos es posible ver cómo avanzábamos por el filo de la navaja hacia el abismo.
El cuarto momento a incluir en las reflexiones es el congreso del Partido Socialista de noviembre de 1967, celebrado en Chillán. Faltaban apenas tres años para que Allende llegara a La Moneda con 36% de los votos y un programa de profundas transformaciones revolucionarias. En ese congreso el PS, “como organización marxista-leninista, plantea la toma del poder como objetivo estratégico a cumplir por esta generación, para instaurar un Estado Revolucionario que libere a Chile de la dependencia y del retraso económico y cultural e inicie la construcción del Socialismo”. Y como si esto no bastara, agrega que “la violencia revolucionaria es inevitable y legítima… y constituye la única vía que conduce a la toma del poder político y económico y a su ulterior defensa y fortalecimiento. Sólo destruyendo el aparato burocrático y militar del Estado burgués, puede consolidarse la revolución socialista”.
¿Se puede conmemorar el medio siglo del “once” eludiendo la reflexión sobre el hecho de que un partido político crucial en esos años arrojara por la borda nuestra democracia y abrazara la vía armada para imponer su utopía a los chilenos? ¿Se puede reducir la conmemoración de la tragedia sin hacer referencia al aventurerismo que se apoderó de sectores de izquierda y que gatilló la polarización política extrema del país?
Y por último, el quinto momento que merece una reflexión es el arribo de Erich Honecker a Chile el 13 de enero de 1993. Esto fue hace casi treinta años y confío en que se vuelva un tema de debate por su significado. ¿Cómo explicar que un país que acababa de salir mediante plebiscito de un régimen militar y cuyas fuerzas gubernamentales condenaban con razón la violación de derechos humanos acaecidas en Chile, brindara refugio al arquitecto del Muro de Berlín, al hombre que mantuvo en cautiverio durante 28 años a 17 millones de alemanes y no tuvo escrúpulos en ratificar la orden de disparar a matar a quienes osaran brincar el Muro para escapar del socialismo?
Justo es recordar en este contexto que antes de aceptar el arribo de Honecker a Santiago hubo fuertes discusiones en el seno del gobierno del Presidente Patricio Aylwin, porque para muchos era impresentable colocar al país en una situación simbólica comprometida con la dictadura comunista. ¿Cómo se explica éticamente a las nuevas generaciones la decisión de acoger al dictador símbolo del Muro de Berlín, donde fueron acribilladas más de doscientas personas y miles heridas, torturadas, encarceladas o expulsadas de su patria? ¿A qué se debe el doble estándar de la izquierda que condena (con razón) las violaciones de derechos humanos cometidas por regímenes de derecha, pero tolera, ignora o “pasa” ante las que cometen regímenes de izquierda? ¿A una atracción fatal por dictadores, autócratas y caudillos redentores? ¿A una gratitud mal entendida con Honecker, por haber acogido a 2.000 exiliados chilenos en los setenta? ¿Y en qué medida angustiaba a los chilenos el anuncio de un Gobierno que se proponía construir el socialismo en Chile y admiraba los modelos de Cuba, la RDA o la Unión Soviética?
Ningún otro jerarca comunista defenestrado buscó refugio en otro país o lo halló en uno democrático. Sabemos que Honecker desestimó el asilo que le ofrecieron Cuba, Siria y Corea del Norte, y prefirió, en cambio, por varias razones, venir a vivir y morir en el país más “neoliberal” del continente.
En resumen, conmemorar los 50 años del “once” exige de un Presidente chileno tener el coraje de incorporar en su análisis el contexto mundial y nacional, plantear una reflexión amplia y a interrogantes complejas, y por lo mismo dolorosa para muchos, a descartar el cherry picking y las consignas simplificadoras. Exige al mismo tiempo intentar entregar a los jóvenes un relato no maniqueo de la historia, uno que, junto con condenar las violaciones de derechos humanos vengan de donde vengan, incluya responder a las complejas y desconcertantes preguntas que siempre plantea la historia.
El “Nunca más” que muchos claman con razón y fervor, aunque circunscrito a la imprescindible condena a la violación de derechos humanos bajo Pinochet, debe hacerse extensivo en 2023 a todos los regímenes que los violan, con independencia de su color, y debe incluir el escrutinio objetivo de los actores e instituciones que azuzaron los odios y la polarización o bien fracasaron al tratar de evitar la tragedia que vivimos hace medio siglo.
El Presidente de la República tiene la gran y a la vez riesgosa oportunidad, por no haber sido partícipe del proceso que desembocó en el 11 de septiembre de 1973, de aportar una reflexión amplia y ajustada a la compleja realidad que vivimos entonces.
Sólo una reflexión realista, profunda y sin exclusiones al respecto puede contribuir a conocer mejor nuestra historia y a recobrar la unidad nacional perdida. Sólo una reflexión con coraje civil puede además contribuir, medio siglo después de la tragedia, a sacar a Chile del pantano en que nuevamente hemos caído.
El autor es escritor, doctor y magíster en literatura, ex canciller, ex ministro presidente del consejo nacional de las artes y la cultura, ex embajador en España, Andorra y México.
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