Signo de interrogación a un así llamado arte
Hoy aparece un verdadero fraude a la inteligencia algunas expresiones de lo que pasa por arte moderno donde se expone una camiseta sucia con un trozo de materia fecal que con un spot se adorna para que de contrabando se introduzca como una realización artística. Mario Vargas Llosa denuncia con su característica solvencia algo de esto en La civilización del espectáculo y en otro plano artistas como Avelina Lésper también salen al cruce de este absurdo. Pero no es cuestión de agarrárselas contra el mercado pues este no es un lugar ni una cosa, es un proceso en el cual participan todos los humanos y las respectivas valorizaciones pueden ser acabadas o bochornosas a juicio de terceros que solo pueden revertirse vía la educación a la sensibilidad estética. A veces se recurre al negocio con cierta carga peyorativa pero lo que está mal no es el comercio sino en nuestro caso valorizaciones de dudoso contenido que cada cual tiene todo el derecho de sostener si lo estima pertinente, pero también cabe el derecho a criticar.
Antes he escrito sobre este tema pero dado el reforzado embate contra la excelencia se hace necesario volver a la carga sobre este asunto que a la postre resulta controvertido. Desde la época de la pictografía en las cavernas ha existido una preocupación y un interés por lo bello, por las condiciones estéticas. En los diálogos platónicos encontramos largas disquisiciones sobre la belleza (especialmente en “Hipas mayor”, “Fedón” y el “Banquete”). Kant intenta precisar la idea de belleza en la séptima sección de su Crítica del juicio, la cual diferencia de simples gustos, preferencias y ponderaciones puramente decorativas. En este sentido se ha dicho que “sobre gustos no hay nada escrito” pero en realidad hay ríos de tinta sobre distintos gustos, en verdad el adagio latino dice que “sobre gustos no hay disputas”, lo cual recalca las preferencias subjetivas de cada cual. Pero cuando se trata de la belleza y más específicamente sobre las bellas artes el asunto es distinto, puesto que como apunta Thomas Edmund Jessop en The Objetivity of Aesthetic Value (La objetividad del valor estético), el crítico de arte no lleva a cabo una mera confesión personal o autobiográfica sino que implica que hay ciertas propiedades en la obra que se juzga y que se diferencian de la opinión de quien no entiende de arte, de lo contrario, si el arte fuera todo, no habría tal cosa como arte.
Hay mucho de misterioso en el arte ya que el artista es quien cambia paradigmas y rompe normas, puesto que si se limitara a hacer lo que le han enseñado en la academia sería un copista. Sin embargo, como, entre otros, enseña John Hospers en Understandig the Arts (Entendiendo las artes), hay ciertas cualidades que distinguen una obra de arte de la basura lisa y llana, del mismo modo que el músico diferencia una composición musical de simples ruidos. Por su parte, George Santayana en The Sense of Beauty (El sentido de la belleza) concluye que “la belleza es el placer que se percibe respecto a la calidad de algo” y Joshua Reynolds en su discurso inaugural en la Real Academia de Londres en 1769 subraya el carácter evolutivo del arte (lo cual también destaca Ernst Gombrich en su Historia del arte) y plantea la paradoja de la necesidad de seguir reglas generales, aunque “las reglas no son cadenas para el genio” en cuyo contexto afirma que el artista debe armonizar las normas de sus predecesores con la introducción de aportes en un esfuerzo metódico para alcanzar la excelencia siempre que “no se destruyan los andamios antes de que se haya levantado el nuevo edificio”.
David Hume en el capítulo décimo tercero de sus Ensayos morales, políticos y literarios insiste en que la regla para en definitiva juzgar la calidad de una obra de arte es el transcurso del tiempo. Pero en cualquier caso, en estas líneas reiteramos lo señalado por otros en cuanto a que no pocas manifestaciones en el teatro, la pintura, la escultura, la música y la literatura constituyen la antítesis del arte y más bien contribuyen a la demolición de todo sentido estético.
Ortega, en La deshumanización del arte, consigna que muchos exponentes modernos “adoptan ante el (arte) una actitud insólita: le enseñan los dientes, prestos no se sabe bien si al mordisco o la carcajada”. Juan José Sebreli asevera en Las aventuras de la vanguardia que la neovanguardia proclama “la muerte del arte” y subraya que esta línea sostiene que “las escuelas de arte debería ser la inutilidad de todo saber” y ejemplifica con “Ben Vautier exhibiendo frascos con su orina y Manzoni vendiendo en 1961 latas firmadas y numeradas que contenían ´mierda del artista conservadas al natural´ (…así) la vanguardia arribó insensiblemente a la exhibición de excrementos humanos”.
Lionel Lindsay, en El arte morboso, escribe que “la belleza era una de las metas del arte (…) pero ahora la fealdad, la deformidad y la discordancia han sido establecidas como nuevos mandamientos”. Jorge Bosch afirma, en Cultura y contracultura, que el llamado arte moderno es el resultado de una mezcla de snobismo, estupidez y primitivismo, lo cual suscribe Paul Johnson en varios de sus escritos. Carlos Grané, en El puño invisible: arte, revolución y un siglo de cambios culturales resume que el futurismo, el dadaísmo, el cubismo y similares son manifestaciones de banalidad, nihilismo, vulgaridad, escatología, violencia, ruido, insulto, erotismo grotesco y sadismo (en el epígrafe de su libro aparece una frase del fundador del futurismo Filippo Tomaso Marinetti que reza así: “El arte, efectivamente, no puede ser más que violencia, crueldad e injusticia”).
¿Qué ocurre en ámbitos cada vez más extendidos en aquello que se pasa de contrabando como arte? Es sencillamente otra manifestación adicional de la degradación de las estructuras axiológicas. Es una expresión más de la decadencia de los valores. En este sentido se conecta la estética con la ética. No se necesitan descripciones acabadas de lo que se observa en muestras varias que a diario se exhiben sin pudor alguno: expresiones repugnantes, personas desfiguradas, alteraciones procaces de la naturaleza, embustes de las formas, alaridos ensordecedores y soeces, luces que enceguecen, batifondos superlativos, incoherencias múltiples y mensajes disolventes. En el dictamen del jurado del libro mencionado de Garné que obtuvo el Premio Internacional de Ensayo Isabel Polanco (presidido por Fernando Savater), en Guadalajara, se deja constancia de “los verdaderos escándalos que ha vivido el arte moderno”.
¿Qué puede hacerse para revertir semejante espectáculo? Solo trabajar con paciencia y perseverancia en la educación, es decir, en la trasmisión de principios y valores que dan sustento a todo aquello que puede en rigor denominarse un producto de la humanidad, alejándose de lo subhumano y lo puramente animal, en un proceso competitivo de corroboraciones y refutaciones que apunten a la excelencia y no burlarse de la gente con apologías de la fealdad y explotar el subsuelo del hombre con elogios a la indecencia, la ordinariez y a la tropelía. Incluso la forma en que nos vestimos trasmite nuestra interioridad. Un dicho popular precisa la idea: “El hábito no hace al monje pero lo ayuda mucho”. La elegancia y la distinción se dan de bruces con los piercing, los tatuajes, los pelos teñidos de colores chillones, estrambóticas pintarrajeadas del rostro y las uñas, la ropa zaparrastrosa y estudiados andrajos en el contexto de modales nauseabundos, vocabulario procaz, ruidos guturales patéticos que sustituyen la fonética elemental con un ataque inmisericorde al lenguaje (que como sirve para pensar y para trasmitir pensamientos, las dos cosas se deterioran significativamente).
La bondad, lo sublime, lo noble y reconfortante al espíritu naturalmente hacen bien y fortalecen las sanas inclinaciones. El morbo, el sadismo, lo horripilante y tenebroso dañan la sensibilidad y afectan lo mejor de las potencialidades del ser humano. No es indiferente a nuestra alma la contemplación de la belleza o la mirada al esperpento y lo aborrecible. Todos los días nos formamos, entonces, lo que leemos, la música que escuchamos, las producciones cinematográficas que disfrutamos, el teatro al que asistimos, las pinturas y esculturas que admiramos configuran nuestro comportamiento.
Debe distinguirse con toda claridad, por una parte, la imperiosa necesidad de abstenerse de recurrir a la fuerza para intervenir en las preferencias de otros (siempre y cuando no lesionen derechos de terceros) y, por otra, las opiniones que puedan esgrimirse sobre la conducta de los demás. Son dos campos de naturaleza sustancialmente distinta. Un dicho que resume bien el pensamiento liberal es live and let live (vivir y dejar vivir), que primero fue título de una novela de Catherine Sedwick de 1837 y, un siglo después, la composición musical de Cole Porter cuya extraordinaria letra final es de este modo: “Live and let live, and remember this line/ Your business is your business/And my business is mine” (Vive y deja vivir, y recuerda esta línea/Tus asuntos son tus asuntos/Y los míos son míos), lo cual, no solo abarca todas las relaciones pacíficas, libres y voluntarias con el prójimo sino que, como queda dicho, incluye las opiniones que puedan suscitarse sobre modalidades ajenas, lo cual no es óbice para que eventualmente se intente persuadir a otros y argumentar sobre la conveniencia de modificar conductas y procedimientos.
- 31 de octubre, 2006
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