¡Recuperen la moneda!
La inflación, que hace un tiempo Lester Thurow consideró un “volcán en extinción”, ha erupcionado nuevamente en el mundo. Llegando en EE.UU. y la UE a tasas no vistas en los últimos 40 años.
Ante ello, la Reserva Federal incrementó su tasa de interés, anunció un plan de alzas para los próximos meses –que la dejaría en el más alto nivel en 15 años- y avanza con el “tapering” (reducción de la hoja de balance del FED contrayendo la política monetaria).
El Banco Central Europeo también comenzó a elevar su tasa de interés (por primera vez en 10 años). Y el Banco de Inglaterra decidió la mayor alza de su tasa en lo que va del siglo. Y también han comenzado a subir sus tipos de interés otras grandes economías (India, Suiza, Brasil).
El mundo comienza a reaccionar.
Pero no regulando precios sino fortaleciendo monedas. La diferencia no es menor. Las economías exitosas no ponen su principal foco en los efectos sino en las causas. La moneda es una institución crítica para la interacción entre personas y organizaciones. Lo cual es una manifestación de una perogrullada olvidada: la mejor política es de alcance público y no de injerencia privada.
Es algo de difícil comprensión para los argentinos, que hemos desarrollado una cultura de incomprender sistemas, culpar a los efectos y desentender las causas.
La moneda califica a un país y nosotros la hemos destruido. Y nos enfervorizamos contra los que apenas tratan de protegerse de esa destrucción.
Quizá (siempre tan nominalistas) parte de nuestro error está en el uso del término inflación (algo que se infla es algo que crece, como los precios) cuando debería explicarse como depreciación (de la moneda, por la destrucción de sus propiedades).
No hay vida social sin moneda. Y si las autoridades la destruyen la población busca sustitutos. Quizá respondiendo a aquel consejo de George Mason: los verdaderos patriotas son los que primero desconfían de sus propios gobiernos.
Ya es menos infrecuente en todo el planeta la huida desde las monedas ante la prodigalidad de las autoridades. Así se ha constatado ante la aparición (por ahora volátil e inmadura) de criptomonedas -frente a la expansión monetaria en el mundo de los últimos años-.
O, más aún, como se ve en un fuerte movimiento posmoderno: la creciente generación de valor (global) a través de intercambios desmonetizados, como los que surgen del cada vez más enriquecedor flujo de datos (que crea el poderosísimo “bigdata”, principal insumo de la actividad económica hoy) que ocurre entre usuarios digitales que ofrecen sus rastros para que las empresas los usen para interpretar preferencias (bienvenidos a la era del canje digital mundial).
El positivismo nos ha hecho daños. Uno de ellos es hacernos creer que desde el poder político se puede modificar la naturaleza de las cosas. Pero no: la evolución surge de su aprovechamiento y no de su alteración. Y mientras la interacción humana es inherente, la moneda es un brillante invento para facilitarla. Enseñó John Stuart Mill que no existe mayor prueba del progreso de una civilización que el progreso de la cooperación. Pues la buena moneda tiene, así, un enorme sentido ético: corporiza el valor, que se puede intercambiar, atesorar, o simplemente computar. Porque la buena moneda es solo un instrumento facilitador.
Escribió Borges que “nada hay menos inmaterial que el dinero”, ya que cualquier moneda es, en rigor, un “repertorio de futuros posibles”. Dice: el dinero es abstracto, es tiempo futuro, puede ser una tarde en las afueras, puede ser música de Brahms, puede ser un mapa, ajedrez, café, y hasta las palabras de Epícteto que precisamente enseña el desprecio por el oro… una moneda simboliza todo nuestro libre albedrío (El Zahir).
Hay una coincidencia entre esto y la advertencia que Jesús nos ha hecho a los cristianos: no se puede servir a Dios y a la vez al dinero (porque el dinero nos debe servir a las personas, y no deberíamos nosotros someternos a él).
El dinero no es malo o bueno. Lo son quienes lo usan. No exculpemos a éstos si lo malhacen; cargado sobre aquél, que es un mero instrumento. Pero no le quitamos el rol de instrumento porque favorecemos a los que lo malhacen.
Enseña Ayn Rand (poniéndolo en la palabra de Francisco D’Anconia) en “La Rebelión de Atlas” que cuando el dinero deja de ser la herramienta mediante la cual los hombres se relacionan entre sí, los hombres mismos se convierten en herramientas de otros hombres: “sangre, látigos, armas; o dólares: hay que elegir”. Y añade: “el dinero permite obtener por nuestros bienes y nuestro trabajo lo que valen para los que lo compran, y no más que eso; porque el dinero solo permite tratos que se hacen en beneficio mutuo, intercambios según el libre juicio de las partes”.
El dinero bien habido -afirma- exige trabajar en beneficio y no en perjuicio; exige vender, pero no debilidad a cambio de estupidez sino talento a cambio de razón. Permite intercambiar en base a la razón en lugar de la fuerza. “Esos papeles son un pacto de honor, su tenencia da derecho a la energía de otra gente, que produce”, escribió.
Por eso, disolver la moneda (por la inflación -sea dolosa o preterintencional-), además de un atentado al progreso socioeconómico, supone una grave alteración social. Y ética.
Sin moneda hay más trampas entre la gente. Deliberadas o implícitas.
Pues hoy, ante peligrosos desvíos en la convivencia entre los argentinos, una recomendación inevitable es: recuperen la moneda (antes que meramente atacar a algunos precios).
Se trata de algo más importante de lo que parece.
El autor es analista económico internacional. Presidente de la International Chamber of Commerce (ICC) en Argentina.
- 28 de diciembre, 2009
- 17 de octubre, 2018
- 4 de diciembre, 2024
- 28 de junio, 2015
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