La libertad de expresión de Pablo Hasel
Esta condena se producía como respuesta a diferentes delitos. A saber: enaltecimiento del terrorismo e injurias a la monarquía y a las fuerzas de seguridad a través de mensajes «atentatorios» en redes sociales y en una de sus canciones.
Esta condena, que se une a las de La Insurgencia o Valtònyc, entre otras, abre una vez más el eterno debate sobre los límites a la libertad de expresión.
De hecho, el grupo parlamentario de Podemos ya anunció que volvería a presentar la proposición de ley que presentó en 2018 y en marzo de 2020, y que retiró en septiembre de ese mismo año, sobre la supresión y modificación de algunos delitos del Código Penal de 1995 que considera que atentan contra la libertad de expresión.
Por poner algunos ejemplos, nuestro Código Penal condena en la actualidad los delitos de odio (artículo 510), el enaltecimiento del terrorismo (artículo 578) o las injurias a la Corona (artículos 490.3 y 491).
Revisando la proposición, resulta paradójico que mientras la propuesta inicial de la formación morada incluía la derogación de los artículos 490.3, 491, 504, 525, 543 y 578 del Código Penal (y parece que esta sigue siendo su intención en la nueva proposición), no sucedía lo mismo con el artículo 510. Pese a que proponía una rebaja de la pena de los llamados delitos de odio, así como una aclaración de las actitudes constitutivas de delito, esa propuesta original no contemplaba su eliminación.
Además, y aunque no se incluía en la proposición original de Podemos, el Gobierno ha avanzado su intención de incluir en esta reforma un delito de apología y exaltación del franquismo. Lo cual, de nuevo, resulta contradictorio.
Las personas que defendemos la libertad de expresión como libertad individual básica ligada a la libertad de pensamiento entendemos que esta nos debe servir de amparo a todos los individuos para verbalizar cualquier opinión o posición en los términos que creamos convenientes, siempre que no suponga una amenaza directa contra la integridad de otras personas.
Esto es: es la violencia o la amenaza del uso de esta, y no el uso de la palabra per se, lo que debe ser perseguido.
Ese derecho a ofender las sensibilidades de los demás, ya mencionado por John Stuart Mill en su archiconocido ensayo Sobre la libertad, parece que es puesto sistemáticamente en duda. No sólo por los conservadores que consideran que las instituciones del Estado no deben estar sometidas a la crítica o a la ofensa, sino también por los progresistas que consideran que ciertos individuos tampoco deben estarlo.
El derecho a ofender no debería hacer distinciones con la Corona, las minorías étnicas o los represaliados durante el franquismo.
Tristemente, esta es una libertad en la que el cantante condenado tampoco cree. Así lo dejaba patente en una entrevista en el programa FAQS de TV3 hace unos días. Respondiendo a una pregunta de uno de los contertulios que asistía al programa en representación de la cadena SER, el rapero afirmaba:
Yo no defiendo la libertad de expresión para el fascismo. Es decir, yo lucho por un modelo de Estado en el que el fascismo sea totalmente ilegalizado. En este Estado se permite la libertad de expresión para el fascismo, para agredir a mujeres, a homosexuales, a inmigrantes, etcétera, y a quienes luchamos contra esto no se nos permite. Es decir, creo que no se pueden poner en el mismo plano un discurso y el otro. Nosotros estamos luchando por derechos y libertades para estos colectivos, y los otros están precisamente queriendo masacrarlos.
Respuestas a Hasel se pueden dar varias. La primera de ellas, y la más fácil, es que los derechos y las libertades individuales se presumen universales. Esto es, no varían en función de la ideología ni de ningún otro atributo individual de las personas que los ejercen. Él debe tener el mismo derecho a decir barbaridades que una persona de extrema derecha.
Esto, que también se conoce como principio de reciprocidad, debe ser básico en cualquier democracia que no pretenda imponer a sus ciudadanos una forma de pensar concreta.
La segunda, y quizás no tan aparente, es que no sólo hay que tener cuidado con criticar esa universalidad, sino con dar pie a que se pongan obstáculos que puedan dificultarla (a través de legislación específica que niegue derechos en funciones de características individuales, por ejemplo). Porque, cuando gobiernen los contrarios, podemos acabar siendo víctimas de esa parcialización.
El desacuerdo entre personas es inevitable. Por eso el liberalismo no se propone ni acabar con él, ni minimizarlo, sino disminuir la necesidad del mismo.
Si lo que queremos es construir una sociedad en la que personas diferentes convivan de forma pacífica, no podemos defender ningún tipo de agravio comparativo.
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