Treinta años después

ABC, Madrid
La caída, hace treinta años, del Muro de Berlín, ese invento de Walter Ulbricht avalado por Moscú para frenar la estampida de alemanes hacia la libertad, tuvo un efecto que el tiempo ha diluido. Una prueba es que, según estudios como los de “Freedom House”, entre 1988 y 2005 los países sin libertad pasaron de representar el 37 por ciento del total a menos del 23 por ciento, mientras que en los últimos trece años unos veintitrés países han cambiado para mal.
Hay otra forma de medir la evanescencia de ese hecho capital en la historia moderna de la libertad y tiene que ver con la multiplicación de los enamorados del fuego y la violencia, de Cataluña a Chile y de Quito a algunas “banlieues” parisinas (o el corazón de la capital francesa). Excluyo de esta reflexión, es obvio, a los países donde rige un Estado dictatorial. Me refiero al deterioro del consenso democrático y liberal -republicano, diríamos, donde impera ese régimen- y la creciente sensación de que Polibio, que inventó el término “oclocracia” para describir democracias que degeneran porque se van manchando de ilegalidad y violencia, tiene una vigencia que da frío en la espalda.
Junto a esos jóvenes catalanes que están ensangrentando la convivencia en su región y tratan de acabar con ella en España, o esos chilenos o ecuatorianos que actúan como si en sus países no hubiera espacio para formas civilizadas de expresar sus frustraciones, vemos algo quizá hasta peor: sus apologetas ideológicos. Digo bien apologetas y no apologistas, porque no expresan sólo alabanzas de los violentos sino algo que podríamos definir como una teología laica que pretende dar trascendencia a sus actos de muerte y vandalismo. Han construido un discurso justificatorio diseñando una minuciosa mentira que convierte al enemigo, la democracia liberal, en el mal absoluto. No lo hacen en abstracto, arremetiendo contra la democracia liberal o las instituciones republicanas (donde sea pertinente) como tales, sino deshumanizando a seres concretos (un jefe de Gobierno o Estado, un partido y sus dirigentes, una clase política con nombres propios) al referirse a ellos como enemigos tan crueles, tan despiadados, que resulta natural que los insatisfechos dejen de buscar una solución de conflictos en el marco del sistema de libertad política y se conviertan en furibundos soldados de las fuerzas del bien al asalto del infiel y el demonio político. Así, el Estado español, o la democracia chilena, o la república francesa, o lo que sea, pierden conexión con un mundo real de libertades que permiten expresar todas las ideas, de manera que resulta indispensable y lógico utilizar contra ellas, y contra el prójimo considerado cómplice, el fuego de la devastación.
Se suponía que la demolición del Muro de Berlín era el triunfo de un cierto régimen imperante en Occidente y la conducta civil que lo sostenía. Lo era, sí. Pero a menudo pienso que eso lo sabían ellos, los que venían para acá, mucho mejor que los que estábamos aquí.
- 23 de junio, 2013
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