Metro de Santiago o la destrucción de un relato

Por Cecilia Fernandez Taladriz
Es muy difícil encontrar temas políticos en los que no haya una avalancha de comentaristas. Por otra parte, es tan extraordinario un tema vacante, que resulta casi presuntuoso un intento de interpretación. Al efecto, la historia señala las revoluciones como el hecho más complejo, algo que ha ocurrido en escasas ocasiones y cuyo análisis permanece como un santo grial de los historiadores, esquivo e inasible. Lo ocurrido en Chile la noche del 18 de octubre probablemente decantará como uno de esos eventos.
No hay un nombre para lo ocurrido, no hay precedentes. Se trata de algo arcano por la evidente desproporción entre, por una parte, el espectáculo de la destrucción concentrada en cinco horas, y por otra, la situación del país que dista de ser caótica.
Inteligencia es la labor preventiva necesaria para asegurar las obligaciones del Estado. Permite el análisis pausado de aquellas situaciones hipotéticas que no dejarán espacio ni ocasión para el mismo. Por ejemplo, un terremoto o un ataque militar. Por ejemplo, el Metro de Santiago, porque es una pieza clave para la normalidad y la economía. Por razones culturales, el Metro es también el símbolo de un Chile que aspira a cerrar la brecha de un país segregado y desigual en muchos sentidos. No es difícil entonces prever que un ataque al Metro apunta al corazón de un relato político. Se requería una respuesta automática, urgente, con objeto de abortar el mismo y evitar el fatal desenlace. La red ya no operará por tiempo indeterminado. En consecuencia, declarar el Estado de Emergencia era una necesidad ineludible entre ocho y nueve de la noche. Declararlo pasada la medianoche fue redundante y una declaración de derrota política, ya que a esa hora la emergencia había desaparecido. Hoy Santiago es una ciudad autocontenida y horrorizada que no requiere a los militares en la calle. Con manifestaciones residuales que no justifican una medida de excepción. El día después, La Moneda es el único bastión que permanecerá bajo ataque.
¿Por qué tanta dilación en atajar oportunamente esta destrucción, y frustrar así el propósito de quienes planificaron el mismo? Desde fuera del círculo de poder se pueden seguir las migajas del sendero, y tal vez así llegar a una convicción más certera que la de quienes han quedado perdidos en su cima. Un Presidente cuya excepcional inteligencia lo lleva a adelantarse a su conglomerado (porque muchas veces ha actuado sin consulta ni coordinación previa) anoche quedó paralizado y desorientado en su laberinto, acompañado de su equipo político fatalmente ineficaz. Cuando finalmente declaró el estado de emergencia constitucional, su lenguaje corporal era el de un hombre sin convicción, sin pasión, sin dirección. “Llevas la vida blanda y resuelta de quien siente algo eléctrico en la observación de la miseria y desesperación que no te toca”, le podríamos susurrar. Un hombre que ama las cumbres y los flashes internacionales, cautivo de la opinión de sus pares. Alguien que no puede procesar lo que escapa a su razón, que cae en la parálisis cuando es incapaz de interpretar la realidad que le es ajena.
¿Por qué el Metro es símbolo y sustento de un relato que la izquierda revolucionaria necesitaba barrer de la historia? Por más de cuarenta años éste es el único medio de transporte que ha sido cuidado y respetado por los usuarios. Algo querido porque representaba la aspiración del bienestar y del retorno al esfuerzo personal por medio de la eficiencia, la limpieza, la puntualidad. Un medio que amalgama y conecta a un país segregado. Ayer se destruyó este relato.
Años de promesas, de la lógica perversa del populismo de izquierdas y derechas: Te doy a cambio de tu voto, y esa amarga mentira termina por volverse tangible. Cada mañana, viajar sin esperanza en el símbolo del otro Chile. El del diseño de avanzada, la pulcritud, la velocidad, las superficies bruñidas que devuelven mi imagen opaca y servil. Algo hay en la destrucción de un símbolo. “Bienvenidos a nuestro submundo. Sus cifras y progreso no nos tocan”.
Este Chile cuyo desarrollo en las últimas cuatro décadas es un ejemplo mundial, anoche fue puesto en jaque por la juventud educada por los nuevos ricos. Nuevos ricos modestos, que dejaron atrás el piso de tierra y que hicieron todo por darles a sus hijos la zapatilla de marca, el Smartphone y el corte de pelo de su ídolo. Y en ese esfuerzo viven agobiados por las deudas y por un presupuesto subordinado a las alzas de tarifas, por tanto dictado desde arriba. Esta es la juventud descontrolada, porque la generación inmediatamente anterior alcanzó la cima del bienestar y del poder político (la nueva izquierda), no con esfuerzo sino por medio de la violencia estudiantil. ¿Cómo se progresa? Destruyendo, con objeto de obtener a la fuerza lo que no aprendieron a intentar viajando en Metro.
Hagamos la suma política. El último responsable, a ojos del ciudadano que viajaba en Metro, es el Gobierno que no vio la última gota que rebasa el vaso. Porque su corazón está con la juventud que entró en efervescencia, disculpando así la destrucción. Entonces, quien está obligado a reparar el daño es el Jefe de Estado, y cada día que no funcione agravará su falta. El sector que apoyaba a Piñera terminó de concluir que éste traicionó su primera obligación (mantener el orden público). Fue elegido por una amplia mayoría por dos promesas frustradas: la derecha que resguarda mejor el orden público y que, además, sustenta un mayor crecimiento económico. La mala noticia ya está escrita en la pared, porque observaremos una contracción económica directamente asociada al desastre de Santiago. Terminó cualquier posibilidad de plasmar un proyecto político, este Gobierno ya no podrá controlar la agenda. Por otra parte, volverán con renovada fuerza los discursos de un nuevo modelo donde el Estado resuelve todos los dilemas. Hoy celebran Correa, Maduro, Lula y la Sra. K, porque la destrucción del relato chileno era una necesidad contrafactual. No solo Argentina es ingobernable cuando son otros los elegidos. La tarea está lograda.
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