Democracia o legislación: la diabólica disyuntiva en Cataluña para el liberalismo

Comenzaré, a unas pocas horas del 1-O, con una evidencia: el secesionismo catalán y su instrumentalización del derecho a decidir surgen como consecuencia de los intereses de una élite (el desgaste sufrido por la casta política nacionalista como consecuencia de la crisis económica dejó como única salida la huida hacia adelante del separatismo) que lleva gobernando con puño de hierro Cataluña desde hace cuatro décadas. Se trata de un movimiento que, a pesar de estar ideado de arriba a abajo, ha logrado movilizar a un sector nada despreciable de la sociedad catalana tras años y años de adoctrinamiento desde altavoces pertenecientes al poder público, como los medios de comunicación y los centros de enseñanza. Un movimiento colectivista a más no poder (no se reclama la autodeterminación para todos —provincias, comarcas, ciudades, barrios—, sino únicamente para una férrea e inamovible nación catalana), supremacista en muy buena medida, liberticida con los disidentes (recordemos las célebres multas por rotular en español o el monolítico sistema de inmersión lingüística en catalán en la escuela pública) y que hace bandera de la democracia más descarnada como si de un tótem se tratara contra el que nada cabe objetar. Para colmo, entre los grandes valedores del referéndum de autodeterminación encontramos a la banda terrorista ETA o al represor gobierno venezolano de Nicolás Maduro.
¿Cabe, en definitiva, algo más antiliberal que lo relatado en el párrafo anterior?
Pues me temo que sí (o, al menos, estamos ante un hecho con un encaje en el liberalismo harto complicado): la respuesta que ofrecen, con el Estado español a la cabeza, quienes se oponen a la sedición de la Generalidad de Cataluña.
Básicamente, el argumento consiste en apelar a una legislación que-nos-hemos-dado-todos-los-españoles, la, por otra parte, muy socialdemócrata Constitución de 1978, en cuyo artículo 1.1 se reconoce que
La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado.
Y en el artículo 2 se añade:
La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles (…).
Obviamente, a la luz de estos artículos de la norma fundamental del ordenamiento jurídico español, el referéndum del 1-O es totalmente inadmisible. Pero la discusión interesante es siempre la que se plantea en el ámbito del deber ser. Que los catalanes voten el domingo sobre la autodeterminación del territorio en el que viven es abiertamente ilegal (ya no solo por ir en contra de la Constitución sino incluso por vulnerar el propio Estatuto de Cataluña), sí, pero ¿deberían poder hacerlo?
Para el liberalismo no quiere decir gran cosa que la legislación estatal obligue a algo o prohíba determinada cuestión. Todos y cada uno de los mandatos de Cristóbal Montoro están amparados en la más absoluta legalidad, y no por ello dejan de ser una infamia. Las únicas leyes que deben reputarse como legítimas son aquellas que salvaguardan los derechos y libertades de las personas (derecho a no ser agredido, derecho a que se respete la propiedad privada y libertad para llevar a cabo el plan de vida deseado sin lesionar a terceros).
Pero los que niegan a los catalanes que puedan decidir sobre su pertenencia a España suelen ir más allá: “Un referéndum como el planteado el domingo nunca podría llegar a ser legal porque ese ámbito de discusión es propiedad del conjunto de los españoles”.
Es decir, se apela a un hecho, la soberanía nacional española, que va más allá de una constitución, pues es previa a ella (idéntico argumento al que utilizan los nacionalistas catalanes respecto a la nación catalana, claro). Un suceso inobjetable que se establece incluso contra la propia voluntad de quienes se encuentran circunscritos a esa soberanía. Una realidad contra la que nada pueden hacer individuos catalanes, que no han accedido a otorgar ningún tipo consentimiento, pero se ven atrapados en las decisiones de gallegos, murcianos, castellano-manchegos… que en la mayoría de los casos se encuentran completamente ajenos a la realidad catalana.
El argumento de que los catalanes de 1978 aprobaron mayoritariamente la Constitución es peliagudo. Primero, porque cuarenta años después a la fuerza estamos hablando de otros catalanes (¿hasta cuándo se puede seguir apelando a aquella votación? ¿Afectará a los catalanes por los siglos de los siglos? ¿Existe algún límite temporal?). Y, segundo, porque si se hace bandera de la decisión que adoptaron los catalanes en su momento, se debería reconocer que ahora también tienen derecho a manifestar su opinión vinculante (dejando al margen las legalidades, ¿por qué vale lo que decidieron en 1978 y no lo que decidan en 2017?).
¿Cabe, por insistir con la pregunta de unas líneas más arriba, algo más contrario a las esencias del liberalismo?
Es cierto que el nacionalismo catalán se ha inventado una nación, con un hecho fundacional, la derrota de los austracistas en 1714 en la Guerra de Sucesión al trono de España, manipulada hasta la náusea para convertirla en una pugna entre Castilla y una Cataluña que quería ser libre del yugo centralista. Cuando, en realidad, lo único que se dirimía era qué potencia, Francia o Austria, cada uno con su modelo territorial, accedía a la corona española (tan defensor de la monarquía española era Rafael Casanovas como cualquier otro coetáneo suyo que luchó en el bando borbónico).
¿Y qué? Con todas las tergiversaciones que se quieran, lo cierto es que un número considerable de catalanes (entre medio millón y un millón los que están plenamente movilizados, cifra que contrasta con los pocos miles de españolistas que les hacen frente en similares términos) detestan España y desean desembarazarse de su soberanía. Cierto es que, sin la actuación del poder político del Principado, que se ha dedicado a sembrar el odio desde la Transición, con la consiguiente salida de muchas personas que no estaban dispuestas a abrazar el rodillo catalanista, la correlación de fuerzas ahora sería sustancialmente distinta.
Pero la realidad es la que es. Y el liberalismo es que cada uno pueda decidir, aquí y ahora, llevar a cabo en la mayor libertad posible su plan de vida sin menoscabar derechos de los demás. Y cuesta defender, al menos desde el liberalismo, que alguien sin ningún vínculo con Cataluña sienta que sus derechos son atacados si los que sí tienen vínculos con Cataluña deciden qué hacer con ese territorio.
Y el liberalismo también es dar libertad a quien no quiere estar contigo. ¡Qué grotesco ese “a por ellos” con el que los guardias civiles eran despedidos estos días de sus cuarteles camino de Cataluña! Primero, por reconocer que hay un ellos distinto a nosotros (¿no éramos todos iguales?) y, segundo, ¿para qué retener a quienes consideremos que deben ser molidos a palos —no por haber agredido previamente a nadie sino por montar unas urnas—? Si tan despreciables enemigos son, puente de plata…
(Asunto delicado, es justo reconocerlo, es el de qué hacer con las minorías proespañolas en una Cataluña separada. Pero, quien a democracia mata a democracia muere. ¿Esa minoría se acuerda de la minoría de los liberales que se ve sometida, elecciones tras elecciones, al yugo del consenso socialdemócrata que impera en la sociedad española? No obstante, sería comprensible que nuestras inquietudes fuesen encaminadas a salvaguardar los derechos fundamentales de esa minoría —entre los que no se encuentran el pertenecer a una nación o a otra —, pero no a que esa minoría se imponga a la fuerza sobre la mayoría de catalanes).
El Estado nos ha inoculado de tal manera el concepto de territorialidad que no somos realmente conscientes de lo que significa que se activen sus resortes jurídicos y policiales (los mismos que se activarían en prácticamente cualquier otro país del mundo, dicho sea de paso) ante una amenaza de secesión. ¡Ni lejanamente sucedió algo similar para combatir al terrorismo de ETA, con sus casi mil asesinatos y el régimen de terror que instauró en las Vascongadas (pero sin llegar nunca a poner en peligro la indisoluble-unidad-de-la-nación-española)! Al Estado, que no quepa duda, le preocupan más los territorios que la vida de quienes habitan en él.
En cualquier caso, nada bueno cabe esperar del prusés: o bien se fortalecerá la soberanía-cárcel nacional española o bien surgirá la soberanía-cárcel nacional catalana. Estatismo puro y duro.
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