Cómo actuar cuando se está en minoría
El País, Madrid
Una de las películas cuya acción transcurre en una sola estancia y que más me ha fascinado es Doce hombres sin piedad. Hay varias versiones; la de 1957, del director Sidney Lumet y protagonizada por Henry Fonda, sea tal vez la más conocida. Los doce integrantes de un jurado deben dirimir sobre la inocencia o culpabilidad de un acusado de homicidio. Once de ellos creen sin lugar a dudas, a la vista de las pruebas, que es culpable. Solo uno piensa lo contrario. La película consiste en cómo, desde la más absoluta minoría, uno contra once —¡imaginen esa diferencia en un partido de fútbol!—, ese disidente va convenciendo a los demás miembros del jurado, uno tras otro, de que sus prejuicios, personalidades y experiencias vitales son quienes están decidiendo por ellos, anulando su objetividad.
¿Quién no se ha encontrado en minoría alguna vez, tratando de convencer a un grupo de amigos, familiares o colegas de que no tienen razón? ¿Y cuándo hay que tomar una decisión que afecta a todos? El destino de un viaje, por ejemplo. O la compra de una vivienda. Se acercan fechas navideñas y llegarán los debates familiares, tal vez sobre política, sobre Trump, sobre fútbol, sobre temas sociales… E indefectiblemente habrá situaciones de todos contra uno (suele ser el cuñado) o de bastantes contra pocos. ¿Qué hacer? ¿Cómo se gestiona?
En primer lugar, hay que tener templanza y separar las cuestiones personales o emocionales. En una discusión, por lo general, predominan las emociones sobre las razones. Amor propio, recuperar autoestima, demostrar que uno sabe más, devolver una batalla perdida, aflorar un rencor guardado… Todo ello pesa más que el argumento racional. Así que, si el lector está alguna vez en minoría y quiere llevarse el gato al agua, debe dejar a un lado sus propias emociones, rencores y complejos e interpretar los de quienes están en su contra. Debe mentalizarse de que será a través de las emociones, y no de los argumentos, como tal vez imponga su punto de vista.
En segundo lugar, ha de aceptar que va ser despreciado durante unos minutos. Si alguien piensa distinto a nosotros, sus razones son un riesgo potencial de que no estamos en lo cierto. Y eso crea un sentimiento insoportable que en psicología se denomina disonancia. Nadie quiere sentirse tonto, así que recurre a tildar de tonto al otro. Es el recurso más fácil para no entrar a considerar sus argumentos. Por tanto, el primer paso es soportar esa ignominia y saber que responde en realidad a un principio de disonancia. Pasada esa fase de escarnio, lo que no se debe hacer jamás para convencer al grupo es empezar por los argumentos racionales. Si lo hace, comete un craso error. Antes de razonar, se debe introducir una duda razonable. Es el método socrático. Formular una pregunta que introduzca nuevos elementos, nuevas variables, y que establezca puntos de vista alternativos y distintos.
Pensemos que, aunque nadie lo reconozca, el individuo discordante es admirado por su capacidad de disentir y de tener la personalidad de enfrentarse al grupo. Hay algo más poderoso que la disonancia y se llama curiosidad. Una vez nuestra mayoría opositora no se sienta amenazada, sentirá ganas de indagar, querrá saber: “¿Por qué lo ves tú distinto?”, se preguntarán.
Enseguida apelará a las razones. Y nos las preguntará. Pero sigue sin ser el momento de razonar. Aún no. Ese es el último paso y no debemos darlo directamente. Los argumentos racionales los debe descubrir y razonar la otra parte. Nunca se los comprará a usted. ¿Y cómo se logra? Si quiere conseguir un objetivo, no diga lo que hay que hacer o lo que hay que pensar: cree una ilusión común, en el caso de que se deba tomar una decisión, o un punto de vista común, en el caso de que se trate solo de una opinión. Hay que dejar que sea el otro quien, a partir de esa ilusión o punto de vista ya compartidos, vaya paulatinamente llegando a nuestros propios argumentos. Entonces tendrá incluso la oportunidad de darle la razón, ganarse su estima y ponerlo de su lado.
Debemos tener presente que, ahora que en política, por ejemplo, todo el mundo está en minoría, para dejar de estarlo, alguien, aunque sea solo uno, va a tener que cuestionar al líder del grupo en contra. Cuando esté en minoría, identifique siempre al líder de la mayoría. Y no se le ocurra ir contra él. Tampoco trate de convencer al grupo, sino de ubicar a las personas más influyentes del mismo que no sean demasiado débiles de carácter, pues esas temen contravenir a su líder. Cuando hablo de líder no me refiero a un jefe. En una cena de Navidad discutiendo sobre Trump, el líder puede ser el familiar con más personalidad de quienes piensan diferente.
Para llegar a la mayoría basta con ganar unos cuantos adeptos. No busque la unanimidad. Tal vez la obtenga, pero uno no debe aspirar a ella de salida. En cálculo de mayorías actúa la resta y suma a la vez, creando un doble efecto. Fijémonos que en cinco personas contra tres, solo con que una pase al otro bando ya hay empate. Y convenciendo a dos de esas cinco ha ganado.
Finalmente es importante la variable tiempo. Tras un debate acalorado, probablemente no le concedan la razón; la gente preferirá zanjar el tema, darlo por tablas o sencillamente aceptar que no era tan fácil establecer un diagnóstico. Puede que al cabo de unas semanas ya piensen distinto. En el caso de una decisión grupal, si está en minoría y acabada la deliberación cree que ha convencido a unos cuantos, proponga que se vote de forma anónima y preferiblemente pasados un par de días. Hay que dar tiempo a que los nuevos adeptos reduzcan su disonancia. Les hemos hecho cambiar de opinión y se sentirán un poquitín frustrados. Esa sensación desaparece si se da tiempo. Pasado el mismo, tendremos un voto más. Y podremos irnos de viaje al destino al que nadie quería, excepto uno mismo. Como en Doce hombres sin piedad.
El autor es escritor y economista.
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